La puerta de Grobian estaba cerrada, y un tipo con la parafernalia de los vigilantes de By-Smart, porra eléctrica, chaleco reflectante y demás, montaba guardia fuera. Me metí en el cuarto del papel, donde estaban las impresoras y el fax. No alcanzaba a oír lo que ocurría por culpa del ruido de las máquinas, así que al cabo de un par de minutos me asomé fuera otra vez. La puerta de Grobian se estaba abriendo. Agaché la cabeza y recorrí el corredor hasta la cantina. Desde las sombras del umbral, observé a Grobian pedir un vigilante que escoltara a su visitante de regreso al almacén.
No necesité estar muy cerca para reconocer al chavo que había visto en Fly the Flag dos semanas antes. La misma mata de pelo negro, las caderas estrechas, la chaqueta militar de camuflaje. Freddy. Había estado hablando con Andrés, luego con Bron y ahora con Grobian. Siguieron hablando mientras aguardaban al vigilante. Oí lo suficiente como para decir que hablaban en español, Grobian con la misma fluidez que Freddy. Pero ¿de qué hablaban?
De patitas en la calle otra vez
Mis esperanzas de interceptar a Freddy se vieron frustradas por el personal de seguridad. Cuando hube regresado sigilosamente a las lámparas de rayos uva para recoger mi parka y mi casco y llegué a la puerta principal, los vigilantes ya habían metido a Freddy en una camioneta Dodge y lo habían mandado a la calle. Sólo tuve tiempo de ver cómo desaparecían las luces de posición cuando salí corriendo. Tuve que perder un momento hablando con la mujer que montaba guardia en la entrada.
– ¿Usted es la detective? ¿Puedo ver su tarjeta de identidad? Le hemos perdido la pista durante unos minutos, voy a tener que cachearla.
– ¿Para ver si me llevo alguna rana jabonera? -dije, pero permití que me palpara de arriba abajo y que comprobara el contenido de mi bolso. Menos mal que había decidido desprenderme del casco de By-Smart, aunque había tenido la tentación de conservarlo; tal vez necesitara regresar al almacén.
Sólo alcancé a ver fugazmente la matrícula de la Dodge, las primeras letras, VBC, pero aun así me pareció que era la misma camioneta que había visto frente al apartamento de los Dorrado la primera vez que visité a la familia de Josie. ¿Sólo hacía dos semanas? Más bien parecían dos años, un recuerdo muy remoto, en cualquier caso. Se oían los altavoces a todo volumen; Josie había chillado algo a los tipos de la camioneta, algo importante, me pareció ahora, pero no conseguía recordarlo.
Caminé penosamente cuesta abajo por la rampa de acceso hasta la calle Ciento tres, esquivando los camiones y coches que iban dando tumbos por culpa de las profundas rodadas. Una vez en mi coche, me quité la parka y conecté la calefacción. Con David Schrader tocando las Variaciones Goldberg en mi CD, me recosté en el asiento y procuré pensar en todo lo que había descubierto aquella tarde. El documento que April juraba que tenía su padre, con la demostración de que Grobian había prometido proporcionar el dinero para su atención médica. Los Bysen querían que encontrara a Billy porque se había fugado con un documento. ¿Sería el mismo? ¿Qué era? ¿La riña a propósito de éste entre Bron Czernin y Patrick Grobian había conducido a la muerte de Bron?
Luego estaba la explicación que el pastor Andrés había dado sobre sus reuniones con Frank Zamar en Fly the Flag. Que le hubiese convencido para volver a ver a Jacqui Bysen y decirle que no podía fabricar las sábanas por ese precio había sonado bastante convincente. Zamar debía de haber hecho unas cuantas sábanas para el barrio, porque April y Josie las habían comprado a través de sus iglesias. ¿Eso había enojado tanto a los Bysen que le habían incendiado la fábrica? Al fin y al cabo, «Nosotros jamás renegociamos; es la primera ley de Papá Bysen».
