– ¡Basta! -rugió Buffalo Bill-. Me acuerdo de usted, jovencita, intentó presentar una locura de argumento sobre que cincuenta mil dólares no significan nada para la empresa y ahora me viene con que un cuarto de millón no significa nada para nosotros. He trabajado por cada céntimo que tengo, y esa tal Czernin puede hacer lo mismo.
– Sí, Bill, por supuesto -dijo su esposa-. Que todos nos enfademos por eso esta noche no va a ayudar a encontrar a Billy. ¿Alguna cosa más, señorita Warshawski?
Tomé un sorbo de café, que ahora estaba frío además de aguado. No soy millonaria, pero jamás serviría semejante brebaje a una visita.
– Gracias, señora Bysen. Marcena Love, que fue encontrada con Bron Czernin ayer por la mañana, visitó a su marido varias veces. Estaba haciendo una serie de reportajes sobre South Chicago para un periódico inglés. Quiero saber de qué hablaron ella y su marido para ver si hubo algo inusual, incluso ilegal, que hubiese visto en el South Side. Podría explicar por qué la atacaron.
– ¿Qué tiene que ver eso con Billy? -dijo la señora Bysen.
– No lo sé. Pero estaba en el coche de su nieto cuando se salió de la calzada debajo de la Skyway. Están relacionados de alguna manera.
La señora Bysen se volvió hacia su marido y le pidió que refiriera sus encuentros con Marcena. No obstante, pese a los discretos recordatorios de Mildred, parecía que sólo habían hablado sobre la Segunda Guerra Mundial y su gloriosa carrera en las fuerzas aéreas.
Estaba cansada, cansada de la discusión, de los Bysen, del pesado mobiliario, y cuando la señora Bysen anunció que ya habíamos conversado bastante estuve tan contenta como su hijo de dar por concluida la velada. William fue a recoger a su esposa diciendo con brusquedad a su madre que Annie Lisa ya debería estar en la cama. Jacqui se fue con ellos. Mientras Mildred y Linus Rankin consultaban con Buffalo Bill, pregunté a la señora Bysen si sus detectives habían registrado la habitación de Billy.
– Su habitación, su ordenador, sus libros. Pobre chico, se esfuerza mucho por llevar una vida cristiana, y no siempre es fácil hacerlo, ni siquiera en una familia cristiana. Estoy orgullosa de él, aunque debo confesar que me duele que no haya recurrido a mí. Debería saber que haría cualquier cosa por ayudarlo.
– Ahora mismo está confundido -dije-. Confundido y enojado. Se siente traicionado en algo fundamental. No me contó nada al respecto, pero me pregunto si Billy piensa que usted le dijo al señor Bysen alguna cosa que le hubiera confiado a usted.
Hizo ademán de ir a protestar pero entonces sonrió resignada.
– Quizá lo hice, señora Warshawski, quizá lo hice. Bill y yo llevamos sesenta años casados; no puedes cambiar toda una vida de confianza mutua. Pero Bill, pese a su rudeza al hablar y sus duras medidas comerciales, es un hombre justo y bueno. Espero que Billy no lo haya olvidado.
Salió conmigo al pasillo, donde su hijo Gary aguardaba con Jacqui. Cuando los mandó en busca de Sneedham para que me acompañara al coche, le pregunté si había una entrada trasera en la finca.
– Los detectives de su hijo me están siguiendo y me gustaría irme sola a casa, si pudiera.
Ladeó la cabeza sin que se le moviera un rizo, pero su rostro mostró un ligero matiz de picardía.
– Son un poco torpes esos hombres, ¿verdad? Hay una entrada de servicio detrás de la casa; la llevará derecha a Silverwood Lane. Abriré el cerrojo desde la cocina, pero tendrá que bajar del coche para abrir la verja. Por favor, ciérrela cuando haya salido; el cerrojo es automático.
Al ver que el mayordomo venía hacia nosotras, de improviso tomó mis manos entre las suyas.
– Señorita Warshawski, si tiene alguna idea de dónde puede estar mi nieto, le ruego que me lo diga. Billy, para mí es… le quiero mucho. Tengo un número de teléfono privado para hablar con mi marido y mis hijos; puede usarlo para llamarme.
Me observó con inquietud hasta que hube anotado el número en mi agenda de bolsillo y luego me dejó en manos del mayordomo.
