– Vaya, ésta es fácil. Los desconocidos llaman mucho la atención en el barrio. Demasiados solares vacíos, así que sabes cuándo hay alguien acechando, y hay demasiados parados que se pasan el día helándose en la calle. ¿Qué averiguaron sus hombres sobre el coche de Billy?
– Cuando llegaron a él, ya lo habían desguazado -dijo William sucintamente-. Neumáticos, radio, hasta el asiento delantero. ¿Por qué no me hizo saber enseguida que lo había encontrado? Tuve que enterarme por ese policía negro que se las da de ser quien manda aquí.
– Supongo que se refiere al jefe Rawlings, y se las da de ser quien manda aquí porque resulta que lo es. En cuanto a por qué no le llamé enseguida, me estaban pasando demasiadas cosas como para acordarme de usted; como una caminata de tres kilómetros por la ciénaga para encontrar a su camionero muerto. Los acontecimientos se sucedieron demasiado deprisa como para que se me ocurriera llamarle.
– ¿Qué encontró en el coche? -preguntó Jacqui.
– ¿Se pregunta si huí con la cartera de valores de Billy? -le pregunté-. Dejó un par de libros en el maletero. La violencia del amor, el del arzobispo asesinado, y -cerré los ojos rememorando los títulos que vi en la oscuridad-… Cristianos ricos y pobreza, o algo así.
– Ah, sí. -Jacqui puso los ojos en blanco-. Cristianos ricos en una era de hambre. Billy nos leyó tantos pasajes de ese libro a la hora de la cena que tuve que volverme anoréxica; según él, ninguna persona decente podía seguir comiendo cuando había tantos niños muriendo de hambre en el mundo. ¿Recogió algún documento, pensando que podría ser una cartera de valores?
La miré entrecerrando los ojos.
– Rose Dorrado me contó que le habían registrado hasta los libros, y que incluso sacudieron su Biblia de tal manera que se le cayeron todos los puntos y estampas. ¿Qué se llevó Billy consigo al escaparse?
– Nada que yo sepa -dijo William mirando molesto a su cuñada-. Teníamos la esperanza de que hubiese dejado alguna pista acerca de sus planes. Había regalado su móvil y su coche, lo cual complica seguirle el rastro. Si sabe algo de él, señora… mmm… haría bien en decírmelo.
– Ya sé, ya sé -dije aburrida-. O no volveré a almorzar en esta ciudad en mi vida.
– No se lo tome como una broma -me advirtió-. Mi familia tiene mucho poder en Chicago.
– Y en el Congreso y donde haga falta -admití.
Me lanzó una mirada hostil y se fue a grandes zancadas pasillo abajo sin contestar. Jacqui fue taconeando tras él con sus tacones de aguja y moviendo la falda cortada al bies de manera muy femenina. De pronto fui sumamente consciente de mis pantalones rotos y de mi sucia parka.
¡Caramba, Freddy, qué sorpresa!
Los camioneros no se demoraron mucho con Grobian. Cuando volvieron a salir, el conductor de la cazadora Harley me guiñó un ojo y me hizo una seña levantando los pulgares, gesto que me llevó a ver al encargado del almacén un poco más alegre. ¿Tan malo es depender de la amabilidad de los desconocidos?
Grobian hablaba por teléfono mientras firmaba papeles. Su corte a cepillo seguía manteniendo una longitud militar; para conseguirlo tenía que segarlo cada dos días, aunque costaba imaginar de dónde sacaba tiempo para ello el jefe de tamaños dominios. Iba en mangas de camisa, y no pude evitar fijarme en lo fuertes que eran sus antebrazos: un tatuaje con el ancla de la marina cubría unos doce centímetros de piel vellosa.
En realidad, ni me miró, sólo me indicó una silla de tijera mientras terminaba la conversación. El casco y los pantalones rotos no eran tan femeninos como el revoloteo de las faldas de Jacqui, pero me ayudaron a no desentonar. Al sentarme me di cuenta de que llevaba los botines de piel cubiertos de barro seco. Nada sorprendente, habida cuenta de cómo me había tenido que arrastrar por debajo de la verja para entrar en el almacén, pero, de todos modos, bastante molesto.
