Tampoco había sacado a colación el documento que había mencionado April, el que su padre le había dicho que tenía, el que demostraba que la empresa se había avenido a pagar las facturas del tratamiento de April o, al menos, a darle dinero para cubrirlas. Estaba cruzando Belmont cuando caí en la cuenta de que cualquier documento que tuviera Bron podía muy bien ser el trozo de papel que William buscaba con tanto ahínco. Por supuesto, Bron no tenía un papel firmado que demostrara que la empresa se haría cargo de las facturas médicas de April; tenía algo que utilizaba para chantajearlos, y By-Smart le había perdido la pista y quería recuperarlo.
Fuera lo que fuese estaba claro que tendría que aguardar a la mañana siguiente. Aparqué en el garaje trasero de mi edificio: sólo había tres plazas en él, y cuando una de ellas quedó disponible el verano anterior, mi nombre por fin pasó a encabezar la lista de espera. En invierno resultaría agradable poder entrar directamente al edificio desde el coche, y también lo era a tan altas horas de una noche como aquélla no tener que preocuparse de dejar el coche en la calle, donde cualquiera que me estuviese siguiendo lo encontraría enseguida.
Al subir desde el sótano vi que el señor Contreras todavía tenía las luces encendidas. Me detuve para decirle que ya estaba en casa. Mientras tomábamos una copita de su grapa casera, que huele a gasóleo y pega más fuerte que la coz de seis mulas, llamé a Morrell por el teléfono fijo de mi vecino para explicarle dónde estaba. El y Don aún seguían levantados, discutiendo de geopolítica o rememorando aventuras, pero en cualquier caso de muy buen humor y desde luego no me echaban en falta. No había entrado nadie en el piso, que ellos supieran; y tampoco parecía que les importara demasiado.
Por la mañana me levanté temprano para llevar a los perros a correr con tiempo para llegar puntual a mi cita de las nueve con Amy Blount. Aún notaba los miembros rígidos, pero los dedos ya habían recuperado su tamaño normal, cosa que me alegraba en gran manera: conducir me resultaría más fácil y, si tuviera que usar la pistola, no tendría que inquietarme por meter el índice entre la guarda y el gatillo.
Amy llegó a mi oficina a la hora convenida. Fue un alivio tenerla allí, no tanto porque se encargaría de buena parte del trabajo atrasado sino por contar con alguien con quien revisar los casos abiertos. Francamente, trabajando sola, una se siente sola. Entendía que a Bron le gustara llevar a Marcena o, ya puestos, a cualquier otra mujer, en la cabina de su camión: ocho horas dando vueltas por el noroeste de Indiana y el sur de Chicago por fuerza tenía que acabar sabiendo tedioso después de veintitantos años.
Amy y yo revisamos mi abultado número de casos. Le expliqué cómo conectarse a LifeStory, la base de datos que utilizo para comprobar antecedentes y obtener información personal de la gente que investigo para mis clientes; o para mí misma, como había hecho el día anterior con la familia Bysen.
Me encontré contándole a Amy toda la historia de los Bysen, Bron Czernin y Marcena; incluso mis celos salieron a relucir. Amy tomó notas con su minúscula y pulcra caligrafía. Cuando terminamos, dijo que trasladaría todo el relato a un diagrama de flujo; si le surgían preguntas o sugerencias, me llamaría por teléfono.
Terminé mis quehaceres a las once. Tenía que acudir a una cita en el Loop, una presentación en un bufete de abogados que es uno de mis clientes más importantes. Había deseado llegar a South Chicago con tiempo para explorar el descampado bajo la Skyway antes del entrenamiento de baloncesto, pero mis clientes se mostraron inusitadamente exigentes, o yo estuve inusualmente poco centrada, y apenas tuve tiempo de engullir un cuenco de sopa de fideos chinos antes de salir pitando hacia el South Side. También me detuve un momento en una tienda de telefonía para comprar un cargador para el teléfono de Billy; podría dárselo a April después del entrenamiento. Y entré en un colmado a comprar comida para Mary Ann; hacía tanto frío que la leche y el queso se conservarían bien en el maletero. Al final llegué al Instituto Bertha Palmer sólo unos minutos antes que mi equipo.
