Las farolas estaban prohibidas en Barrington Hills: era una especie de gran reserva natural privada con lagos y senderos serpenteantes. En aquella noche sin luna me resultó especialmente difícil encontrar mi camino ya que la presencia de mis perseguidores me impedía bajar del coche para comprobar los nombres de las calles. Me detuve en la verja de la residencia con los nervios a flor de piel. El coche que llevaba delante siguió por la carretera, pero el que iba detrás se paró en el arcén, quedando fuera del campo visual de la garita de vigilancia.
La finca estaba cercada por un vallado de hierro muy alto y la entrada se cerraba con una verja corredera. Fui derecha a la garita, dije al vigilante que era detective, que el señor Bysen me había hablado de su nieto desaparecido y que quería que lo informara en persona. El vigilante llamó a la residencia, habló con varias personas y finalmente me dijo, asombrado, que, en efecto, era cierto que el señor Bysen deseaba verme. Me explicó cómo encontrar la casa de Buffalo Bill, aunque desde luego no le llamó así, y accionó la apertura de la verja para franquearme la entrada.
Barrington Hills está salpicado de lagos, lagos de verdad, no creados por el hombre, y las casas de los Bysen estaban diseminadas en torno a uno lo bastante grande como para contar con un embarcadero y varios veleros. Aparte de las casas de tres de los cuatro hijos, de la de una de sus hijas, las de sus familias y la de Buffalo Bill, mis pesquisas me habían revelado que Linus Rankin, abogado de la corporación, y otros dos directivos de la empresa también tenían una casa en la finca.
El camino estaba flanqueado por discretos faroles para que las familias pudieran orientarse de noche; incluso con aquella iluminación tan tenue, advertí que las casas eran mastodónticas, como si dispusieran de espacio suficiente para albergar a todo el pasaje de un barco de crucero en caso de que naufragara en el lago.
Hacia la mitad del camino que circundaba el lago, más o menos frente a de la garita de vigilancia de la otra orilla, se alzaba la mansión de Buffalo Bill. Enfilé la avenida circular alumbrada por faroles de carruaje. Había un Hummer y dos deportivos aparcados a un lado; estacioné detrás de ellos y subí una breve escalinata para llamar al timbre.
Un mayordomo de frac abrió la puerta.
– La familia está tomando café en el salón. Enseguida la anuncio.
Me condujo por un largo pasillo a un paso lo bastante solemne como para contemplar el entorno. El pasillo era como una incisión a lo largo de toda la casa, con salones, un invernadero, una sala de música y quién sabe qué más abriéndose a ambos lados. Los mismos tonos dorados que había visto en el edificio de la oficina central dominaban en la decoración. Somos ricos, proclamaban los brocados que tapizaban las paredes, convertimos en oro todo lo que tocamos.
El señor William vino a mi encuentro a grandes zancadas. Mis esfuerzos por entablar una conversación trivial, admirando la sala de música, los maestros holandeses de una de las paredes, el tiempo que debía de tardar para ir a trabajar a South Chicago, sólo consiguieron hacerle fruncir tanto los labios que al final parecían dos pecas redondas.
– Debería tocar la trompeta -dije-. De la manera en que aprieta los labios, esos músculos le darían una embouchure realmente fuerte. O a lo mejor ya la toca, una de esas estupendas trompetas By-Smart de veinte dólares con lecciones en CD.
– Sí, todos los informes que me han preparado sobre usted dicen que se cree muy graciosa, pero eso es una desventaja en su negocio -dijo el señor William con fría formalidad.
– ¡Caramba! ¿Ha gastado un buen dinero de By-Smart para encargar informes sobre mí? Eso hace que me sienta superimportante.
Oí que mi voz subía media octava; mi gorjeo de animadora.
Antes de que nuestro intercambio de agudezas fuese a más, la secretaria personal del Búfalo, Mildred, vino taconeando hacia nosotros por el pasillo con zapatos de cocodrilo de alto tacón. De modo que realmente no se separaba nunca de Buffalo Bill. ¿Qué pensaría la señora Bysen sobre el hecho de que la secretaria personal de su marido, después del trabajo continuara acompañándolo en casa?