Cuando Grobian colgó, quedó claro que no era a mí a quien esperaba, e igualmente claro que no se acordaba de mí.
– V. I. Warshawski -dije efusivamente-. Estuve aquí hace un par de semanas, con el joven Billy.
Apretó los labios: me habría señalado la puerta, no una silla, si me hubiera mirado cuando entré.
– Vaya. El alma caritativa. Sea lo que sea lo que Billy le haya dicho, la empresa no está interesada en su proyecto de guardería infantil para el instituto.
– Baloncesto.
– ¿Qué?
– Se trata de baloncesto, no de ninguna guardería infantil, lo cual demuestra que en realidad no se ha leído mi propuesta. Le enviaré un nuevo dossier.
Junté las manos sobre su escritorio con la piadosa sonrisa de una auténtica alma caritativa.
– Sea lo que sea, no vamos a financiarlo. -Miró la hora-. No tiene cita. De hecho, ¿cómo ha entrado? No me ha llamado nadie desde la puerta principal.
– Ya lo sé. Tiene que ser duro para usted cumplir con su agenda sin la ayuda de Billy. A todo esto, ¿por qué se escapó? Billy vino aquí después de…
De repente recordé la conversación que había mantenido con Billy el domingo después de misa.
– Ah, claro. Se chivó a su padre, le contó que le había visto con Josie Dorrado, y Billy vino aquí a enfrentarse con usted. Hace apenas unos minutos ha dicho que no vio a Billy el lunes, así que tuvo que ser el domingo. ¿Viene a la oficina los domingos? ¿Ya ha hablado de eso con el señor William?
Grobian se movió en el asiento.
– No veo que eso tenga nada que ver con usted.
– Aparte de ser una ingenua entrenadora de baloncesto, soy uno de los detectives que la familia contrató para buscar a Billy. Si su conversación con él fue la causa inmediata de su desaparición, le aseguro que la familia querrá saberlo.
Me miró frunciendo el ceño: tal vez gozara de la confianza del señor William, o incluso de Buffalo Bill; o tal vez sólo fuese una artista del timo. Antes de que pudiera desafiarme, agregué:
– El señor William y yo acabamos de tener una breve conversación ahí fuera. Soy la detective que encontró el Miata de Billy la otra noche, escondido entre las matas que hay debajo de la Skyway.
– Ya, pero Billy no iba al volante cuando se salió de la calzada.
– ¿Es un hecho demostrado, señor Grobian? -Me apoyé contra el respaldo para verle mejor la cara-. ¿Cómo lo sabe?
– Me lo dijeron los polis.
Negué con la cabeza.
– Lo dudo. Llamaré al jefe Rawlings del Distrito Cuarto para comprobarlo, pero cuando ayer le vi, no sabía quién conducía el coche.
– Pues entonces lo habré oído en el almacén. -Sus pálidos ojos se desviaron un momento hacia la puerta-. Los camioneros se pasan el día cotilleando. Habría sido mejor que me hubiesen contado lo de Czernin antes de que muriera, y no después.
– ¿A saber?
– A saber, lo de esa inglesa que se estaba tirando Czernin. -Me observó para ver si la vulgaridad hacía que una detective de alma caritativa torciera el gesto, pero mi expresión de educado interés no se alteró lo más mínimo-. Me han dicho que ella estaba en el coche, no Billy, y nadie sabe cómo se hizo con él.
– Entiendo -dije despacio-. ¿De modo que no sabía nada de ella hasta que apareció junto a Bron en el campo de golf ayer por la mañana?
– Si lo hubiese sabido, Bron habría estado en la oficina de empleo el lunes. No toleramos que se infrinjan las normas, y llevar a personas ajenas a la empresa en la cabina está muy mal visto en By-Smart.
– Pero si ella estaba en el Miata de Billy, no estaba en la cabina con Czernin.
– Czernin estaba… -se interrumpió-. La había estado paseando por el barrio durante las dos últimas semanas, de eso es de lo que me enteré cuando conté a los hombres lo que le había ocurrido.
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