Me sobresalté ligeramente al oír la voz. No había oído al hombre que se acercaba por la senda detrás de mí. Su rostro rollizo, perfectamente rasurado, parecía el prototipo del político de Chicago. No sé por qué, siempre le había imaginado con aspecto de demócrata, pero caí en la cuenta de que carecía de experiencia en cuanto a los barrios exteriores.
– ¿El señor Felitti? -sonreí de forma pretendidamente agradable.
– En carne y hueso. Y es una agradable sorpresa encontrarla a usted frente a mi puerta tras una larga y dura jornada -consultó su reloj-. ¿Lleva tiempo esperando?
– No. Me gustaría hablar con usted.
– Bien, pase, pase y dígame qué le apetece beber. Se lo prepararé en cuanto haya visto a mi madre.
No me esperaba tal exuberancia. A la vez me facilitaba y me dificultaba el trabajo.
Sostuvo la puerta para que pasara. Al parecer Naperville aún no había crecido hasta el punto de que tuviese que cerrarla con llave. Sentí una punzada de envidia, mezclada con ira, pensando en los bienaventurados que tienen la suerte de no necesitar dos o tres cerrojos de seguridad entre ellos y el resto del mundo.
Jason me acompañó por un largo vestíbulo sin muebles. Las paredes estaban empapeladas con descoloridos motivos dorados, aparentemente los mismos desde que se construyó la casa. La estancia a la que me condujo mostraba los primeros síntomas de riqueza de la familia. Era un estudio que daba al pequeño jardín de atrás, con una alfombra persa rojo vivo sobre el encerado suelo de madera, otra de seda de un dorado pálido colgada en la pared, y algo parecido a una colección de museo de pequeñas figuras esparcidas entre los libros.
– ¿Usted no será una de esas chicas modernas que sólo beben vino blanco, verdad?
La sonrisa se me heló un poco.
– No. Soy una mujer moderna, y bebo whisky puro. Black Label, si tiene.
Se echó a reír como si hubiese dicho algo verdaderamente encantador y extrajo una botella de un mueble bajo el tapiz de seda.
– Es Black Label. Ahora, sírvase lo que quiera y yo iré a ver a mi madre.
– ¿Está enferma, señor Felitti?
– Oh, tuvo un ataque hace unos años y ya no puede andar. Pero su mente sigue funcionando, ya lo creo, tan rápida como un aguijón. Aún tiene una o dos cosas que enseñarnos a Peter y a mí, desde luego. Y las damas de la parroquia tienen la amabilidad de venir a visitarla, así que no vaya a creer que está sola.
Volvió a reír y se alejó por el pasillo. Me entretuve inspeccionando distraídamente las estatuillas. Algunas de las piezas, pequeños bronces con músculos perfectamente esculpidos, tenían pinta de datar del Renacimiento. Otras eran contemporáneas, pero de una factura moderna muy delicada. Me pregunté en qué invertiría yo si tuviese millones de dólares que derrochar.
Al cabo de cinco minutos de irse Jason, tuve la idea luminosa de que quizá podría encontrar el número particular de Chamfers en ese cuarto. Había un gran escritorio cubierto de cuero con una tentadora serie de cajones. Estaba precisamente abriendo el del medio cuando regresó Jason. Fingí estar estudiando un globo en miniatura, un complejo modelo con estrellas incrustadas y unos fantásticos monstruos marinos que surgían de las profundidades.
– Pietro D'Alessandro -anunció alegremente Jason, dirigiéndose al bar-. El viejo estaba loco por cualquier cosa perteneciente al Renacimiento italiano, la prueba de que había triunfado en el Nuevo Mundo y que era un digno sucesor del antiguo. Eso suena bien, ¿no le parece?
Asentí estúpidamente.
– Entonces, ¿por qué no lo anota? -se sirvió un martini, se lo bebió rápidamente, y volvió a servirse un segundo.
– Es pegadizo, creo que lo he memorizado -me pregunté si su eufórico humor con los extraños sería síntoma de enfermedad mental o de alcoholismo.
– Apuesto a que la buena memoria es de una gran utilidad en su tipo de trabajo. Yo, si no escribo todo por triplicado, lo olvido a los cinco minutos. Pero siéntese y dígame qué quiere saber.
