Sara Paretsky - Ángel guardián

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La detective Victoria Warshawski, mujer independiente, solitaria, aparentemente dura e incapaz de ordenar su vida doméstica y sentimental, vuelve a hacerse cargo de la causa de los desheredados encarnada en dos de sus vecinos: una anciana que vive sola con sus perros y cuya presencia incomoda a los nuevos residentes del barrio y el entrañable señor Contreras, que le pide su ayuda para localizar a un antiguo compañero de trabajo desaparecido cuando hacía averiguaciones sobre las condiciones de jubilación de la empresa en la que ambos trabajaban.

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La acritud de sus palabras devolvió algo de sangre a mis mejillas y me despejó momentáneamente la mente.

– Muy bien, Finchley. He querido llamarte esta noche porque tú… no, fue Rawlings aquí presente, pero pensé que tú estarías al tanto, llamó a la doctora Herschel para quejarse de que me estaba guardando algo. ¿Te han dado el recado?

Asintió enérgicamente con la cabeza.

– Lo que quería decirte es que alguien pasó por la pensión donde vivía el viejo y arrambló con todos sus papeles. Un tipo que pretendía ser su hijo. ¿Por qué había de hacerlo? Los papeles que lleva encima un paria no tienen valor. Y luego, cuando vuelvo a la pensión, la dueña llama al jefe de Diamond Head para decirle que he vuelto a los andurriales. Se lo decir a los tipos en la fábrica cuando estaba allí esta noche. Sé que una gran compañía del acero está invirtiendo pasta en ellos y veo unas bobinas de cobre que desaparecen en mitad de la noche con el nombre de esa compañía del acero estampado en un lado.

Aparté la manta de mis ojos y me volví hacia Rawlings.

– Y mientras tanto, a Eddie Mohr, el antiguo jefe de taller, le roban el coche unos matones que aporrean a Lotty Herschel de mala manera. Eso fue en tu zona, Rawlings, ¿te acuerdas? Así que, tíos, decidme vosotros qué es lo que pasa.

– ¿Cómo sabes que no era su hijo? -Rawlings pasó por alto todo el rollo de Paragon y fue directamente a lo menos importante.

– No lo sé. Pero el hijo se crió en Arizona. Hacía treinta y cinco años que no sabía nada de su viejo. Finchley, aquí presente, no trató de comunicarse con él. ¿Cómo ha sabido que tenía que aparecer ahora? Y sobre todo, ¿cómo ha encontrado la pensión de mala muerte donde Kruger fue a dar con sus huesos sólo ocho días antes?

Me callé un momento, buscando en las profundidades de mi fatigada sesera algún dato esencial. Lo pesqué en el preciso momento en que Neely volvió al cuarto y se inclinó sobre el hombro de Finchley.

Me volví hacia Rawlings.

– Identificamos a Mitch Kruger el lunes. El supuesto hijo fue a casa de la señora Polter el martes. Aunque alguien hubiese llamado al hijo a Arizona, ¿cómo pudo llegar tan rápido? A menos, por supuesto, que ya estuviese aquí, después de haber matado a su padre.

– No te sulfures, señorita W., no te sulfures -Rawlings se acercó a Finchley y a Neely para unirse al conciliábulo.

Mientras hablaban, mi súbito arranque de energía se extinguió. Volví a acurrucarme bajo la manta, estremeciéndose de fatiga la piel de mis brazos. El delgado y musculoso cuerpo de Finchley estaba inmóvil como una estatua, como uno de los Budas del Art Institute.

Había visto los Budas por primera vez cuando tenía seis años y mi madre me llevó a la ciudad a ver las obras maestras del Renacimiento italiano. Estaban colocados a la entrada de la sala principal. Sus rostros eran tan tranquilos, tan inmutablemente benignos, que me daban ganas de acariciarlos. Gabriella no podía entender mi fascinación por ellos: estábamos allí para que yo experimentara la gloria de sus ancestros, y no para extasiarme ante formas menores del arte.

El Buda creció y me hizo una seña. Me solté de la mano de Gabriella y me subí a su regazo. Una mano de piedra fría me asió mientras una voz aplacadora me musitaba grandes verdades. «Cuando despiertes lo recordarás todo, hija, todo lo importante.» No dejaba de acariciarme con su mano fría y de repetir el mantra, hasta que tomé conciencia del brazo de Rawlings que me rodeaba y su voz profunda conminándome a despertarme.

– Tienes que irte a la cama, Warshawski. Así no eres de ninguna utilidad para nadie. ¿Quieres que te acerque a casa?

