– Cuando encuentre a alguien que nos lleve a casa te vas a enterar de lo que vale…
Interrumpí mi áspera e inútil amenaza. Mitch había desaparecido tragado por un hoyo. Caminé con cautela hasta el borde. Lo habían excavado y abandonado: las malas hierbas estaban comenzando a crecer por las paredes.
Dos cuerpos yacían en el fondo. Bajé gateando por la arcilla pedregosa olvidando mi agotamiento. Los cuerpos habían sido brutalmente apaleados, tan apaleados que estaban negros y morados, con grandes desolladuras. Uno de los cuerpos parecía el de un hombre, pero era a la mujer a quien Mitch tocaba nervioso con la pata. Tenía una masa de pelo leonado alrededor de la cara hinchada por los golpes. Reconocí aquel pelo, reconocí el abrigo negro de piel. Y el retal carmesí de la valla había sido su pañuelo. Había visto a Marcena Love atarse aquel pañuelo un puñado de veces. Mi pañuelo de la suerte, lo llamaba, siempre me lo pongo en las zonas de guerra.
El hombre… Miré y aparté la vista. Morrell no, ¿cómo iba a serlo? Las manchas negras que me enturbiaban la vista crecieron y bailaron, tapando el cielo gris y los cuerpos destrozados. Me vinieron náuseas y di una arcada. Me volví y vomité un hilillo de bilis.
Es un pájaro, es un avión; no, es…
Recobré la compostura a fuerza de voluntad. Necesitaba beber agua con urgencia; las piernas me temblaban tanto por la deshidratación como por la conmoción y el agotamiento. Volvió a tentarme el bourbon que llevaba en el bolsillo pero si en ese momento bebía whisky, en ayunas y a palo seco, sólo conseguiría marearme.
Me agaché junto a los cuerpos. El hombre era más alto y ancho de hombros que mi amante, o que Billy.
Piensa, Warshawski, reserva el melodrama para los culebrones. Romeo, supuse. Romeo Czernin. Parecía más que muerto, a mi juicio, pero aun así busqué su pulso en la carne amoratada que había sido su cuello. No percibí latido alguno, pero mis propios dedos estaban tan entumecidos que quizá simplemente no lo notaba. Su piel aún estaba caliente; si estaba muerto, no sería desde hacía mucho.
Mitch lamía ansiosamente la cara de Marcena. Lo aparté para palparle el cuello y esta vez sí noté una ligera palpitación irregular. Saqué el móvil pero al usarlo como linterna le había descargado la batería: estaba muerto.
Me puse de pie trabajosamente. Los camiones de basura debían de estar a casi un kilómetro, una buena caminata a través de aquel terreno, pero no había ningún otro lugar más próximo al que ir a pedir ayuda; desde luego no podía desandar lo andado con la esperanza de que el señor Contreras todavía me estuviera aguardando en el coche.
– ¿Te quedarás con ella, viejo? -dije a Mitch-. A lo mejor, si te acurrucas a su lado y le das calor, logrará sobrevivir.
Le hice una seña, la orden para que se tumbara y luego la de quedarse quieto. Gimoteaba y me miraba con incertidumbre, pero se acostó al lado de Marcena. Estaba comenzando a trepar por la pared del hoyo cuando oí que sonaba un teléfono. Fue tan inesperado que pensé que estaba alucinando otra vez, teléfonos en medio de ninguna parte, no tardarían en caer huevos fritos a mis pies.
El sonido de la llamada provenía del cuerpo de Romeo, no del de Marcena. Cesó, mensaje grabándose en el buzón de voz, pensé. Metí mi aprensiva mano en los bolsillos de su abrigo y encontré un manojo de llaves, una cajetilla de cigarrillos y un puñado de billetes de lotería. El teléfono se puso a sonar de nuevo. Los bolsillos de los vaqueros. Los vaqueros estaban desgarrados y pegados a su cuerpo a causa de la sangre medio seca. Me daba un repelús tremendo tocarlos, pero contuve el aliento y metí la mano en el bolsillo delantero izquierdo para extraer el teléfono.
– ¿Billy? -dijo una severa voz masculina.
