– ¡Vic, por favor! -la aspereza de su voz me sobrecogió-. En estos momentos no puedo ayudarte. Lo siento. Siento mucho de veras que hayas tenido una noche tan terrible. Ojalá pudiera hacer algo por ti… pero yo misma estoy demasiado hecha polvo como para ser capaz de ayudarte.
– Yo… Lotty… -pero ella ya le había pasado el teléfono a Max.
Se puso al habla con una amabilidad inesperada, disculpándose incluso por su rudeza la noche en que Lotty había sido agredida.
– Las dos pensáis que la otra es invencible, y al daros cuenta de que no es así ambas sufrís -añadió-. Lotty… bueno, ahora mismo no se encuentra muy bien. No está enfadada contigo, pero necesita sentirse enfadada para mantener una apariencia de funcionamiento. ¿Puedes entender eso? Dale algo de perspectiva, algo de tiempo.
– Supongo que es lo que tendré que hacer -dije amargamente.
Después de colgar me quedé inmóvil en medio de la habitación sujetándome la cabeza con las manos, tratando de impedir que su hirviente contenido se me derramara por las sienes. No podía quedarme en ese apartamento ni un minuto más, eso estaba claro. Embutiendo algo de ropa al azar en una bolsa para la noche, junto con un cargador adicional, me lancé escaleras abajo. Cogería el tren aéreo hasta O'Hare y me subiría al primer avión donde hubiese una plaza libre.
Pensé en salir sin que se enterara el señor Contreras, pero decidí que eso no sería justo con el viejo. No tenía que haberme preocupado por eso: tenía la puerta abierta de par en par antes de que llegara a su descansillo.
Me examinó con los brazos en jarras.
– Así que has cogido y te has tirado al canal, ¿eh? Después de hacerme creer que ibas a quedarte quieta unos días. No soportaré muchas más noches como la pasada, eso tenlo por seguro. No creas que me voy a disculpar por haberle hecho quedarse a ese sargento Rawlings, porque no pienso hacerlo. Si no puedes compartir tus planes con nadie, lo menos que puedo hacer es conseguir que los polis cuiden de ti.
– Gracias, aprecio su preocupación. Aunque he dormido hasta el mediodía sin saber que había un poli en mi sofá. Estoy segura de que esa percepción subliminal es lo que me ha permitido descansar.
Gruñó con exasperación.
– Vamos, no me vengas con tu pedante jerga. Sé que no lo haces más que cuando estás cabreada, pero a mí no me la das. Yo soy el único que se entera de pronto, a las cinco de la madrugada, de que has estado a punto de matarte. Una vez más.
– ¡Por favor! -grité con más rudeza de la que quería-. Ahora no puedo soportar que me sigan hostigando.
Empezó a perorar, que tendría que aprender a soportarlo hasta que fuera capaz de tener en cuenta cómo se sentía él, o al menos de preocuparme… pero mi angustia debía estar escrita claramente en mi cara. Al cabo de un minuto se interrumpió y me preguntó cuál era el problema.
Traté de reunir fuerzas para sonreír.
– Dura noche la pasada, y demasiada gente acosándome ahora mismo.
– Sería más fácil para mí no ser uno de ésos si supiera en lo que andas.
Cerré un instante los ojos, como si con eso pudiera hacer desaparecer el mundo. Pero cuanto antes empezara con mi relato, antes acabaría.
– Me colé en Diamond Head. Para eso tuve que dar un salto acrobático hasta una ventana a tres buenos metros del suelo. Luego me colgué de una bobina de cobre suspendida de una grúa, me descolgué por los cables de suspensión para no ser aplastada contra la pared, y me tiré al canal para no ser atropellada por un coche. Ya sé que es usted un gran tipo, estoy segura de que es estupendo conmigo, pero si le hubiera contado mis planes se habría empeñado en venir conmigo. Y sencillamente, no está a la altura de la acción. Lo siento, pero es así.
Sus ojos se humedecieron inesperadamente. Giró la cabeza para que no le viera enjugarse las lágrimas. Estupendo. Ahora todo el mundo estaba llorando al unísono. Incluida yo.
