Sara Paretsky - Fuego

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Victoria Warshawski es una investigadora privada que procede de los barrios del sur de Chicago, donde la inmigración, las drogas, los embarazos adolescentes y el absentismo escolar son una constante. Aquejada de cáncer, la entrenadora de baloncesto del instituto donde ella estudió le pide que asuma el control del equipo femenino, y Warshawski no puede negarse.
El equipo está compuesto por adolescentes de minorías raciales, algunas de ellas con hijos, y todas procedentes de familias humildes. La mayoría de los padres de las chicas trabaja en By-Smart, una cadena de hipermercados que explota y discrimina a sus empleados.

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Avancé despacio, inspeccionando el suelo centímetro a centímetro. Cuando llegué al final de las ramas rotas, me arrodillé; después del entrenamiento me había puesto unos vaqueros viejos ex profeso para la ocasión.

Agradecí los mitones mientras apartaba la maleza e inspeccionaba la zona en busca de algún indicio de… de cualquier cosa. Encontré un trozo pequeño del parachoques delantero; la pintura aún brillaba, distinguiéndolo del aspecto apagado u oxidado de los demás restos metálicos que había por doquier. No significaba nada pero aun así me lo metí en el bolsillo de la parka.

Arriba, el tráfico circulaba lentamente. Era el momento álgido de la hora punta de la tarde y todo el mundo abandonaba el centro a paso de tortuga, camino de los pulcros barrios residenciales de la periferia. También comían y bebían, cosa que sabía porque arrojaban sin ningún miramiento las latas y envoltorios vacíos que flotaban en el aire hasta el mar de basura donde yo me hallaba. Por poco me alcanzó un botellín de cerveza cuando comencé a explorar la zona a la izquierda de las rodadas del coche.

Seguí recogiendo trozos sueltos de papel esperando que el documento que los Bysen estaban buscando hubiese caído fuera del coche mientras lo desmantelaban. No paraba de decirme a mí misma que aquello era fútil, un signo de mi desesperación, pero no podía dejar de hacerlo. Casi todo lo que veía eran anuncios viejos, alfombras orientales por cinco dólares, lectura de manos por diez, lo cual, supongo, indicaba que necesitamos garantías sobre el futuro más de lo que necesitamos cubrir el suelo de nuestras casas; aunque desde lo alto de la Skyway se tiraban toda clase de cosas: facturas, cartas, incluso extractos de cuentas bancarias.

Llevaba en ello cosa de una hora cuando di con los dos libros que había encontrado en el maletero de Billy; La violencia del amor de Óscar Romero y el libro que tía Jacqui había dicho que la había vuelto anoréxica, Cristianos ricos en una era de hambre. Los metí en el bolsillo de la parka. No sabía qué esperaba, pero aquello parecía ser todo lo que iba a en encontrar. Contemplé desconsolada la zona que había estado inspeccionando. Ya no quedaba nada de luz diurna y mis faros también parecían estar perdiendo potencia. Vi un último trozo de papel cerca de donde había encontrado los libros. Lo metí en Cristianos ricos y volví a subir al coche con las piernas entumecidas.

Giré en redondo para enfilar hacia el norte pero detuve el coche mientras el motor se calentaba para ver mi botín. Hojeé a conciencia los libros de Billy esperando hallar algún documento misterioso, su testamento, por ejemplo, revisado para dejar todos sus bienes a la iglesia del Mount Ararat, o una proclama dirigida a la junta directiva de By-Smart. Lo único que apareció fue una serie de notas de Billy en los márgenes del libro del arzobispo Romero con la caligrafía redonda propia de un colegial. Eché un vistazo a las anotaciones, pero lo que acerté a ver con tan poca luz no me pareció muy prometedor.

El papel que había encontrado junto a los libros parecía el dibujo de un niño. Era un burdo bosquejo de una rana, hecho con Magic Marker, con una gran verruga negra en medio de la espalda, sentada en lo que podría ser un tronco. A punto estuve de tirarlo por la ventanilla pero el South Side era el vertedero de todo el mundo; yo, al menos, podía guardarlo con los papeles de mi casa para reciclarlo.

El coche por fin se caldeó; pude quitarme los mitones, que eran un engorro para conducir, y enfilar hacia el norte. Tenía que pasar por casa de Mary Ann; en el maletero le llevaba comida y tenía ganas de hablar con ella sobre Julia y April. Además, me preguntaba si Mary Ann tendría alguna corazonada sobre dónde podría haberse escondido Josie.

