Rose se volvió hacia mí.
– A veces va al Cocodrilo, un bar que hay delante de la iglesia. La otra chica que tiene un bebé suyo, creo que tampoco la ve, pero vive en Buffalo. Si lo mata con sus propias manos, juraré a la policía que usted nunca lo vio ni le puso la mano encima.
Se me escapó la risa.
– Espero no llegar tan lejos. Pero por si se diera el caso, ¡muchas gracias!
Un toque ácido
Las luces de la iglesia estaban encendidas cuando aparqué en la esquina de la Noventa y nueve y Houston. Subí el escalón de la entrada para ver qué estaba pasando. Jueves noche, estudio de la Biblia, de seis y media a ocho, tema de noviembre, el libro de Isaías. Eran poco más de las seis y media, así que el pastor andaría metido en faena.
Justo enfrente de la iglesia, al otro lado de la calle, había un solar vacío con un puñado de coches aparcados de través, incluida una Dodge con grandes altavoces en la parte trasera y una matrícula que comenzaba por VBC. Junto al solar, tres casas viejas y en mal estado se apoyaban entre sí. El Cocodrilo, el bar donde bebía Freddy, estaba en el lado más apartado. El bar en realidad no era más que la planta baja de una estrecha casa de dos pisos, cuyas medianeras de tablas estaban combadas y desconchadas. Las ventanas las cubría una espesa mosquitera que apenas dejaba salir la luz.
Había llamado a Morrell desde el coche para avisarle de que llegaría un poco tarde, sólo un poco. Morrell había soltado un suspiro, el exagerado suspiro de un amante a quien siempre dan plantón, y me había dicho que si no estaba en casa a las ocho él y Don cenarían sin mí.
La conversación me mandó al Cocodrilo con un humor un tanto crispado. Dejé que la puerta se cerrara a mi espalda con un sonoro portazo, muy a lo Clint Eastwood, y puse mi cara de Clint Eastwood: soy el puto amo de este bar, que nadie se meta conmigo.
Dentro habría unas quince personas, pero era un garito pequeño y oscuro, sólo un cuarto estrecho con una barra alta y un par de mesas destartaladas arrimadas a la pared; por lo tanto, costaba tener una visión general de la clientela.
La televisión de encima de la barra daba un partido de fútbol, México contra alguna islita caribeña. Unos cuantos hombres lo miraban pero la mayoría hablaban o discutían en una mezcla de inglés y español.
El Cocodrilo parecía ser un bar para jóvenes aunque había unas cuantas caras de cierta edad; reconocí a uno de los hombres de la obra que había visitado aquella tarde. Y saltaba a la vista que era un bar para hombres: cuando entré, la charla se fue apagando mientras todos me observaban. Tres tíos que había cerca de la puerta tuvieron la intención de decirme una lindeza pero mi expresión les hizo volver a su cerveza con un hosco comentario en español, cuyo significado desde luego adiviné aunque no apareciera en mis libros de texto del instituto.
Finalmente vi a Diego, el novio de mi pívot Sancia, en un corrillo en la otra punta del bar. El hombre que estaba con él me daba la espalda, cosa que me hizo fácil reconocerlo: tenía el espeso pelo moreno y la chaqueta de camuflaje cuyo rastro había seguido en el almacén un par de horas antes.
Me abrí paso a empujones dejando atrás al trío de la entrada y le di un toque en el hombro.
– ¡Freddy! Y Diego. Qué deliciosa coincidencia. Tú y yo vamos a hablar, Freddy.
Cuando se volvió, vi que Rose llevaba razón: en efecto, era guapo con aquellos pómulos altos y labios carnosos de niño bonito, pero también estaba en lo cierto al decir que la indolencia y las drogas lo estaban consumiendo.
Freddy me miró sin comprender, pero Diego dijo:
– La entrenadora, tío, es la entrenadora de baloncesto.
Freddy me clavó la mirada con creciente alarma y me empujó con fuerza suficiente para hacerme tambalear. Se abalanzó por la estrechez del bar hacia la puerta de entrada derribando un botellín de cerveza por el camino.
Me enderecé y salí corriendo tras él. Nadie intentó detenerme aunque tampoco se apartaron para dejarme pasar, de modo que Freddy ya había salido a la calle antes de que lo alcanzara. Eché a correr olvidando mis doloridos muslos, mis manos hinchadas, mi hombro. Freddy estaba cruzando el solar vacío hacia la camioneta de Diego cuando me lancé sobre él. Lo derribé y caí pesadamente encima de él.
