Esforzando la vista bajo la pálida luz para seguir la trayectoria de la grúa, noté cierto movimiento por encima de mí. Alguien había surgido de las tinieblas del piso superior y estaba bajando por una escalera metálica incrustada en la misma pared. No miró a su alrededor, sino que se dirigió directamente a las naves y empezó a abrir las puertas.
Me empecé a sentir incómodamente expuesta e inicié un retroceso de espaldas hacia el pasillo. En el preciso momento en que me alejaba de la entrada, el hueco de carga se inundó de luz.
Nerviosa, eché un vistazo por encima del hombro. No había nadie detrás de mí. Di media vuelta y corrí por el pasillo, pegándome a la pared sur para ocultarme lo más posible a la vista.
Al llegar al pasillo principal me detuve para recuperar el aliento y volverme a orientar. Si giraba a la derecha llegaría a un cruce en forma de T; un par de giros más y habría llegado a las oficinas administrativas. O podía ir hacia la izquierda, lo que me conduciría a la entrada principal con las escaleras de hierro que llevaban al piso superior.
El problema estaba en que quería ver los dos sitios. Que estuviesen cargando camiones a media noche en una fábrica que parecía desierta era algo que merecía un examen más detenido. Si decidía ir primero a las oficinas, podían terminar lo que estuviesen haciendo con los camiones antes de que yo volviese allí. Por otro lado, si alguien me veía observando los camiones tendría que huir sin examinar los archivos de Chamfers. Tenía que elegir. Giré a la izquierda.
Los suelos eran tan espesos que no dejaban pasar mucho ruido. No oía ninguna voz de arriba, pero cada pocos minutos se oía un golpe sordo cuando alguien descargaba un objeto pesado. Me moví rápidamente, sin preocuparme de que alguien de arriba me fuese a oír. Incluso volví a estornudar sin tratar de reprimirme.
Volví a tomar precauciones ante la puerta que me separaba de la entrada principal. Metal macizo, a ras del suelo, sin ninguna cerradura por la que pudiese mirar. Su cerrojo de seguridad se cerraba desde fuera pero podía abrirse desde mi lado. Moviéndome con infinita cautela, descorrí el cerrojo… y conté hasta diez. Nadie gritó ni se me abalanzó encima.
Giré lentamente el pesado picaporte metálico, entornando la puerta sólo lo suficiente para echar un vistazo alrededor. No estaba hecha precisamente para espiar, ya que el picaporte quedaba a la altura del pecho y obstaculizaba la vista. Observé lo mejor que pude los alrededores. Al parecer no había moros en la costa. Todos los ruidos que había estado oyendo parecían proceder del piso superior.
Abrí un poco más la puerta y me colé por ella, reteniéndola con la mano para cerrarla suavemente. El pestillo se cerró con un leve chasquido. Me quedé inmóvil. Creía haber dejado abierto el cerrojo, pero al parecer se había corrido tan pronto como solté mi pulgar. Ahora estaba encerrada en la parte más recóndita con quienquiera que me estuviese esperando. Como esa entrada, muy expuesta a la vista, era el peor sitio donde manipular un cerrojo complicado, tendría que apañármelas. Lo peor que se puede hacer en esos casos es culparse a sí misma. Cometes un error, pues punto y aparte y a otra cosa, no te destroces la moral con recriminaciones.
Como la puerta se abría detrás de la escalera, no podía saber si había alguien o no en la escalera. Ahora oía voces, sólo gruñidos o gritos apagados como «¡sujétalo!» y «¡mierda!», seguidos de un golpe sordo. Abandoné mi santuario. La puerta delantera estaba entreabierta. Desde allí podía vislumbrar dos o tres coches, pero el ángulo era demasiado estrecho y la luz demasiado débil para poder distinguir si había visto alguno de ellos antes.
La puerta que había al subir la escalera, que en mi anterior visita estaba cerrada, estaba ahora abierta de par en par. Desde abajo sólo podía vislumbrar un metro o así más allá. No parecía haber nadie justo detrás. Pegándome a un lado de la escalera, subí tan silenciosamente como pude.
