Sara Paretsky - Ángel guardián

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La detective Victoria Warshawski, mujer independiente, solitaria, aparentemente dura e incapaz de ordenar su vida doméstica y sentimental, vuelve a hacerse cargo de la causa de los desheredados encarnada en dos de sus vecinos: una anciana que vive sola con sus perros y cuya presencia incomoda a los nuevos residentes del barrio y el entrañable señor Contreras, que le pide su ayuda para localizar a un antiguo compañero de trabajo desaparecido cuando hacía averiguaciones sobre las condiciones de jubilación de la empresa en la que ambos trabajaban.

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– No hay problema, Vic.

Barbara me empelló hacia la parte de atrás. Mi colega se dispuso a seguirme, pero Helen derramó su tetera de té helado justo delante de él. Sólo tuve tiempo de oír: «¡Ay!, cielo, lo siento tanto… No, no te muevas, ahora mismo te limpio ese precioso pantalón…», antes de que Barbara abriera la puerta de atrás y me empujara afuera.

– Un montón de gracias -le dije, agradecida-. Os recordaré en mi testamento.

– Aligera, Warshawski -dijo Barbara, empujándome vivamente por la espalda-. Y menos coba: todos sabemos que no tienes nada que dejar.

Un Paragon sin parangón

Salí corriendo directamente hasta Seminary, y luego di un rodeo de más de un kilómetro por Racine para llegar hasta el Impala por la parte oeste. Cuando me desplomé en el asiento del conductor me faltaba el aire y sentía un doloroso pinchazo en el costado derecho. Temblándome ligeramente las piernas al pisar los pedales, me dirigí hacia el oeste hasta el final de Barry, que terminaba sin salida en el río. Después hice un recorrido sinuoso por las calles laterales hacia la avenida Kennedy.

Barbara y sus amigas habían descarriado limpiamente a mis atacantes. Avancé lentamente para recuperar el aliento mientras pensaba cuál sería el siguiente paso. Necesitaba investigar en la biblioteca a Jason Felitti, cuyo nombre había aparecido como el propietario de Diamond Head en mi búsqueda nocturna. También quería visitar a la gente que liberaba fondos para Diamond Head: Paragon Steel. Lo eché mentalmente a cara o cruz: siempre podía ir a la biblioteca el sábado. Giré hacia el norte por la autovía.

Paragon tuvo su propio rascacielos en el centro de la ciudad, pero lo habían vendido cuando se pusieron a recortar gastos quince años atrás. Ahora su sede ocupaba cinco plantas en una de las torres de un modesto complejo en Lincolnwood. El estacionamiento exterior del complejo estaba tan abarrotado que tuve que estacionar una manzana más allá de la entrada del primer edificio.

Desde el extremo donde estaba aparcada podía ver el Hyatt púrpura donde Alan Dorfman había exhalado su último suspiro. Mientras cerraba la puerta del Impala, el pensamiento de los pistoleros que se habían cargado al gánster -al recibir una seña de su chófer- me recordó mi propia fragilidad. Palpé mi propia pistola para infundirme seguridad y entré en el vestíbulo.

Ningún guardia ni recepcionista esperaba para orientar al ignorante. Di una vuelta buscando un panel informativo. Al parecer había entrado por una puerta trasera, y tuve que recorrer un par de pasillos antes de encontrar un directorio. Éste me dirigió hacia el edificio contiguo, donde Paragon ocupaba los pisos cuatro a ocho.

Todo el complejo parecía extrañamente vacío, como si todos esos coches del estacionamiento hubiesen descargado a sus ocupantes en el espacio. No me encontré con nadie en los pasillos y aguardé sola junto al ascensor. Cuando llegué al cuarto piso me vi frente a un muro color verde claro con un diminuto letrero indicándome la recepción. Al parecer, durante los días de penuria de Paragon habían decidido no desperdiciar dinero en grandes rótulos.

El local estaba tan desierto que empezaba a preguntarme si no me iba a recibir una parpadeante pantalla de ordenador en la recepción. Me sentí aliviada al ver a una persona real, una mujer más o menos de mi edad, con unos rizos que le caían sobre los hombros y un traje sastre marrón lacio y descolorido por muchos años de uso. Empecé a sentirme más a gusto con mis vaqueros.

Exhibí una sonrisa destinada a manifestar a la vez mi simpatía y mi confianza en mí misma, y pregunté por la persona encargada. Marcó amablemente un número y tapó el receptor con la mano.