– Ay, no entiendes, pequeña. Me preocupo por ti, bah, qué carajos, sabes que te quiero. Ya sé que tengo a Ruthie y a mis nietos, pero ellos no son parte de mi vida diaria como tú -hablaba girando la cabeza hacia otro lado; tenía que esforzarme por oír lo que decía.
– Yo crecí en tiempos distintos a los tuyos. Sé que a ti te gusta cuidarte sola, pero me duele saber que no puedo cuidarte, que no puedo ir colándome por las ventanas contigo. Hace veinte años… ¡bah!, pero de qué sirve quejarse. Algún día también te llegará a ti, y entonces sabrás lo que quiero decir. Bueno, te llegará si no dejas que alguien acabe antes contigo.
Lo llevé suavemente hasta la sala de estar y le hice sentar en el sillón mostaza. Me arrodillé junto a él, con la mano en su hombro. Peppy , que sintió su angustia, abandonó brevemente a sus retoños para venir a olerle las rodillas. La acarició distraídamente. Tras unos minutos de calma sonrió con un heroísmo desgarrador.
– Así que te quedaste colgando de la grúa, ¿eh? Me hubiera gustado ver eso. ¿Quién había allí? ¿Qué fue lo que te obligó a hacerlo?
Le hice un rápido resumen de mi velada.
– ¿Para qué se estarían llevando tanto cobre? Finchley dice que es «parte normal del negocio», pero a mí no me cabe en la cabeza; no están haciendo turnos de noche. Y lo que deberían estar descargando son unos lindos motorcitos, y no enormes bobinas de cobre.
– Sí, así es. Además, ellos no utilizan tanto cobre. Parece como si alguien lo estuviese almacenando allí. Sabes, esa vieja plataforma de arriba, donde te pillaron, no la habían utilizado para cargar desde la guerra, la Segunda Guerra Mundial, quiero decir, cuando hacían tres turnos para intentar mantenerse a flote. Cualquiera que conozca la fábrica sabe que esa planta superior está disponible para almacenar lo que sea. Ya sabes, si alguien estuviese robando algo y quisiera tenerlo escondido durante un tiempo.
Me mordí un nudillo. Eso tenía tanto sentido como cualquiera de las cosas que se me habían ocurrido.
– Las bobinas llevaban todas la etiqueta «Paragon». ¿De dónde podían proceder?
– ¿Paragon? -sus pobladas cejas grises se enarcaron-. Paragon era propietaria de Diamond Head. La compraron más o menos cuando yo me jubilé. Y luego se la vendieron a algún tipo hará un año o así. Recuerdo haberlo leído en el Sun-Times , pero ninguno de los nombres me sonaba ya, por eso no los memoricé.
– Jason Felitti -dije mecánicamente, pero mis ojos brillaban de rabia. ¿Eran propietarios de la puñetera compañía, y Ben Loring no me podía decir ni mu sobre la jodida relación entre Paragon y Diamond Head? Descargué un puñetazo furioso sobre el brazo del sillón.
El señor Contreras me miró con preocupación, y entonces le expliqué mi abortada conversación con el gerente de la compañía del acero.
– ¿Conoce a algún rufián de Diamond Head que pudiera tomar parte en ello? Estoy segura de que los tipos de la planta comentan algo, algo tuvo que oír.
Sacudió la cabeza con pesar.
– Sabes, pequeña, de eso hace mucho. Y, como te he dicho, Paragon entró cuando yo ya estaba saliendo.
Nos quedamos en silencio durante unos minutos. Peppy volvió a sus cachorros. Ahora tenían ya casi tres semanas y empezaban a explorar. Tuvo que recuperar a un par de ellos que se habían extraviado por la sala de estar, devolviéndolos delicadamente al nido con sus fuertes fauces.
– ¡Ah! pequeña, he olvidado decírtelo. Le pregunté a una de las vecinas respecto a Chrissie Pichea. Eso de si tenía un trabajo, ya sabes.
Aparté mi pensamiento de las iniquidades de Ben Loring y procuré pensar en Todd y Chrissie Pichea.
– ¿Y bien?
– No que ellas sepan. Pero la señora Tertz y la señora Olsen dicen que es majísima, que quiere aconsejarles en sus inversiones, así que se preguntaban si no habría hecho ese tipo de trabajo antes de casarse.
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