– No. ¿Quién es? Necesitamos ayuda, necesitamos una ambulancia.
– ¿Con quién hablo? -el tono fue aún más cortante.
– V. I. Warshawski -dije con voz ronca-. ¿Quién es usted? Necesito que pida ayuda.
Intenté explicar dónde me encontraba: cerca del vertedero, cerca del agua, seguramente el lago Calumet, pero el hombre colgó. Llamé al 911 y facilité a la operadora mi nombre y la misma vaga descripción de nuestra ubicación. Dijo que haría lo posible para enviarme a alguien pero que no sabía cuánto iban a tardar.
– El hombre está muerto, me parece, pero la mujer todavía respira. Dense prisa, por favor.
Mi voz era un hilo tan ronco a esas alturas que no podía sonar apremiante o patética, pero no tenía otro modo de hacer llegar mi mensaje.
Después de colgar, me quité el abrigo y con él tapé la cabeza de Marcena. No quería moverla ni tampoco probar la reanimación cardiorrespiratoria. Desconocía la gravedad de sus lesiones internas y podría matarla empujando una costilla rota contra sus pulmones o haciendo alguna cosa igualmente horrible. Pero tenía la obstinada convicción de que su cabeza debía estar abrigada; perdemos la mayor parte de la temperatura corporal a través de la cabeza. La mía estaba helada. Me tapé las orejas con el jersey y permanecí sentada, meciéndome.
Había olvidado por completo al señor Contreras. Hacía dos horas que nos habíamos separado en la calle Cien. A lo mejor se las ingeniaba para encontrarme, para encontrarnos. Y Morrell… Tendría que haber pensado en él antes.
Cuando contestó al teléfono, me asombró que me pusiera a llorar.
– Estoy en medio de ninguna parte con Marcena, está a punto de morir -dije con la voz ahogada en llanto.
– Vic, ¿eres tú? No entiendo ni una palabra de lo que dices. ¿Dónde estás? ¿Qué está pasando?
– Marcena. Mitch la ha encontrado, me ha hecho cruzar toda la ciénaga, ahora no puedo explicarlo. Está casi muerta, y Romeo está junto a ella, está muerto, y como no venga alguien enseguida ella también se morirá, y quizás hasta yo misma. Tengo tanta sed y frío que no aguanto más. Tienes que encontrarme, Morrell.
– ¿Qué ha ocurrido? ¿Cómo has terminado con Marcena? ¿Os han atracado? ¿Estás bien?
– No puedo explicártelo, es muy complicado. Como no consigamos una ambulancia enseguida no saldrá de ésta.
Repetí la escasa información que podía dar sobre nuestra ubicación.
– Saldré de este agujero donde ellos están tirados para que se me vea, pero no creo que haya ningún camino cerca de aquí.
– Haré cuanto pueda, querida. Resiste, algo se me ocurrirá.
– Ah, me olvidaba. El señor Contreras. Lo dejamos atrás y seguramente estará loco de preocupación.
Traté de recordar el número de la matrícula de mi coche pero fue en vano. Morrell repitió que haría cuanto estuviera en su mano y colgó.
Mitch estaba tumbado junto a Marcena, con los ojos vidriosos de agotamiento. Había dejado de lamerla, simplemente yacía a su vera apoyando la cabeza encima de su pecho. Cuando empecé a trepar por la pared del hoyo otra vez, levantó la cabeza para mirarme pero no hizo ademán de levantarse.
– No te culpo, muchacho. Quédate ahí. Mantenla caliente.
Sólo había un par de metros y medio hasta el borde. Clavé los dedos en la arcilla fría y me di impulso. En condiciones normales habría subido en un periquete, pero ahora me parecía una altura insuperable. Esto no es el Everest, pensé con resolución, no tienes que ser Junko Tabei, la primera mujer que alcanzó la cima del Everest. O quizá sí: no sería la primera mujer en escalar el Everest pero sí un hoyo cerca del lago Calumet. La National Geographic Society me agasajaría con cenas y recepciones. Alcancé el borde del hoyo con las manos y me impulsé hasta el mullido herbazal. Miré abajo y vi que Mitch se había levantado y andaba nerviosamente entre Marcena y la pared que acababa de trepar.
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