Arte primitivo
El señor William y su esposa estaban subiendo al Hummer cuando salí. El Porsche pertenecía a Jacqui y Gary, cosa nada sorprendente. El tercer coche, un Jaguar sedán, seguramente era de Linus Rankin. Los demás hijos parecían sentirse lo bastante energéticos o seguros como para ir y venir a pie.
Aguardé a que Gary y William se hubiesen marchado antes de hacer lo propio; no quería que William me viera utilizar el acceso posterior de la casa que conducía a la vía de servicio.
Cuanta tirantez se acumula con los años cuando se vive tan apiñado. El conflicto entre William y su padre era el más evidente, pero William me había dicho que los hermanos se peleaban entre sí; Jacqui, que gastaba con suma liberalidad en vestuario y trabajaba servilmente en su figura, inspiraba su propia dosis de hostilidad en la familia. No era de extrañar que Annie Lisa hubiese buscado refugio en un mundo imaginario, y su hija, en el sexo y las drogas. Pobre Candace, ¿cómo le iría la vida en Corea?
Salí por la verja trasera sin que nadie me viera. Una vez en Silverwood Lane apagué los faros y avancé lentamente por la carretera a oscuras hasta que me incorporé a una arteria principal. Me detuve en la primera estación de servicio que encontré para llenar el depósito del Mustang y comprobar mi ubicación en el plano. Estaba a unos tres kilómetros de una autovía cercana que me llevaría de regreso a la ciudad. Me pareció más sencillo optar por el camino más rápido hasta mi casa que volver a cruzar el entramado urbano hasta la de Morrell, habida cuenta de que estaría pasando la velada en compañía de Don. Saqué el móvil para llamar a Morrell y entonces recordé el consejo que yo misma le había dado a Billy: mi teléfono también emitía una señal GPS fácil de rastrear. Así era como Carnifice, o quienquiera que fuese, seguía mi pista, igual que la de Morrell o la de ambos.
Lo apagué. Se me ocurrió buscar un teléfono público para llamar a Morrell por una línea convencional, aunque si habían pinchado su teléfono también localizarían la llamada. Salí de la gasolinera sintiéndome curiosamente liberada gracias a mi anonimato y me deslicé a través de la noche sin que nadie supiera dónde estaba. Al entrar en la autovía me puse a cantar «Sempre libera» a grito pelado pese a ser consciente de que desafinaba de un modo atroz.
Había tan poco tráfico a esas horas que subí la aguja hasta los ciento veinte, circulando por autovías y autopistas de peaje, aminorando tan sólo en el inevitable nudo de O'Hare, para luego proseguir sin más tropiezos hasta mi salida en veintisiete minutos. Con tan preciso cómputo del tiempo, podría reemplazar a Patrick Grobian controlando a sus camioneros al segundo. Sonreí para mis adentros imaginándome la reacción de la familia si se lo propusiera.
Me pregunté por qué me habían convocado aquella noche. ¿Para demostrar que podían? Desde luego me habían obligado a salir de casa de Morrell, quizá querían que Carnifice volviera a entrar para efectuar un registro más concienzudo. O quizás habían actuado movidos por una sincera preocupación a propósito de Billy. Me figuré que podía ser cierto en lo que atañía a su abuela, pues ni su padre ni su madre habían mostrado ni una décima de la angustia que corroía a Rose Dorrado desde la desaparición de Josie.
Ojalá hubiese aprovechado la oportunidad para hacer más preguntas, como qué había sido del Miata de Billy; ¿lo tendrían en casa como recuerdo o lo habrían vendido como chatarra? Quizá debería ir otra vez al descampado de la Skyway para ver si hallaba algún resto.
Lo habían desmantelado, me había dicho William por la tarde; no quedaba nada del coche. Y lo que hubiese quedado seguramente habría sido examinado bien a fondo por los ultra equipados agentes de Carnifice. Quizá se habían llevado los restos del coche a su laboratorio particular y analizado todas las fibras del suelo para que les dijeran cuándo lo había conducido Billy por última vez. Tal vez se encontrara en algún lugar de las cinco hectáreas de coches del depósito de la calle Ciento tres pero, en cualquier caso, lo más probable era que los restos no estuvieran a mi alcance.
Читать дальше