Sara Paretsky - Fuego

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Victoria Warshawski es una investigadora privada que procede de los barrios del sur de Chicago, donde la inmigración, las drogas, los embarazos adolescentes y el absentismo escolar son una constante. Aquejada de cáncer, la entrenadora de baloncesto del instituto donde ella estudió le pide que asuma el control del equipo femenino, y Warshawski no puede negarse.
El equipo está compuesto por adolescentes de minorías raciales, algunas de ellas con hijos, y todas procedentes de familias humildes. La mayoría de los padres de las chicas trabaja en By-Smart, una cadena de hipermercados que explota y discrimina a sus empleados.

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Sabía por mi base de datos que la madre de Billy tenía cuarenta y ocho años, aunque más bien parecía una colegiala por su modo de andar vacilante, casi de potrillo. Miró a su alrededor con la perplejidad en la cara como si no supiera por qué estaba en este planeta, y mucho menos en aquel lugar en concreto. Cuando crucé la habitación para ir a saludarla, su marido se puso de inmediato a su lado como si quisiera impedir que hablara conmigo. La agarró del codo y prácticamente la llevó en volandas hasta un sillón lo más alejado posible del centro del salón.

Cuando todos se hubieron acomodado y Sneedham hubo servido un café aguado, Buffalo Bill entró en estampida usando el bastón con empuñadura de plata como un palo de esquí para impulsarse a través de la tupida alfombra. Fue derecho al sillón más pesado de los que Mildred había movido; ella ocupó el de su izquierda. La señora Bysen se sentó en un sofá y dio unas palmadas al cojín que había a su lado para indicarme mi sitio.

– ¿Y bien, jovencita? Ha entrado sin autorización en mi almacén para espiarme, así que más vale que tenga una buena explicación de lo que se trae entre manos.

Buffalo Bill me fulminó con la mirada y resopló con tanta fuerza que se le hincharon los mofletes.

Me recosté contra los mullidos cojines, pero el sofá era tan grande que no resultaba muy cómodo.

– Tenemos mucho de que hablar. Comencemos por Billy. Algo ocurrió en la empresa que lo disgustó tanto que pensaba que no podía hablar acerca de ello con nadie de la familia. ¿Qué fue?

– Fue al contrario, detective -dijo el señor William-. Usted estaba presente el día que Billy trajo a ese predicador absurdo a nuestras oficinas. Pasamos días tratando de suavizar…

– Sí, sí, todos sabemos eso -interrumpió Buffalo Bill a su hijo con su proverbial impaciencia-. ¿Le dijiste algo, William, que lo empujara a escaparse?

– Por el amor de Dios, padre, te comportas como si Billy fuese más delicado que las rosas de madre. Se lo toma todo demasiado a pecho, pero sabe cómo dirigimos nuestro negocio; después de cinco meses en el almacén, lo habrá visto todo. Sólo desde que está dominado por ese predicador ha comenzado a hacer cosas raras.

– Es esa chica mexicana, en realidad -dijo tía Jacqui. Estaba sentada con las piernas cruzadas en un escabel bordado; la falda del vestido largo se le abría hasta encima de las rodillas-. Está enamorado, o cree que lo está, y eso hace que se imagine que entiende el mundo desde la perspectiva de ella.

– Se ofendió mucho cuando descubrió que Pat Grobian le había estado espiando en el almacén y pasándole informes a usted, señor William -dije-. El domingo por la tarde fue al almacén para enfrentarse a él. Grobian dice que le consta que Billy vació su taquilla el lunes, pero no le vio entonces. Usted también estuvo allí el lunes, señor William, pero dice que tampoco vio a su hijo.

– ¿Qué estabas haciendo en el almacén? -inquirió Buffalo Bill agachando la cabeza hacia su hijo-. No sabía nada hasta ahora. ¿No tienes suficiente que hacer sin meterte en el terreno de Gary?

Reconstruí mentalmente el árbol genealógico de los Bysen que había visto en la base de datos de la policía; era difícil seguir el rastro a todos los Bysen. Gary era el marido de tía Jacqui; supuse que estaba al frente de los asuntos internos.

– Billy ha estado comportándose de un modo tan extraño que quise comprobar en persona qué le ocurría. Es mi hijo, padre, aunque te deleites tanto en desautorizarme que…

– William, no es momento para hablar de eso -dijo su madre-. Todos estamos muy preocupados por Billy y no va a servirnos de nada que nos ataquemos unos a otros. Quiero saber qué podemos hacer para ayudar a la señorita Warshawski a encontrarlo, puesto que tu gran agencia no lo ha conseguido. Sé que siguieron la pista de su coche y su móvil pero que se había deshecho de ellos. ¿Sabe por qué lo hizo, señorita Warshawski?

