Sara Paretsky - Ángel guardián

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La detective Victoria Warshawski, mujer independiente, solitaria, aparentemente dura e incapaz de ordenar su vida doméstica y sentimental, vuelve a hacerse cargo de la causa de los desheredados encarnada en dos de sus vecinos: una anciana que vive sola con sus perros y cuya presencia incomoda a los nuevos residentes del barrio y el entrañable señor Contreras, que le pide su ayuda para localizar a un antiguo compañero de trabajo desaparecido cuando hacía averiguaciones sobre las condiciones de jubilación de la empresa en la que ambos trabajaban.

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Vinnie estaba llegando cuando yo salía. El señor Contreras y yo nos quedamos los dos mirándole fijamente, tratando de imaginárnoslo como un cerebro del fraude. Con su temo de verano gris pálido y su corbata pulcramente anudada parecía tan plúmbeamente gremial, que tuve que desistir.

– Buenas, Vinnie -dije ingeniosamente-. ¿Tienes alguna recomendación que hacernos para invertir?

Me dirigió una mirada glacial.

– Vende tu parte en la comunidad, Warshawski. El barrio está prosperando y no podrás pagar tu contribución.

Me reí, pero sentí que el señor Contreras se erizaba. Al cruzar la puerta oí una diatriba que empezaba con «jovencito…» y podía terminar quién sabe cómo.

Me acerqué a la esquina de Belmont y Halsted para coger el tren de cercanías. Al parecer nadie me estaba siguiendo. Me dolían las piernas al subir las escaleras hasta la plataforma. El señor Contreras tenía razón: llegaría el día en que ya no sería capaz de colgarme de los candelabros, ya sentía en mis músculos que se estaba avecinando.

La climatización del tren que cogí no funcionaba y las ventanas no se abrían. Esa noche jugaban los Sox en su campo. Sus alegres hinchas en vaqueros cortados se habían unido al flujo de viajeros de cercanías, convirtiendo el trayecto en una sofocante angustia.

Al bajar en la calle Treinta y uno, me alegré tanto de estar fuera que decidí ir andando hasta el Impala. Hice un amago de señal al autobús al salir de la estación, pero me alegré de no ser una de esas sardinas verticales apretujadas en una noche tan asfixiante.

Mis Nikes estaban en el fondo del canal. Los mocasines que llevaba puestos no me ofrecían una gran sujeción. Empezaron a dolerme los pies a mitad de camino hacia el coche, pero seguí penosamente andando, sin detenerme en las paradas de autobús. El cielo vespertino empezaba otra vez a cubrirse de nubarrones. Las primeras gotas empezaron a caer cuando llegué a Damen. Recorrí a la carrera la media manzana que me quedaba hasta la plaza Treinta y uno, donde había dejado el coche. Al parecer nadie lo había saqueado. Durante mi viaje al sur me había estado preocupando por eso, preguntándome si Luke aceptaría jamás arreglarme el Trans Am si su propio y amado bebé sufriera algún daño.

Llevaba las llaves en el bolsillo de los vaqueros cuando me tiré al agua. El llavero estaba oxidado, pero el encendido respondió a la primera. También había salvado las llaves de la señora Polter. El nudo que había hecho en la trabilla de mi cinturón había resistido a mis tribulaciones del viernes por la noche.

Cuando llegué a su casa en la calle Archer caía una espesa cortina de agua. Subí a todo correr las desvencijadas escaleras, resbalándome sobre la gastada madera con mis mocasines. Estaba hecha una sopa antes de llegar arriba. Mis dedos, embotados por el frío del chaparrón, tantearon torpemente la cerradura de la puerta de entrada.

Cuando quise abrirla, la señora Polter estaba esperando al otro lado. El vestíbulo estaba tan oscuro que apenas se veía, pero el resplandor procedente de la calle se reflejó en el extintor que estaba apuntando en mi dirección. Me cubrí la cabeza con los brazos para proteger mis ojos, y arremetí contra su estómago por debajo de sus brazos extendidos. Fue como hincar la cabeza en un colchón. Ambas gruñimos. Giré bajo sus axilas y le arrebaté el extintor.

– Señora Polter -resoplé-, qué amable es en recibirme personalmente.

– Estás empapada -proclamó-, estás chorreando por todo el suelo.

– Es el canal. Sus amigos me han empujado al agua, pero he conseguido salir. ¿Quiere que hablemos de eso?