Eran las siete y media. Arriba, el tráfico circulaba deprisa, pero las calles donde me encontraba estaban de nuevo desiertas; quien las hubiese cruzado para regresar a casa lo había hecho hacía rato. Mi ruta me llevó cerca de la esquina donde vivían los Czernin pero no llegué a ver su casita. Me partía el corazón pensar en April, tendida en la cama con el oso, el oso de su padre, mientras su corazón hacía algo desconocido y que daba miedo dentro de su cuerpo.

Mi madre falleció cuando yo tenía sólo un año más que April y fue una pérdida terrible, algo que todavía me atormenta, pero al menos nadie había matado a Gabriella; no había muerto en un hoyo junto a un amante desconocido. Y el marido que dejó atrás la había adorado en vida y me adoraba a mí: un viaje más fácil que el que aguardaba a April con el resentimiento implacable de su madre bullendo en la casa. Tendría que hablar con los profesores de April, ver qué podía hacerse para que sus notas alcanzaran niveles que le abrieran la posibilidad de acceder a la universidad, suponiendo que surgiese la manera de costearle los estudios.

Que Sandra me hubiese exigido que demostrase que Bron estaba trabajando cuando murió era la única esperanza de April, tanto para su corazón como para sus estudios, y nada me inducía a ser optimista. William había dejado bien claro que la empresa se opondría sin cuartel a cualquier solicitud de indemnización. Si dispusiera de los recursos de Carnifice quizá podría rastrear el paradero de Bron en las horas precisas que Grobian había mencionado, las diez y algo en Crown Point, Indiana, demostraría que había muerto trabajando, pero ni siquiera sabía dónde buscar su camión. Por lo que a mí respectaba, lo mismo se hallaba en el depósito de vehículos de la calle Ciento tres, junto con el Miata, que mezclado con un montón de otros tráilers de By-Smart en cualquier lugar entre South Chicago y South Carolina.

Me daba dolor de cabeza pensar en la infinidad de cosas que quedaban por hacer si pretendía averiguar algo allí abajo. Y aún seguía sin saber dónde se habían metido Billy y Josie. Había desperdiciado una hora en un vertedero y lo único que podía mostrar eran dos libros religiosos y el dibujo que había hecho un niño de una rana sentada en… Pisé bruscamente el freno y me detuve junto a la acera.

El dibujo que había hecho un niño de una rana sentada en un trozo de caucho. Como el trozo de cable pelado que Bron tenía en su taller de detrás de la cocina. Un dibujo de cómo hacer un cortacircuitos de ácido nítrico. Póngase un tapón de caucho en una jabonera con forma de rana. Póngase encima de la conexión a la red de Fly the Flag. Viértase un poco de ácido nítrico. Al cabo de un rato, el ácido corroerá el tapón, luego la funda de caucho del cable de red, los cables desnudos se cortocircuitarán, saltarán chispas y prenderán en la tela cercana.

Traté de figurarme por qué Billy tendría aquel bosquejo cuando era Bron quien había estado haciendo experimentos con el cable. No me imaginaba a Billy cometiendo sabotaje en Fly the Flag, salvo si el pastor le hubiese pedido que lo hiciera porque supondría una mejora para la comunidad. El pastor era la única persona en quien ahora confiaba, había dicho Billy, pero aun así no veía su rostro de joven testarudo cerniéndose sobre un cable con una jabonera llena de ácido.

A Bron sí, Bron lo haría, pero si hubiese montado el dispositivo, ¿se habría llevado el diagrama consigo al marcharse de casa? ¿Cómo se había apoderado de la maldita rana, además? Julia, Josie, April. Julia había comprado la jabonera en forma de rana, según dijo, como regalo de Navidad para Sancia. En su momento pensé que se trataba de una burda mentira; ahora estaba segura. Josie pudo quitársela a Julia y regalársela a April, aunque eso tampoco me acababa de cuadrar.

Me puse a tamborilear con los dedos contra el volante. A April, con el corazón lastimado en todas las acepciones de la palabra, no quería presionarla más de la cuenta, pero tenía el cargador para el teléfono de Billy; podría interrogarla mientras se lo daba, aunque reservaría esa opción como último recurso. Ahora bien, Julia… Julia era otra historia. Giré el volante todo a la izquierda y di media vuelta para regresar a South Chicago.

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