– El señor Bysen y el señor William recibirán a esta señora en el estudio del señor Bysen, Sneedham -dijo Mildred al mayordomo evitando mirarme.
La señora Bysen salió de una habitación cercana y se puso al lado de Mildred. Llevaba los canosos rizos tan bien peinados y recogidos como el domingo en la iglesia, su vestido verde de seda cruda estaba tan liso como si unas manos invisibles lo plancharan cada vez que se sentaba. Pero dentro de tan formal atuendo, su semblante mostraba la bondad que había observado en ella el domingo, salvo que en su casa poseía una seguridad en sí misma de la que había carecido en el oficio del Mount Ararat.
– Gracias, Mildred, pero si Bill va a hablar con una detective acerca de mi nieto, quiero estar presente. Annie Lisa quizá también quiera oír su informe.
Parecía dudar, como si Annie Lisa pudiera no estar lo bastante sobria, o quizá lo bastante interesada, para participar en nuestra reunión.
– Bill no me ha dicho que estaba trabajando con una señorita detective, pero quizás una mujer será más comprensiva con mi nieto que los de esa empresa que vinieron ayer. ¿Tiene noticias de Billy?
Me miró con firmeza; aunque fuese bondadosa, sabía lo que quería y cómo manifestarlo.
– Me temo que no traigo novedades, señora, o en todo caso sólo negativas: sé que no está con el pastor Andrés ni con la mejor amiga de Josie Dorrado, y sé que la familia de Josie está atormentada por la angustia: no tienen ni idea de dónde pueden estar los dos. A lo mejor usted podría ayudarme a entender por qué se escapó Billy, para empezar. Si tuviera algo a lo que cogerme, quizá me ayudaría a encontrarlo.
Asintió con la cabeza.
– Sneedham, me parece que necesitamos a Annie Lisa y a Jacqui. Dudo de que Gary y Roger tengan gran cosa que añadir. ¿Le apetece un café, señorita War…? Me temo que no he retenido bien su nombre -hizo una pausa mientras se lo repetía-. Sí, señorita Warshawski. En esta casa no servimos alcohol pero puedo ofrecerle un refresco.
Dije que el café me iba bien y Sneedham fue en busca de las ovejas para llevarlas al redil. Seguí a la señora Bysen hasta el final del pasillo, que daba a una estancia con el suelo hundido y cubierto por una gruesa y tupida alfombra dorada. El inmenso mobiliario, apropiado para un castillo medieval y tapizado con ricos damascos, recargaba el ambiente del salón. Pesados cortinajes del mismo damasco cerraban las ventanas.
Mildred se encargó de acercar dos sillas, ardua tarea teniendo en cuenta su tamaño y el grosor de la alfombra. William no se molestó en echarle una mano: en realidad no era miembro de la familia, sólo el más leal de sus criados.
Mientras aguardábamos al resto de la familia, la señora Bysen me preguntó hasta qué punto conocía yo a Billy. Le contesté sinceramente, su rostro parecía exigir sinceridad, al menos por mi parte, que sólo le había visto unas cuantas veces, que me parecía un joven formal e idealista, y que a menudo la citaba a ella como su más importante maestra. Se mostró complacida pero no agregó nada.
Al cabo de unos minutos, entró Jacqui; se había cambiado la revoloteante falda marrón topo por un vestido negro con cinturón, largo hasta el suelo. No era un traje de noche, sólo un elegante vestido de cachemira para andar por casa.
Otra mujer entró a trompicones detrás de Jacqui. Tenía las mismas pecas que Billy, o mejor dicho, las de Billy eran como las de ella. Los rizos de color caoba que llevaba muy cortos enmarcaban su rostro como el pelo de un caniche sin cepillar. Así que aquélla era Annie Lisa, la madre de Billy. Una mujer de más edad, recubierta de seda morada, rodeó con el brazo a Annie Lisa mientras vadeaban la tupida alfombra. No fuimos presentadas, pero supuse que sería la esposa del abogado de la empresa, Linus Rankin, puesto que éste llegó poco después.
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