– No tienes ningún derecho a entrar aquí a la fuerza para atacarme. Voy a llamar a la pasma.

– Hágalo, señora Polter. No se corte. Nada me gustaría más que hablar las dos con los maderos. En realidad, estoy esperando que uno de ellos la llame a usted. ¿Ha sabido algo del detective Finchley, del Área Uno?

– ¿El madero negro? Sí, ha estado aquí. Yo no tengo nada que decir a ninguno de ellos.

– ¿A los negros, o a los maderos? -quise hablar con ligereza, pero la imagen del pecho cobrizo de Conrad Rawlings contra el mío me atravesó la mente y me empañó la voz. Procuré reprimir mi rabia: no me iba a dar su información más fácilmente si le echaba un discurso sobre los males del racismo.

– A ninguno. Le dije que si quería hablar conmigo iba a necesitar una orden de registro. Conozco mis derechos, ya se lo dije, y no puede venir aquí a darme la paliza.

– ¿En qué quedamos? ¿No quería llamar a la comisaría para quejarse de mi entrada aquí? ¿O quiere que vuelva con Finchley y una orden? -los dientes me empezaban a castañetear de frío. Eso me dificultaba más concentrarme en la conversación, que de todas formas me estaba pareciendo que no conducía a ninguna parte.

Con uno de sus bruscos giros, la señora Polter dijo:

– ¿Por qué no subes a cambiarte, querida? Arriba tienes algo seco para ponerte. Y luego charlaremos un poquito las dos. Sin meter en esto a los maderos.

Aún tenía el extintor en la mano. Antes de acercarme al oscuro hueco de la escalera, se lo tendí. A esas alturas no pensé que me fuese a atacar ya.

Bajo la bombilla de cuarenta vatios de la antigua habitación de Mitch me quité la ropa empapada y me froté para entrar en calor con una toalla de mi maleta. Por el desorden de la maleta, era obvio que mi casera ya había hurgado en ella.

Me puse la camiseta y el pantalón de chándal limpio, y me pregunté qué hacer con mi pistola. La chaqueta que ocultaba mi funda sobaquera estaba demasiado mojada para volver a ponérmela. Finalmente me sujeté el arma con esparadrapo directamente sobre la piel, donde me rozaba desagradablemente. El suelo crujió al otro lado de mi puerta. Giré y la abrí. Uno de los inquilinos había estado espiándome por la cerradura.

– Sí, tengo tetas. Ahora que has tenido oportunidad de verlas, lárgate con viento fresco.

Me miró parpadeando, nervioso, y retrocedió por el pasillo. Cerré la puerta, pero sin preocuparme por tapar la vista, lo que realmente no quería que viera nadie era mi pistola, pero ya era demasiado tarde para ocultarla.

Tenía un par de calcetines de repuesto, pero no calzado. Mis mocasines estaban demasiado mojados para volver a ponérmelos. Decidí guardarme los calcetines limpios para la vuelta en coche hasta casa. Bajé descalza, en silencio y lentamente, para no cortarme con algún clavo o algún borde suelto del linóleo.

Mi casera estaba viendo una escena de persecución a toda pastilla donde aparecían Clint Eastwood y un chimpancé. Su más antiguo inquilino, Sam, estaba sentado en el sofá, bebiéndose una Miller y riéndose del mono. Cuando la señora Polter me vio llegar detrás de ella, giró la cabeza hacia Sam. Éste se levantó obedientemente, desenganchando un muelle del diván de su raído traje.

Me señaló y luego señaló el sofá. Era el único asiento aparte de su enorme sillón de plástico. Lo miré dubitativamente. Los lugares donde el material todavía cubría los muelles estaban llenos de migas de galletas. Me posé en uno de los brazos, que se bamboleó peligrosamente bajo mi peso.

La señora Polter bajó el sonido a desgana justo en el momento en que Clint y el mono empujaban a otro coche fuera de la carretera. Yo también habría preferido ver eso que hablar conmigo.

– Así que te has tirado al canal, ¿eh?

– ¿No se lo han dicho sus amigotes? Menuda noche pasamos juntos. Cuando intentaron utilizar mi cuerpo como parte de la carretera, decidí que quien lucha y huye vivirá para volver a luchar.

– ¿Quién ha intentado atropellarte? -masculló, sin quitar la vista de la pantalla.

– Milton Chamfers, señora Polter. Usted lo conoce: le telefoneó en cuanto supo algo de mí, para decirle que había vuelto al barrio.

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