Oí aplausos y al levantar la mirada vi a tres de los hombres del bar, incluido el tipo de la obra, riendo y dando palmas.
– ¡Eh, doña, vaya a ver a Lovie Smith, fijo que la ficha para los Bears!
– ¿Qué le ha hecho este chavo? ¿La ha dejado preñada y sin blanca? ¡Ya tiene dos crios y ni un céntimo que darles!
– No es de ésas, Geraldo, no es de ésas, ojo con lo que dices.
Freddy me apartó de un empellón y se puso de pie. Le agarré el tobillo derecho. Cuando empezó a darme patadas, un miembro del público se acercó y lo sujetó por los brazos.
– No corras tanto, Freddy, la señora se lo ha currado para pillarte, es muy grosero que salgas huyendo.
El resto de los hombres fue saliendo del bar y formó un semicírculo a nuestro alrededor, excepto Diego que se situó con aire dubitativo a medio camino entre Freddy y la Dodge.
Me levanté y me puse los mitones.
– Freddy Pacheco, hace tiempo que tú y yo deberíamos haber tenido esta charla.
– ¿Es de la poli, doña? -preguntó el hombre que le sujetaba los brazos.
– No. Soy la entrenadora de baloncesto del Bertha Palmer. Julia era una buena estudiante y una gran jugadora hasta que este chavo banda le arruinó la vida.
El trío intercambió murmullos en español. Es la coach. Sí, pero también detective, sólo que privado, no de la policía; Celine, su sobrina, estaba loca por la coach. Sobrina, mi pandillera era la sobrina de aquel hombre; ¿estaba loca por mí? Quizá lo estuviese entendiendo mal pero la idea me alegró lo indecible.
– ¿Y qué quiere sacarle a este pedazo de mierda, doña?
– La jabonera que Julia te regaló por Navidad el año pasado, Freddy.
– No sé de qué me habla.
Miraba al suelo, cosa que me dificultaba entender sus gimoteos.
– No mientas, Freddy. Mandé la jabonera a un laboratorio forense. Sabrás lo que es el ADN, ¿no? Pueden encontrar ADN hasta en una jabonera que haya aguantado un incendio. ¿No es maravilloso?
Siguió haciéndose el longuis pero tras pincharlo un poco más con unas cuantas amenazas, tanto mías como de los hombres, admitió que se la había dado a Diego, y éste se la había dado a Sancia Valdez.
– ¿En qué pensaba Julia para hacerme un regalo de niña como ése?
– Y Sancia se puso furiosa cuando supo que Diego no se la había comprado, y no quiso quedársela, así que se la devolvió a Julia. ¿No es verdad, Diego?
Diego se apartó de mí alarmado, pero otro de los hombres le agarró el brazo y lo arrastró de vuelta al grupo con una orden gutural.
– Así pues, Freddy -reanudé mi discurso con voz clara de maestra-, hace poco cambiaste de opinión. Y fuiste a casa de los Dorrado y la recuperaste pidiéndosela a Julia. ¿Por qué lo hiciste?
No había mucha luz en la calle, sólo la poca que salía del bar y la de la farola del otro lado de la calle, justo delante de la iglesia, pero creo que Freddy me estaba calibrando con la mirada, como para decidir hasta qué punto iba yo a tragarme lo que me contara.
– Me daba pena haberla tratado tan mal, tío, ella intentó ser amable conmigo, no tenía que haberla tratado tan mal.
– Ya, Freddy, yo también creo en el conejo de Pascua y todas esas historias tan bonitas. Si tanto querías la jabonera, ¿por qué terminó en Fly the Flag?
– No lo sé. Igual me la robaron.
– Sí, claro, una jabonera de tres dólares merece la pena entrar a robar en casa ajena, ¿verdad? Este es el problema. -Me volví hacia los hombres del bar, que me estaban escuchando tan atentos como si les estuviese diciendo la buena fortuna-. Esa jabonera se usó para el incendio de Fly the Flag. Frank Zamar murió en ese incendio, así que la persona que prendió fuego a la fábrica es culpable de homicidio. Y según parece, esa persona fue Freddy, quizá con la ayuda de Bron Czernin, quizá con la de Diego.
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