Sara Paretsky - Ángel guardián

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La detective Victoria Warshawski, mujer independiente, solitaria, aparentemente dura e incapaz de ordenar su vida doméstica y sentimental, vuelve a hacerse cargo de la causa de los desheredados encarnada en dos de sus vecinos: una anciana que vive sola con sus perros y cuya presencia incomoda a los nuevos residentes del barrio y el entrañable señor Contreras, que le pide su ayuda para localizar a un antiguo compañero de trabajo desaparecido cuando hacía averiguaciones sobre las condiciones de jubilación de la empresa en la que ambos trabajaban.

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Recogí los cargadores y los embutí en los bolsillos de mi chaqueta. Podían quedarse en la guantera del Impala por el momento. Quité las malolientes sábanas del delgado colchón, las tiré debajo de la cama y en su lugar puse las mías. Me pareció bastante divertido que alguien tan descuidado como yo estuviese últimamente invirtiendo tanta energía en limpiar las casas de otras.

La habitación ostentaba un antiguo escritorio de contrachapado forrado con periódicos que databan de 1966. Fascinada, leí parte de un artículo sobre el discurso de Martin Luther King en el Campo del Soldado. Recordaba ese discurso: yo había sido una de las cien mil personas que había estado allí para oírlo.

Pero esa noche no era el momento más adecuado para la nostalgia. Alcé la vista de la mugrienta hoja y pasé la mano por los cajones para ver si Mitch había dejado algún documento revelador. Lo único que saqué fue un tiznón negro de la mugre acumulada. Decidí dejar mi ropa -en realidad sólo una camiseta limpia y la ropa interior- en la maleta.

Escruté la habitación en busca de algún posible escondrijo, levantando trozos sueltos de linóleo, examinando las tiras de las endebles persianas. Nada de todo eso podría ocultar algo más que un kleenex. El pequeño fajo de papeles que Mitch había considerado lo bastante importante como para llevárselo consigo debió de ser el súmmum de sus posesiones secretas. Y habían volado. Hacia su hijo, o quizá un sucedáneo de él.

Una vez terminada mi inspección, dejé la maleta sin cerrar. Sabía que la señora Polter estaría allí hurgando en ella tan pronto como me marchara; no quería que hiciera saltar el resorte para abrirla. El bote de detergente y el trapo los dejé en el suelo.

Había cuatro habitaciones en esa planta. Una pálida luz se filtraba levemente bajo una de las puertas, y una radio sintonizada en una emisora hispana sonaba suavemente. Alguien roncaba potentemente tras la puerta de la segunda, pero la tercera parecía vacía. Quizá era sólo su desesperación por la pasta lo que había convencido a la señora Polter de dejarme estar allí, me había pedido veinte dólares más de lo que había pagado por Mitch en cuanto me presenté en la puerta.

Mi casera estaba mirando la televisión cuando bajé las escaleras. El aparato en color exhibía lucha libre profesional. La luz procedente de la pantalla superaba con creces los miserables esfuerzos de la única lámpara de la habitación.

La señora Polter me sintió acercarme pese a los gritos de los hinchas en el programa y se volvió hacia mí.

– ¿Te vas, cielo? -no se molestó en bajar el volumen.

– Ajá.

– ¿Adónde vas?

Salí con lo primero que me vino a la mente.

– A un velatorio.

Me observó atentamente.

– ¿No es una hora muy extraña para eso, cielo?

– Es que era un tipo bastante extraño. No sé a qué hora volveré -me di media vuelta para irme.

Intentó levantarse del sillón.

– Si alguien pregunta por ti, ¿qué tengo que decirle? Sentí una punzada bajo el cuero cabelludo y regresé al salón.

– ¿Y por qué supone que van a venir preguntando por mí, señora Polter?

– Yo… tus amigos, quiero decir. Una chica joven como tú debe tener un montón de amigos.

Me apoyé en la pared y me crucé de brazos.

– Mis amigos tienen algo mejor que hacer que venir a molestarme cuando estoy trabajando. ¿Quién se iba a presentar aquí?

– Cualquiera. ¿Cómo voy a saber yo a quién conoces?

– ¿Por qué ha decidido dejarme venir aquí, si va contra sus reglas? -ya había estado hablando a gritos para hacerme oír por encima de la televisión, pero ahora mi voz se elevó un decibelio más.

Sus mejillas color tabaco se estremecieron. ¿De ira? ¿De miedo? Era imposible saberlo.

