Sara Paretsky - Fuego

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Victoria Warshawski es una investigadora privada que procede de los barrios del sur de Chicago, donde la inmigración, las drogas, los embarazos adolescentes y el absentismo escolar son una constante. Aquejada de cáncer, la entrenadora de baloncesto del instituto donde ella estudió le pide que asuma el control del equipo femenino, y Warshawski no puede negarse.
El equipo está compuesto por adolescentes de minorías raciales, algunas de ellas con hijos, y todas procedentes de familias humildes. La mayoría de los padres de las chicas trabaja en By-Smart, una cadena de hipermercados que explota y discrimina a sus empleados.

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Regresé hacia Ewing. Si Mitch los atrapaba oiría el jaleo. Pero tendría que estar loca de remate para dejar la avenida principal y adentrarme a pie por aquellas calles sin salida y por los solares pantanosos que aquellos tipos consideraban su casa.

Capítulo 27

Muerte en la ciénaga

Detrás de mí, unos faros me alumbraron como si fuese un ciervo en una carretera rural. Me escondí detrás de un contenedor y el coche se detuvo. Me acurruqué en la oscuridad un momento hasta que caí en la cuenta de que era mi propio coche, de que el señor Contreras, con más sensatez de la que yo estaba haciendo gala en ese momento, lo había traído desde el lugar donde lo había dejado.

– ¿Dónde estás, encanto? -el anciano se había apeado del asiento del conductor y escrutaba la calle vacía-. Te he visto hace un momento. Ah… ¿Dónde está Mitch? Lo siento, de repente ha pegado un tirón y ha salido detrás de esos granujas. ¿Han tomado por esa calle?

– Sí. Pero podrían estar ya en cualquier parte, incluso en medio de la ciénaga.

– Lo siento mucho, encanto, ya veo por qué no quieres que me entrometa cuando estás trabajando, ni siquiera he sido capaz de sujetar al maldito perro.

Agachó la cabeza.

– Tranquilo, tranquilo -le di unas palmadas en el brazo-. Mitch es muy fuerte y quería pillar a esos tíos. Para empezar, si no me hubiese puesto en plan Annie Oakley, quizá Mitch no se habría excitado tanto. Y si hubiese cogido el coche en lugar de pensar que podía atrapar a dos veinteañeros a pie…

Me mordí la lengua: cuestionar a posteriori y culpabilizarse por meter la pata son lujos que un buen detective no debe permitirse jamás.

Mi vecino y yo llamamos al perro durante unos minutos aguzando el oído. La Skyway discurre en diagonal y en el lugar donde nos encontrábamos quedaba a nuestra izquierda, lo bastante cerca como para que el tráfico impidiera oír bien otros ruidos.

– Esto no va a servirnos de nada -dije bruscamente-. Peinaremos la zona con el coche. Si no le vemos pronto, regresaremos de día con Peppy; a lo mejor encuentra su rastro.

El señor Contreras estuvo de acuerdo, al menos con la primera parte de mi sugerencia. Cuando se hubo sentado en el asiento del pasajero dijo:

– Tú vete a casa, descansa un poco y regresa con Peppy, pero yo no voy a abandonar a Mitch a su suerte. Nunca ha pasado la noche fuera y no quiero que empiece a hacerlo ahora.

No intenté discutir con él; en cierto modo yo pensaba lo mismo. Avanzamos lentamente hacia el oeste por la calle Cien. El señor Contreras iba asomado a la ventanilla y lanzaba un penetrante silbido cada pocos metros. A medida que nos acercábamos al río, las casas destartaladas iban dando paso a almacenes y naves en ruinas. Los dos granujas podían haber buscado cobijo en cualquiera de ellos. Mitch podía estar tendido allí. Aparté ese pensamiento de mi cabeza.

Hicimos un concienzudo circuito peinando las cuatro manzanas que había entre la Skyway y el río. Sólo nos cruzamos con otro coche una vez, un bandido tuerto al que le faltaba el faro derecho. El conductor era un chaval flaco y nervioso que al vernos agachó la cabeza.

Al llegar al río bajé del coche. Guardo una linterna de verdad, de tipo profesional, en la guantera. Mientras el señor Contreras permanecía detrás de mí recorriendo la orilla con el foco, yo me interné entre los carrizos muertos.

Teníamos suerte de estar a finales de otoño, cuando la vegetación más fétida se ha congelado y disuelto y los carrizos ya no albergan un millón de insectos de los que pican. Aun así, el suelo era un fango pegajoso que me succionaba los zapatos; noté el agua filtrándose por las suelas.