– No puedo decirlo a ciencia cierta, pero sin duda Billy se enteró de que eran fáciles de rastrear y todo indica que estaba resuelto a desaparecer.

– ¿Piensa que esa niña mexicana lo ha convencido para casarse en secreto? -preguntó.

– Señora, Josie Dorrado es una chica estadounidense. Y no sé de ningún estado donde sea legal el matrimonio de una adolescente de quince años. Incluso con dieciséis se necesita el consentimiento por escrito del tutor, y la madre de Josie tampoco ve con buenos ojos esta relación; piensa que Billy es un chico anglo, rico e irresponsable que dejará embarazada a su hija y luego la abandonará.

– ¡Billy jamás haría algo así! -exclamó la señora Bysen, impresionada.

– Tal vez no, señora, pero la señora Dorrado conoce tan poco a su nieto como usted a su hija. -Observé cómo le mudaba el semblante al asimilar esta idea antes de dirigirme a su marido-. Según parece, Billy tiene, o se llevó, ciertos documentos que su hijo arde en deseos de recuperar. El señor William trató de quitarle hierro al asunto cuando hemos hablado esta tarde, pero el lunes por la noche fue a registrar el apartamento de los Dorrado. ¿Qué echan de menos que sea…?

– ¡Qué! -explotó Buffalo Bill dirigiéndose a su hijo-. Como si no bastara con que el chico se haya esfumado, ¿ahora vas y lo acusas de robar? ¿A tu propio hijo? ¿Qué es lo que has perdido para que ahora le eches las culpas a él?

– Nadie piensa que haya robado nada, papá Bill -terció enseguida tía Jacqui-. Pero ya sabes que una de las tareas de Billy en el almacén es clasificar los faxes que llegan. Según parece, pensó que cierta información sobre nuestra planta de Matagalpa en Nicaragua significaba más de lo que era en realidad, y se llevó el fax consigo hace un par de semanas. Pensamos que quizá lo había cogido para dárselo al pastor mexicano, pero resulta que nadie de allí abajo lo tiene.

Se mostró tan segura de esto último que supuse que habían hecho que los sabuesos de Carnifice registraran los domicilios de todo el mundo; no sólo el ligero repaso que William había dado en el apartamento de los Dorrado el lunes por la noche. De modo que seguramente era Carnifice quien había entrado en casa de Morrell aquella misma mañana. ¿Pensaban que Marcena tenía los faxes de Nicaragua, o en realidad buscaban algo más?

– Señor Bysen -le dije al Búfalo-, sabrá que Bron Czernin fue asesinado el lunes por la noche mientras conducía para…

– No está claro que estuviera trabajando cuando lo mataron -dijo William frunciendo el ceño.

– ¿Cómo dice? -exclamé-. ¿Tiene intención de fingir que no estaba conduciendo el lunes por la noche para poder denegarle la indemnización a su familia? ¡El propio Grobian tiene el registro de dónde estuvo Bron con su camión!

– El camión ha desaparecido. Y ahora sabemos que estaba tonteando con esa tal Love, lo cual significa que estaba fuera del horario de By-Smart en lo que a nosotros concierne. Si la familia quiere recurrir a los tribunales, que lo haga, pero a la viuda le resultará muy desagradable que se revelen los pormenores de la vida extramatrimonial de su marido.

– Pero su abogado no se ofenderá lo más mínimo -dije con suma frialdad-. La representará Freeman Cárter.

Freeman es mi abogado. Si le garantizaba sus honorarios, quizás estaría dispuesto a querellarse contra By-Smart; nunca se sabía.

Linus Rankin, el letrado de la firma, conocía el nombre de Freeman. Dijo que si Sandra pudiera permitirse pagar a Freeman no necesitaría el dinero de la indemnización ni su trabajo de cajera.

Noté que estaba montando en cólera, era como una infección de la sangre que comenzaba en los dedos de los pies e iba inundando todo mi cuerpo.

– ¿Por qué les duele tanto pagar a Sandra Czernin su legítima indemnización? Un cuarto de millón de dólares no alcanzaría para pagar los coches que tienen aparcados ahí fuera, por no mencionar esta inmensa finca. La señora Czernin tiene una hija gravemente enferma y su empresa le ha denegado el seguro médico al hacer que su horario no alcance por muy poco las cuarenta horas semanales. Y se consideran cristianos.

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