Subí los últimos escalones a gatas y me tumbé en el suelo para mirar dentro. Un pasillo sin luz conducía desde la puerta a una zona abierta brillantemente iluminada. Los gruñidos y golpes procedían de allí. También se oía más lejos el rechinar de las grúas. Un puñado de hombres se movían lentamente más allá de la entrada, maniobrando una gigantesca argolla.
El propio pasillo era una franja despejada de un pequeño almacén. A ambos lados se vislumbraban formas gigantescas del tamaño de una vaca. Eran probablemente viejas máquinas, pero la luz procedente de abajo proyectaba detrás de ellas sombras grotescas, no de vacas, sino de monstruos de las primitivas marismas que dieron origen a Chicago. Esa fantasía hizo que me estremeciera.
Esperé a que los cuatro pares de piernas que tenía enfrente terminaran de mover la argolla, y luego me incorporé y me deslicé hasta una sombra cercana. El bulto que tenía delante era decididamente de metal, y no de carne, y estaba cubierto de una espesa capa de polvo. Me tapé con fuerza la nariz para reprimir otro estornudo.
Mis ojos ya estaban lo suficientemente acostumbrados a la penumbra como para distinguir las principales formas, pero no los pequeños trozos de escombros que cubrían el suelo. Esa zona parecía haber sido la escombrera de Diamond Head durante años. Al moverme sigilosamente por el suelo no paraba de tropezarme con tubos, trozos de alambre y otras cosas que sólo podía adivinar. Finalmente encontré una posición desde la que podía ver una buena parte de la zona iluminada.
Veía la gran repisa construida por encima del muelle de carga. Ésta conducía a otro almacén más grande, que estaba fuera de mi vista. Al parecer había cuatro hombres manejando a mano unos elevadores para mover unas grandes bobinas hasta el borde. Eso también quedaba fuera de mi campo visual, pero supuse que la grúa las transportaba hasta el piso inferior, donde podían ser cargadas en los camiones.
Por el tamaño de una de las bobinas que pasaron frente a mí mientras observaba, no imaginé que pudieran meter más de una en cada camión. De hecho, era el tipo de carga que suele transportarse en una plataforma. No entendía cómo se proponían subirlas a los tráilers, ni cómo iban a poder asegurarlas. Tampoco sabía lo que había en ellas. ¿Qué es lo que podía ir empacado así? Algún tipo de metal enrollado.
Estiré el cuello, tratando de ver si había algo escrito en ellas. «Paragon» estaba impreso en letras tan grandes que no las advertí de inmediato. Paragon. La empresa de aceros cuyo encargado no quería hablar de Diamond Head. ¿Quizá porque sabía que la compañía de motores estaba sacando material de Paragon y vendiéndolo en el mercado negro?
Sin avisar, el estornudo que había estado reprimiendo estalló con la intensidad de una ráfaga de ametralladora. Esperaba que el ruido de la cinta transportadora ahogara el mío, pero dos de los hombres estaban al parecer justo al otro lado de la entrada. Llamaron a los otros, con voces demasiado audibles. Breve discusión: ¿habían oído algo o eran sólo imaginaciones?
Me agazapé tras un gigantesco cepillo metálico. El recurso del avestruz. Si yo no podía verlos, ellos no me verían a mí.
– ¡Qué puñetas, Gleason! ¿Quién puede haber ahí?
– Ya te he dicho que ha llamado el jefe para avisarme de que ha estado una detective fisgoneando por aquí, y que ha llegado a sus oídos que podría estar esta noche por los alrededores.
El que había hablado primero soltó una carcajada.
– Una detective. No sé quién está más loco, si Chamfers o tú. Si con eso te quedas satisfecho, podemos echar un vistazo alrededor, ¿quieres que te coja la mano? -espetó las últimas palabras con violento sarcasmo.
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