Oí que algo patinaba y crujía bajo la maleza y me paré en seco.

– Mitch -llamé en voz baja.

El ruido cesó un instante y al cabo prosiguió. Apareció una especie de rata seguida por su familia y se deslizaron hasta el río. Seguí avanzando.

Encontré a un hombre tendido en la hierba, tan quieto que pensé que podía estar muerto. Con un estremecimiento de asco me aproximé lo suficiente como para oírle respirar; emitía un ruidito ronco y rasposo. El señor Contreras me siguió con la linterna y vi la reveladora jeringuilla apoyada sobre una lata abierta de cerveza. Dejé que siguiera soñando y volví a trepar por el terraplén hacia el puente.

Cruzamos el río sumidos en un tenso silencio e intenté repetir la maniobra en la otra orilla, mientras ambos llamábamos a Mitch. Eran más de las cinco, por el este el cielo estaba adquiriendo ese gris más pálido que presagia el alba a finales de año, cuando regresamos tambaleándonos al coche y nos desplomamos en los asientos.

Saqué mis planos de la ciudad. El marjal era inmenso en el West Side; una partida de rescate con perros adiestrados podría pasar una semana entera sin cubrir ni la mitad del terreno. Más allá de la extensa marisma comenzaba de nuevo la cuadrícula de calles, kilómetro tras kilómetro de casas abandonadas y depósitos de chatarra donde podía yacer un perro herido. En realidad no creía que nuestros dos matones hubiesen pasado al otro lado del río: la gente tiende a quedarse en el terreno que conoce. Aquellos tipos habían encontrado o robado o lo que le hubiesen hecho al Miata cerca de su base de operaciones.

– No sé qué más hacer ahora -dije sin ánimo.

Tenía los pies entumecidos por el frío y la humedad, los párpados me dolían de fatiga. El señor Contreras tiene ochenta y un años; no entendía cómo lograba mantenerse en pie.

– Yo tampoco, tesorito, yo tampoco. Nunca tendría que haber… -interrumpió su lamento antes de que yo lo hiciera-. ¿Estás viendo eso?

Señaló una silueta oscura calle abajo.

– Seguramente sólo será un ciervo o algo así pero enciende los faros, encanto, enciende los faros.

Encendí los faros, bajé del coche y me agaché.

– ¿Mitch?¿Mitch? ¡Ven aquí, chico, ven aquí!

Estaba cubierto de barro endurecido; agotado y sediento, la lengua le colgaba. Al verme soltó un ladrido sordo de alivio y comenzó a lamerme la cara. El señor Contreras bajó atropelladamente del coche y abrazó al perro sin parar de insultarlo, diciéndole que lo despellejaría vivo si volvía a gastarle una broma como aquélla.

A nuestra espalda apareció otro coche que nos tocó la bocina. Los tres nos llevamos un buen susto: habíamos estado solos en la calle durante tanto tiempo que habíamos olvidado que era una vía pública. La gruesa correa de cuero seguía sujeta al collar de Mitch. Traté de arrastrarlo de vuelta al coche, pero plantó las pezuñas en el suelo y gruñó.

– ¿Qué te pasa, chico? ¿Eh? ¿Tienes algo en las pezuñas?

Le palpé las garras pero, aunque tenía algunos cortes, no encontré nada clavado en ellas.

Se levantó, fue a recoger algo del suelo y lo soltó a mis pies. Se volvió para mirar hacia la calle, de vuelta al oeste, de donde había venido, agarró la cosa y la volvió a soltar.

– Quiere que vayamos en esa dirección -dijo el señor Contreras-. Ha encontrado algo, quiere que vayamos con él.

Alumbré con la linterna lo que nos había mostrado. Era alguna clase de tela, pero tan sucia de barro que no acerté a ver exactamente lo que era.

– ¿Quiere seguirnos con el coche mientras voy a ver adónde quiere que vayamos? -dije dubitativa. Quizás había matado a uno de los granujas y quería mostrarme el cadáver. Quizás había encontrado a Josie atraído por el olor de la camiseta que le habíamos dado, aunque aquel harapo era demasiado pequeño para ser una camiseta.

Encontré una botella de agua en el coche y vertí un poco en un vaso de plástico que había en la hierba. Mitch tenía tanta prisa por llevarme hacia el oeste que me costó convencerle para que bebiera un poco. Terminé la botella yo misma y le dejé que echara a andar. Insistió en llevarse el trozo de tela inmunda.

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