– Llévame a un motel -susurré-. No quieres creer que estén tras de mí, pero esta mañana me han dado caza. Ayer por la mañana. Pregúntale a Barbara, del Belmont Diner, te dirá que es verdad.

– ¿Conoces un motel donde te dejen entrar con esta pinta? Ni siquiera llevas zapatos. Más vale que me dejes llevarte a casa, Nancy Drew. Si estás verdaderamente preocupada haré que alguien haga una ronda por tu casa cada veinte minutos.

Me sentía débil e indefensa, abandonada por el Buda. Luché contra mi impulso por desplomarme al suelo llorando.

– Más vale que subas conmigo hasta mi apartamento. No estoy en condiciones de enfrentarme con nadie que se me eche encima esta noche.

– Vale, chica, vale. Escolta policíaca personal. Protección las veinticuatro horas, al menos hasta que vuelvas a salir de tu guarida. Venga, vamos a casa. El detective Finchley tiene que pensar un poco. Es un trabajo pesado y no le gusta tener espectadores.

Miré a Finchley.

– Entonces, ¿me crees? ¿Qué te ha dicho Neely?

Se permitió una leve sonrisa.

– Ingresó un hombre en el Christ Hospital a eso de las dos y media con una bala en el muslo izquierdo. Pretende que se le disparó accidentalmente la pistola cuando la estaba limpiando. Podría ser tu tipo, o… podría ser lo que él dice.

– En cuanto al resto de tu historia… no es una historia, Vic. Es sólo otra forma de enfocar una empresa y una muerte. Pero volveré a echarle un vistazo. Ahora, deja que Conrad te lleve a casa. Ha estado fuera de sí desde que oyó que te habían sacado del caldo.

Sólo una forma distinta de considerar la misma historia. Rawlings no estaba furioso conmigo, sólo preocupado. Quizá el Buda estaba cuidando de mí, después de todo.

– Quiero mi pistola, Terry. Tengo permiso de armas -eché a un lado la manta de caballo y busqué mi billetera en mi bolsillo trasero. Estaba pegajosa por el barro y el agua. La abrí y traté de separar las diferentes piezas de identificación y tarjetas de crédito de sus pliegues empapados.

Finchley me observó maniobrar durante un minuto o dos, luego se ablandó y me tendió la Smith & Wesson.

– Tendría que hacer que balística comprobara la bala que han extraído en el Christ Hospital. Y luego tendría que arrestarte por agredir al tipo.

– Y luego me las vería ante un gran tribunal para probar que fue en defensa propia, y sus cinco compinches serían los únicos testigos.

– Es tentador, Vic, muy tentador. Apuesto a que el teniente me ascendería por eso. Ten cuidado la próxima vez que dispares este cacharro.

– Sí, detective -asentí sumisamente. Saqué el cargador y lo embutí en el bolsillo de mi vaquero antes de volver a poner el revólver en su funda. Una pistola oxidada podía tener algún lamentable fallo.

Rawlings recogió la manta y me la colocó sobre los hombros. Me apoyé agradecida en su fuerte brazo al dirigirme hacia la puerta.

El fuerte brazo de la ley

Estaba tan exhausta que hasta después de varios minutos de estar forcejeando inútilmente con mis llaves no me di cuenta de que algo fallaba.

– Alguien ha intentado forzar la puerta, pero lo único que ha conseguido es romper la cerradura.

Tenía los labios hinchados por la fatiga; las palabras salían como un incomprensible balbuceo. Rawlings echó un vistazo al marco de la puerta y vio inmediatamente el destrozo. Se puso a chillar órdenes en su radio portátil antes de que yo me diese cuenta.

Tapé el micrófono con la mano.

– Ahora no, sargento, por favor. Necesito dormir, no puedo soportar a más funcionarios o protectores esta noche. Podemos dar la vuelta por la parte de atrás, ver si podemos entrar por allí. Y si no… dormiré en el sofá del señor Contreras -compartiendo mi descanso con el fantasma de Mitch Kruger. La idea me hizo estremecer.

Rawlings me miró dubitativamente.

– Veamos si encontramos algo por la parte de atrás -contemporizó.

Mis piernas parecían haberse independizado del torso. Se movían por lerdos impulsos, como de robot, pero mostraban una lamentable tendencia a doblarse sin avisar. Rawlings, con la pistola en su mano derecha, no había dejado de sostenerme con el brazo desde mi primer desplome. Cuando vio lo débil que estaba, cogió el coche para dar la vuelta a la manzana hasta el callejón de atrás.

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