Flexioné los agarrotados músculos del hombro y abrí la ventanilla para que me diera el aire fresco en la cara. El señor Contreras chasqueó la lengua preocupado y encendió la radio confiando en que el ruido me mantuviera alerta. Giré de nuevo hacia el norte tomando por una calle que debería conducirme a un carril de acceso a la autovía.
La temperatura se mantenía justo por encima de los cero grados, informó la emisora WBBM, y el tráfico era fluido en todas las autovías; estaba claro: las dos de la madrugada era el mejor momento para circular por Chicago. Las bolsas habían abierto perezosamente en Frankfurt y Londres. Los Chiefs habían marcado después del aviso de dos minutos pero aun así habían perdido por ocho tantos.
– Al final no te ha ido tan mal, tesorito -me consoló el señor Contreras-. Eso significa que sólo me debes otros siete dólares, dos por la puntuación del tercer cuarto, uno por el total de sacks de los Patriots, uno por…
– Espere un momento.
Frené en seco. Estábamos debajo de los pilotes de la Skyway. Los interminables desechos del South Side se extendían deprimentemente a ambos lados de la calzada. Conducía concentrada en los socavones que tenía delante cuando percibí un movimiento por el rabillo del ojo. Un par de tíos que se asomaban entre los escombros. Se pararon cuando me paré y se volvieron para fulminarme con la mirada. Las luces de la autopista elevada se filtraban por las junturas del pavimento y arrancaban destellos a sus palancas. Escruté el solar tratando de ver qué estaban despedazando: el guardabarros intacto de un coche nuevo.
Desenfundé la pistola y agarré la correa de Mitch.
– Quédese en el coche -ordené al señor Contreras. Abrí la portezuela de golpe y me bajé de un salto sin darle tiempo a protestar.
Sujetaba la correa de Mitch con la mano izquierda y la pistola con la derecha.
– ¡Soltad las armas! ¡Manos arriba!
Me gritaron obscenidades, pero Mitch estaba gruñendo y arremetía tirando del collar.
– No podré sujetarlo mucho más -advertí avanzando hacia ellos.
Los faros de los coches de arriba barrían nuestros cuerpos. Los dientes de Mitch destellaban con cada rayo de luz. Los dos sujetos soltaron las palancas y pusieron las manos detrás de la cabeza al tiempo que retrocedían. Cuando se apartaron vi el coche. Un Miata tan hundido en el montón de tablones y muelles de cama que sólo la cola era visible, con el maletero abierto y la matrícula: El Niño 1.
– ¿Dónde habéis encontrado este coche? -inquirí.
– Jódete, zorra. Hemos llegado primero.
El deslenguado bajó las manos y echó a caminar hacia mí.
Pegué un tiro desviando el arma lo bastante como para asegurarme de no darles pero lo suficientemente cerca de ellos como para que me hicieran caso. Mitch rugió de miedo: nunca había oído un disparo. Ladraba y saltaba tratando de zafarse de mí. Me quemé los dedos con el cañón caliente al cerrar el seguro a tientas mientras Mitch gruñía y me daba sacudidas. Cuando lo tuve más o menos controlado, estaba sudando y jadeando, y Mitch temblaba, pero los dos pandilleros se habían petrificado, las manos de nuevo encima de la cabeza.
El señor Contreras apareció a mi lado y agarró la correa. Yo también temblaba y le estuve agradecida pero no dije nada, sólo me aseguré de que no me fallara la voz cuando me dirigí a aquellos tipos.
– Oídme bien, desgraciados, a mí se me llama «señora». No «zorra» ni «puta» ni ninguna otra guarrada que os venga a la boca. Sólo «señora». Bien. ¿Cuál de vosotros ha conducido este coche hasta aquí?
No dijeron ni pío. Hice un gesto ostensible para quitar el seguro de mi Smith & Wesson.
– Lo encontramos aquí -dijo uno de ellos-. ¿A usted qué le importa?
– A usted qué le importa, señora -mascullé-. Me importa porque soy detective y este coche está implicado en un secuestro. Si encuentro un cadáver tendréis suerte de no acabar haciendo frente a una sentencia de muerte.