– ¿A quién debo anunciar?

– Me llamo V. I. Warshawski -le tendí una tarjeta-. Soy investigadora financiera.

Transmitió la información, tartamudeando un poco con mi apellido, como casi todas las recepcionistas, y luego se volvió hacia mí.

– No están contratando a nadie.

– No estoy buscando trabajo. Sería mucho más fácil explicárselo directamente a la encargada, en lugar de que se lo explique usted a su secretaria.

– Encargado. El señor Loring. ¿Qué es lo que tiene que decirle?

Conté con los dedos.

– Seis palabras. Diamond Head Motors y financiación de deudas.

Repitió dubitativamente mis palabras. Asentí con la cabeza y volvió a decirlas al teléfono. Esta vez parecía estar a la espera. Contestó algunas llamadas del exterior y las pasó a sus destinatarios, volvió a comprobar su lucecita parpadeante y siguió esperando. Al cabo de unos cinco minutos me dijo que podía sentarme: Sukey iba a bajar a buscarme.

La espera se alargó hasta veinte minutos antes de que apareciera Sukey. Era una mujer alta y delgada cuya falda ajustada acentuaba tristemente sus huesudas caderas y pelvis. Su pálido rostro estaba lleno de cicatrices de acné, pero su voz al pedirme que la siguiera era dulce y profunda.

– ¿Cómo ha dicho que se llama? -me preguntó cuando entramos en el ascensor-. Charlene no lo ha dicho muy claro por teléfono.

– Warshawski -repetí, tendiéndole una tarjeta.

Estudió gravemente el pequeño rectángulo, hasta que las puertas se abrieron en el octavo piso. En cuanto salimos del ascensor me di cuenta de que había encontrado el escondrijo secreto de los empleados de Paragon. El local era un laberinto de cubículos, ocupado cada uno de ellos por dos o tres terminales de ordenador y los empleados que las manejaban. Conforme recorríamos la planta los cubos iban siendo sustituidos por despachos, también llenos de ordenadores con sus operadores.

Finalmente llegamos a una pequeña zona abierta. La mesa de Sukey estaba delante de un despacho abierto en una esquina. Constaba como guarida de Ben Loring, pero él no estaba en casa. Sukey me dirigió hacia uno de los asientos rellenos de espuma y llamó a una puerta contigua. No pude oír lo que dijo al asomar la cabeza por el umbral. Desapareció brevemente, y luego volvió para acompañarme dentro.

La sala de conferencias estaba llena de hombres, la mayoría en mangas de camisa, que me miraban todos con una mezcla de desconfianza y desdén. Nadie habló, pero dos o tres de ellos miraron de reojo al segundo tipo a mi izquierda, un fornido cincuentón con un espeso cepillo de pelo gris.

– ¿El señor Loring? -le tendí la mano-. Soy V. I. Warshawski.

Ignoró mi mano.

– ¿Para quién trabaja, Warshawski?

Me senté sin ser invitada al extremo de la mesa oval.

– Para Salvatore Contreras.

Esta vez los siete intercambiaron miradas. Normalmente, por supuesto, mantengo secreta la identidad de mis clientes, pero quería ver la expresión que ponían al tratar de adivinar qué importantes intereses financieros podía representar el señor Contreras. Quizá llegaran a pensar incluso que formaba parte de la mafia.

– ¿Y en qué le interesa Diamond Head? -inquirió finalmente Loring.

– Qué le parece lo siguiente, señor Loring: usted me explica cuál es el vínculo de Paragon con Diamond Head y yo le diré quién es mi cliente.

Eso suscitó algunos murmullos en la sala. Oí susurrar al hombre que estaba a la derecha de Loring:

– Ya te he dicho que era una pérdida de tiempo, Ben. Sólo viene a fisgonear.

Loring lo ignoró como a una pelota mal lanzada.

– No puedo hablar con usted hasta que no sepa a quién representa. Aquí hay cosas importantes en juego. Si usted trabaja para… bueno, para cierta gente, entonces ya lo sabe todo al respecto y nuestro departamento jurídico se encargará de denunciar esto, que parece un intento bastante ingenuo de espionaje. Y si su cliente, ¿Contreras, dice?, tiene sus propios intereses en el asunto, entonces no le voy a hacer el regalo de darle una información explosiva.

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