Tal vez Bron y Marcena, besuqueándose en una calle secundaria, habían visto a Jacqui y William, o a Grobian, colocar el dispositivo que había prendido fuego a Fly the Flag, y los habían agredido para evitar que hablaran de ello. Pero eso no tenía sentido: Marcena se había encontrado con Conrad el día después de que la planta fuese pasto de las llamas. Si hubiese visto a alguien provocar el incendio, se lo habría dicho entonces. Creo que se lo habría dicho; ¿qué podía ganar reservándose esa información para sí?
La sonrisita de Jacqui al decirme que me encontraría en un callejón sin salida si investigaba esas sábanas me aseguraba, como mínimo, que sabía que Zamar las había fabricado. Pero todavía pensaban que tenían un acuerdo con Zamar; había dicho que llevaban cinco días de retraso a causa de su muerte.
Y qué pasaba con Freddy, el… bueno, no exactamente el novio de Julia, más bien el tipo que la había dejado preñada. Tenía ganas de hablar con aquel chavo pero no tenía claro cómo hacerle salir de su madriguera. Quizá visitara a Julia, o al pastor, o… me di cuenta de que ni siquiera sabía su apellido y mucho menos su dirección. En fin, parecía crucial, quizás incluso urgente, encontrar primero a Billy, encontrarlo antes de que lo hicieran los sabuesos de Carnifice.
Cerré los ojos y escuché la música. Las Variaciones Goldberg eran tan precisas, tan completamente equilibradas y sin embargo tan sonoras que me hacían estremecer. ¿Acaso Bach se sentaría alguna vez a solas y a oscuras preguntándose si era apto para su trabajo, o su música fluía de él con tan poco esfuerzo que jamás conoció un instante de duda?
Finalmente, me erguí y puse el coche en marcha. Pese a que estaba a tan sólo dos manzanas de la autovía Dan Ryan que conecta el centro de Chicago con los barrios del sur, no me sentía capaz de enfrentarme al tráfico pesado aquella tarde. Deshice mi camino a través del lago Calumet y tomé la Route 41. Se trata de una carretera sinuosa flanqueada por los consabidos solares vacíos y garitos de comida rápida del South Side, pero discurre por la orilla del lago Michigan y es más apacible que la autovía.
Mientras conducía hacia el norte procuré bosquejar una estrategia para enfrentarme a los Bysen, pero no se me ocurrió nada. Me imaginaba borrando la sonrisita de la cara de Jacqui o arreglándomelas para derribar a Grobian, pero no sabía qué hacer para que todos ellos me confesaran la verdad.
Dejé atrás la esquina que solía doblar cuando iba a ver a Mary Ann. Hacía más de una semana desde mi última visita y me sentí culpable por pasar de largo.
– Mañana -dije en voz alta, mañana, después del entrenamiento, después de la pizza que había prometido al equipo.
Tenía la molesta sensación de que podía haber hecho algo más mientras estaba en el sur, pero renuncié a darle más vueltas, renuncié al South Side en general, y me regalé con un CD de divas, cantando a dúo con Rosa Ponselle «Tu che invoco», una de las arias favoritas de mi madre.
Incluso parando en mi casa para pasear a los perros y coger algo de vino, conseguí llegar a casa de Morrell a las seis en punto. Se me antojaba todo un lujo disponer de una velada entera para nosotros. Morrell había prometido que prepararía la cena. Holgazanearíamos repantigados ante el fuego sin permitir que el robo o las heridas de Marcena nos preocuparan. Quizás incluso tostaríamos malvaviscos.
Mis fantasías románticas se hicieron añicos contra el suelo cuando llegué a casa de Morrell: el editor de Marcena había volado desde Nueva York para verla. Cuando Don Strzepek y Morrell se conocieron en el Cuerpo de Paz, Marcena también estaba presente, una estudiante universitaria dando la vuelta al mundo en busca de lugares peligrosos con la idea de escribir un libro. Al parecer, Morrell había llamado la víspera a Don para contarle lo de las heridas de Marcena, y Don quiso verla en persona; hacía diez minutos que había llegado.
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