Desconcertada, me senté en el gran sillón de cuero verde que me señalaba.
– Se trata de Diamond Head Motors, señor Felitti. O más específicamente, de Milton Chamfers. Llevo dos semanas intentando encontrarme con él pero se niega a hablar conmigo.
– ¿Chamfers? -sus ojos azul pálido parecieron dilatarse ligeramente-. ¿Quiere que hablemos de Chamfers? Yo creí que la cosa iba conmigo. ¿O quiere que le hable de la adquisición de la compañía? Eso no lo puedo hacer en absoluto, porque es cosa de la familia, y no discutimos públicamente nuestros asuntos. Desde luego, hicimos una emisión pública de bonos, pero de eso tendrá que hablar con los banqueros. Y no es que quiera defraudar a una chica tan guapa como usted.
Así que no estaba loco, sino que me había tomado por una periodista. Estaba a punto de desengañarle cuando soltó su última frase. Yo soy tan vanidosa como cualquiera, pero prefiero que los piropos sobre mi aspecto me los hagan en el contexto apropiado, y un poco mejor elaborados.
– Me gusta conocer cuantos más aspectos pueda de una cuestión -murmuré-. Y Diamond Head es su principal empresa comercial en lo personal, ¿no es así? Eso puede contármelo sin violar la omertà familiar, ¿verdad?
Volvió a reírse a carcajadas sonoras y divertidas. Estaba empezando a comprender por qué nadie había querido casarse con él.
– ¡Buena chica! ¿Habla italiano, o ha rebuscado eso para la ocasión?
– Mi madre era italiana; lo hablo con cierta fluidez, al menos hasta donde alcanza un vocabulario de adolescente.
– Yo nunca lo aprendí. Mi abuela nos hablaba en italiano cuando éramos chiquillos, pero cuando ella murió lo olvidamos. Desde luego, papá no se casó con una italiana, la abuela Felitti estaba fuera de sí, ya sabe cómo era la gente en aquellos tiempos, pero el resultado fue que mi madre se negó a aprender la lengua. Lo hizo para mortificar a la anciana.
Se rió de nuevo y a mí se me escapó una mueca.
– ¿Qué fue lo que le impulsó a querer comprar Diamond Head, señor Felitti?
– Oh, ya sabe cómo son esas cosas -dijo vagamente, contemplando el contenido de su vaso-. Yo quería poseer mi propio negocio, montármelo por mi cuenta, como diría su generación.
Me preparé para la alegre carcajada, pero esta vez se abstuvo. No me importaba en realidad por qué había comprado la compañía; estaba tanteando para descubrir la manera de llegar a Chamfers sin tener muchas ideas que me sirvieran de anzuelo.
– Tuvo suerte de conseguir que Paragon Steel se interesara por su compañía -observé por fin.
Estudió mi cara por encima del borde de su vaso.
– ¿Paragon Steel? Creo que es uno de nuestros clientes. Pero no hay mucha gente que sepa de ellos. Ha debido hacer bien sus deberes, jovencita.
Exhibí una amplia sonrisa.
– Me gusta tener la base suficiente para que las cosas sean interesantes cuando después hablo con un… mmm… sujeto.
Su risa sonó de nuevo, pero esta vez parecía un poco forzada.
– Admiro la meticulosidad. Pero el viejo siempre estaba diciéndome que yo carecía de ella. Así que tengo que confesar que dejo los detalles minuciosos del negocio para otra gente.
– ¿Significa eso que no quiere hablar de Paragon? -mantuve la sonrisa plasmada en mi cara.
– Eso me temo. Esperaba que esta entrevista tratase de temas personales y estoy dispuesto a hablar de ellos -hizo ostentosamente el gesto de consultar su reloj.
– Está bien. Si hemos de hablar de personas y no de dinero, ¿qué piensa del tipo que mataron junto a Diamond Head la semana pasada? No hay nada más personal que la muerte, ¿no le parece?
– ¿Qué? -tenía la cabeza inclinada hacia atrás para apurar las últimas gotas de su vaso. Le tembló la mano y la ginebra le salpicó la delantera de la camisa-. Nadie me ha dicho que alguien muriese allí. ¿De qué me está hablando?
Читать дальше