– Encontramos el coche aquí, ya estaba aquí.
Estaban casi gimiendo; me asqueaba mi propia capacidad de acosar: dale a una mujer una pistola y un perro y será capaz de hacer lo mismo que un hombre para humillar al prójimo.
– No puede demostrar nada, no sabemos nada, hemos…
– Manténgalos a raya -dije al señor Contreras.
Fui dando un rodeo hasta el coche sin dejar de apuntarlos. Mi vecino sujetaba a Mitch que seguía revolviéndose inquieto. El maletero, que aquel par de elementos habían forzado, sólo contenía una toalla y unos cuantos libros de Billy: «Cristianos ricos en una era de hambre» del profesor R. J. Sider, y «La violencia del amor» del arzobispo Osear Romero.
Los dos granujas seguían con las manos en alto. Me volví y me abrí paso entre los helechos para mirar dentro del coche. Ni Josie ni Billy. El parabrisas tenía una rotura con forma de tela de araña delante del asiento del conductor y la ventanilla del pasajero estaba hecha añicos. La capota estaba rajada. Quizá los daños se habían producido cuando el coche se estrelló de morro contra el montón de basura. Tal vez la habían emprendido contra el coche con palancas.
El tráfico en lo alto enviaba un constante e irregular zurriagazo que bajaba por las pilastras de la Skyway. Las luces de los coches caían en picado pero no penetraban lo bastante los helechos para que viera dentro del Miata. Encendí la pequeña linterna del móvil, metí la cabeza y los hombros por la raja de la capota y alumbré el interior. Había cristales rotos en el salpicadero y el asiento. Olía a whisky, quizá bourbon o rye. Moví la linterna despacio. Vi un termo abierto en el suelo con un charquito debajo.
Era un modelo de titanio, un Nissan. Morrell tenía uno igual; se lo regalé cuando se fue a Afganistán. Me había costado una fortuna pero nada lo abollaba, ni siquiera un disparo, aunque la i del logo se había desprendido, lo mismo que en aquél.
Salí del coche y abrí la portezuela del conductor de un tirón. Atontada, recogí el termo y lo metí en un bolsillo de mi chaquetón. ¿Cómo había acabado en el coche de Billy el termo de Morrell? Quizá Billy tuviera uno igual y la i del logo fuese propensa a desprenderse, tal como había ocurrido en aquél, aunque me costaba imaginar a Billy o a Josie bebiendo, y mucho menos bourbon.
Morrell estaba conmigo el sábado cuando encontré a Buffalo Bill en mi casa exigiendo que le entregara a su nieto, pero aun suponiendo que Morrell fuese la clase de tío que saldría a buscar a Billy sin decírmelo, no estaba en forma para esa tarea. Y tampoco le iba la bebida.
Abrí mi teléfono y pulsé la tecla de marcación rápida del número de Morrell pero acto seguido lo volví a cerrar: eran más de las dos y media. Carecía de sentido despertarlo por algo que podría preguntarle por la mañana. Además, tenía a los dos matones que habían forzado el maletero. Podrían contestar unas cuantas preguntas.
Justo en ese momento se armó un alboroto detrás de mí: el señor Contreras gritaba, Mitch ladraba desaforado y de pronto oí un chisporroteo de grava cuando nuestros cautivos echaron a correr. Salí de los helechos tan deprisa como pude dejando caer los dos libros en la carrera. Los jóvenes corrían por Swing. Mitch se liberó del señor Contreras y salió como una flecha tras ellos.
Ordené a Mitch que volviera, pero ni siquiera acortó el paso. Salí disparada tras él. Oí los pesados pasos del señor Contreras durante unos metros, pero el tráfico de arriba pronto se tragó el ruido. En la calle Cien los jóvenes giraron al oeste, hacia el río, con Mitch pisándoles los talones. Aún corrí una manzana más antes de admitir que los había perdido. Me quedé parada, tratando de discernir hacia dónde habían ido, pero lo único que oía era el traqueteo amortiguado de los camiones en la Skyway y el chapoteo del río en alguna parte a mi izquierda.
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