– Tengo buen corazón. Puede que no estés acostumbrada a ver gente que tenga buen corazón en esa clase de trabajo tuyo, así que cuando lo ves, no lo reconoces.

– Pero lo que sí oigo es un montón de mentiras, señora Polter, y de lo que estoy segura es de que las reconozco cuando las oigo.

Se abrió una puerta detrás del televisor y un hombre gritó con voz trémula:

– ¿Todo va bien, Lily?

– Sí, estoy bien. Pero no me vendría mal una cerveza -miró en dirección a la voz y luego hacia mí-. Es Sam. Es mi más antiguo inquilino y le gusta estar un poco al tanto. Vas a llegar tarde al velatorio de tu amigo si te entretienes aquí hablando toda la noche. Y no des portazo cuando vuelvas, tengo el sueño ligero.

Se volvió con determinación hacia el televisor, utilizando el mando a distancia para subir el volumen. Contemplé los bultos de grasa de sus hombros, intentando pensar en algo que pudiera forzarla a decir la verdad.

Antes de que se me ocurriera nada salió Sam con la cerveza, arrastrando los pies. Llevaba un pantalón de pijama y un albornoz descolorido y remendado. Su expresión era totalmente indiferente; me dirigió una breve ojeada, le alargó la cerveza a Lily, y volvió a meterse en cualquiera que fuese el antro que habitaba. La señora Polter se echó la cerveza al gaznate en un solo y largo trago, y luego arrugó la lata con la mano. Ya sé que últimamente las hacen de un material muy ligero, pero sentí que me estaba haciendo una advertencia.

Había dejado el Impala al final de la calle. Antes de subir di media vuelta y volví a la casa. La cortina de la ventana se agitó bruscamente. La señora Polter me estaba observando, pero ¿para quién?

Tal vez el hijo de Mitch hubiera llegado realmente a la ciudad. Me imaginé a alguien que hubiese llegado a la edad adulta lleno de resentimiento, sin perdonar el insulto del abandono, obsesionado por el deseo de venganza. Intentando hablar con Mitch, enfureciéndose con su entrega a la bebida. Golpeando a Mitch en la cabeza y tirándole al canal.

Giré por Damen. Si eso era cierto, ¿por qué Chamfers se negaba de esa forma a hablar conmigo? ¿Quién había golpeado a Lotty, y por qué? ¿Y quién andaba tras de mí esa mañana? Un hijo obsesionado no parecía encajar con esa descripción.

Las calles estaban casi desiertas a esa hora de la noche, aunque el tráfico seguía rugiendo en la vía rápida elevada de Stevenson. Una vez que salí de Damen tuve las calles para mí sola. La plaza Treinta y uno disponía incluso de espacio para aparcar un viejo y enorme Impala sin hacer maniobra. Lo acerqué al bordillo y saqué del maletero el cinturón con el equipo. Comprobé dos veces la linterna, me aseguré de que las ganzúas estaban bien fijas al cinturón y me coloqué una gorra de los Cubs inclinada sobre la frente para que la luz no se reflejara en mi cara.

Con el corazón a cien, me alejé del resplandor de las farolas recorriendo Damen hasta el camino cubierto de malas hierbas junto al canal. La exuberante hierba y el agua negra me erizaron el pelo con más nerviosismo del que justificaba la misión en sí -aunque el momento de entrar en acción, cuando una pasa del pensamiento al hecho, siempre me encoge el estómago.

Utilizando lo menos posible la linterna, me abrí paso a lo largo de la barrera rota que me separaba del canal. En realidad, Diamond Head estaba tan cerca de la casa de la señora Polter que podía haber ido a pie. Mitch también debió de tener eso en cuenta cuando apareció en su puerta.

Detrás de mí discurría la avenida Stevenson. Los pilares de hormigón parecían amplificar el estruendo de los camiones, cargando el aire con su rugido, cubriendo el latido de mi corazón que me golpeaba en el pecho y el ruido de las latas o las botellas que mis pies entorpecidos por los nervios pateaban. Empuñé la Smith & Wesson. No había olvidado las palabras del detective Finchley, de que esa zona estaba infestada de drogadictos.

No me topé con ningún flipado. Las únicas señales de vida aparte del tráfico de la autovía eran las ranas que espantaba en la espesa hierba y la luz ocasional de alguna barcaza que pasaba. Me deslicé por detrás de Gammidge Wire, el vecino inmediato de Diamond Head Motors, hasta el lugar en que una estrecha lengua de cemento terminaba en el canal.

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