El entrenamiento no fue tan intenso como el del lunes, aunque las chicas se aplicaron de modo encomiable. Julia Dorrado acudió con María Inés y Betto, que plantó el cochecito del bebé en las gradas y estuvo jugando con sus Power Rangers durante el entrenamiento. Julia estaba en baja forma pero entendí que Mary Ann McFarlane fuera una entusiasta de su juego. No era sólo la manera de moverse sino el hecho de que era capaz de ver toda la cancha, tal como lo habían hecho grandes jugadores como Larry Bird o M. J. Celine, mi pandillera, que era la única del equipo que realmente tenía ese don. Ni siquiera Josie y April, a quienes necesitábamos en la alineación, tenían el sentido de la sincronización que tenía Julia.
Después del entrenamiento los llevé a todos a comer pizza a Zambrano's, incluso a Betto y al bebé, aunque no dejé que se entretuvieran mucho rato con la cena. Ya estaba oscureciendo, y quería ir al lugar donde se había estrellado el Miata de Billy antes de que las calles quedaran completamente desiertas. Dejé a Julia en su casa, con su hermano y el bebé, pero no subí a ver a Rose, limitándome a enviarle el mensaje de que Josie y Billy seguían escondidos.
– Creo que están a salvo -dije a Julia-. Creo que están a salvo porque los Bysen están gastando un montón de dinero para buscar a Billy; a estas alturas, si les hubiese ocurrido algo malo a él y a Josie, ya los habrían encontrado. Di a tu madre que puede llamarme al móvil si quiere que hablemos de ello, pero ahora quiero ir a echar un vistazo a un sitio que no creo que los detectives hayan investigado. ¿Lo entiendes?
– Sí, vale… ¿Cree que puedo seguir jugando en el equipo?
– Está claro que eres lo bastante buena como para jugar con el equipo, pero tienes que volver a ir a clase si quieres seguir entrenando. ¿Serás capaz de hacerlo entre hoy y el próximo lunes?
Asintió solemnemente y bajó del coche. Me preocupó que dejara que Betto se ocupara de sacar el cochecito del bebé del asiento trasero pero no podía añadir una lección de puericultura a mi ya de por sí apretada agenda; me limité a vigilar hasta que el bebé estuvo a salvo dentro de la portería y luego giré hacia el sur para dirigirme al lugar donde había encontrado el Miata de Billy.
Carnifice quizás hubiese inspeccionado la zona para William, sobre todo si era cierta mi corazonada de que ardía en deseos de encontrar el documento que Bron había usado para chantajear a la empresa. Aun así, South Chicago era mi coto. Me negaba a creer que Carnifice fuese a pensar en él del mismo modo que yo. La familia Bysen era un trabajo para ellos, no una compleja parte de sus raíces.
El primer tramo de la Skyway está construido sobre un terraplén que divide South Chicago; de hecho, su construcción supuso el derribo de un montón de pequeños talleres y fábricas que formaron parte del paisaje de mi niñez. Pero cuando se aproxima a la frontera con Indiana, la autovía discurre sobre pilotes; los sin techo construyeron barracas debajo pero, sobre todo, tanto los vecinos como quienes la transitan a diario entre el centro y los barrios periféricos utilizan la carretera como un práctico cubo de basura. Me detuve en el arcén conduciendo con cuidado, pues lo último que quería era que se me pinchara una rueda en aquellos andurriales, y dejé los faros encendidos, apuntando hacia el matorral de ramas muertas trufado con electrodomésticos abandonados.
Los heléchos todavía mostraban el trayecto que siguió el Miata al estrellarse. Ya habían transcurrido tres días y había mucho movimiento en la zona, gente que se ocultaba en la maleza o que buscaba cosas salvables entre los desechos, pero gracias al frío las roderas del coche aún eran bien visibles. Yo no era una experta forense, pero me dio la impresión de que el coche lo habían metido deliberadamente en el solar, como si alguien hubiese querido esconderlo: no vi marcas de un giro brusco ni otros indicios de que el conductor (¿Marcena? ¿Bron?) hubiese perdido el control del coche.
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