Le hice otra seña para que se tumbara. No me obedeció, pero cuando estuvo seguro de que no iba a salir de su campo visual regresó junto a Marcena y se acurrucó pegado a ella.
Metí las manos en los bolsillos de los vaqueros y me quedé un rato observando el ejército de camiones azules que evolucionaban lentamente por el vertedero. Era curioso que pudiera oír los motores: los camiones parecían muy lejanos. Quizás estuviera lo bastante cerca como para ir caminando hasta ellos, en realidad. Quizá sólo pensaba que estaban fuera de mi alcance porque había perdido la noción del tiempo y del espacio. Cuando las personas ayunan durante mucho tiempo empiezan a ver visiones. Piensan que hay ángeles que bajan de los cielos hacia ellas, tal como me ocurría a mí en ese momento: veía a mi ángel cayendo de entre las nubes, una silueta gigantesca que venía hacia mí con un espantoso estruendo que anulaba cualquier pensamiento que hubiese tenido jamás.
Me tapé los oídos con las manos. Estaba perdiendo la cabeza: aquello no era un ángel, era un helicóptero. Alguien había tomado en serio mi SOS. Fui a trompicones hacia el aparato en cuanto un desconocido saltó a tierra agachándose para eludir el peligro de las aspas.
– ¿Qué está ocurriendo aquí? -inquirió cuando llegó a mi lado corriendo.
– Están ahí abajo. -Señalé hacia el hoyo-. Haga venir a los camilleros; no sé qué clase de heridas tiene la mujer.
– No la oigo -dijo el hombre irritado-. ¿Dónde demonios está Billy?
– ¿Billy? -grazné, y acerqué mis labios a su oreja-. ¿Se refiere a Billy el Niño? No le he visto desde el domingo en la iglesia. Ella es Marcena Love. Y él creo que Romeo-Bron Czernin. Hay que llevarlos a un hospital. ¿No tiene una camilla en ese trasto?
Hablaba con una lentitud angustiante. El hombre retrocedió cuando le alcanzó mi aliento fétido. Pertenecía a una especie distinta a la mía: estaba alerta, había desayunado, el aliento le olía a café y la piel a abundante loción para después del afeitado. Se había duchado y afeitado. Seguramente yo olía como el mismo vertedero ya que había pasado la noche caminando a través de la ciénaga llena de basura.
– Busco a Billy Bysen. No sé nada sobre estas personas. ¿Cómo es que contestó su teléfono?
– Estaba en el bolsillo del hombre muerto.
Le di la espalda y fui con paso vacilante hacia el helicóptero, recordando sólo en el último instante que debía agacharme debajo de la hélice. El gesto me hizo caer de bruces y el hombre recién afeitado me levantó gritándome que le dijera dónde estaba Billy. Se estaba poniendo realmente pesado, como los niños del patio de recreo coreando «Iffygenio» para burlarse de mí, y tuve ganas de sacar mi Smith & Wesson y pegarle un tiro, pero eso habría hecho enfadar mucho a mi padre.
– No puedes andar diciendo a tus compañeros de clase que soy policía y que los arrestaré -me había dicho-. No debes aprovecharte de mi placa. Resuelve tus problemas sin usar una porra contra la gente. Es la única manera correcta de actuar tanto para los buenos policías como para los hombres y mujeres honrados, ¿entendido, Pepperpot?
Me zafé del hombre afeitado y me abalancé hacia la puerta abierta del helicóptero. El piloto me miró sin interés y volvió a prestar atención a los instrumentos. No me veía capaz de subir al helicóptero sin ayuda y no conseguiría hacerme oír por encima del estrépito de los rotores. Me aferré desesperadamente a las riostras mientras el hombre recién afeitado me agarraba por el hombro herido empujando para que me soltara.
De súbito, el estrépito de los motores cesó. El piloto se estaba quitando los auriculares y bajando de su asiento. A mi alrededor el mundo se llenó de luces intermitentes azules y rojas. Miré en torno a mí y pestañeé ante el despliegue de coches patrulla y ambulancias.
El hombre me soltó el hombro y oí una voz conocida a mis espaldas.
– ¿Eres tú, señora W.? Creía haberte dicho que no pusieras un pie en South Chicago. ¿Qué has estado haciendo? ¿Darte un baño en el vertedero?
En la lista de lesionados, una vez más
Sólo más tarde, cuando me hubieron quitado los sueros y el County Hospital dictaminó que volvía a estar hidratada y en condiciones de marcharme, fui capaz de dar sentido al enjambre de polis y camillas que se había abatido sobre nosotros, y aún tardé más en averiguar de dónde había salido el helicóptero.
En aquel momento, sin embargo, no intenté entender nada, sólo pegué un chillido de alivio al ver a Conrad. Quise contarle lo que estaba ocurriendo pero no salía ningún sonido de mi garganta hinchada y reseca. Alargué mi brazo tembloroso hacia el hoyo. Mientras me desplomaba en el umbral del helicóptero, Conrad fue hasta el borde y se asomó. Al ver a Marcena y a Romeo, regresó corriendo a las ambulancias y envió a los camilleros.
Me quedé dormida, pero Conrad me despertó sacudiéndome:
– Tienes que coger a tu perro. No deja que los sanitarios toquen a la mujer y preferiríamos no tener que matarlo.
Mitch había estado protegiendo a Marcena toda la noche y estaba dispuesto a morder a cualquiera que intentara moverla. Volví a bajar tambaleándome al fondo, deslizándome el último trecho sobre el trasero. Aquel viaje acabó conmigo por completo. Logré llegar al lado de Mitch, y logré agarrarlo por el collar, pero el resto de la mañana se descompuso en fragmentos: Conrad cargándome a hombros y entregándome a dos hombres uniformados para que me subieran a la superficie; el esfuerzo por no soltar la correa de Mitch en ningún momento mientras me caía al pozo del sueño; despertar otra vez para oír al hombre afeitado gritándole a Conrad a propósito del helicóptero.
– No puede presentarse así e incautarse de una propiedad privada. Este helicóptero pertenece a Scarface.
Aquello no podía ser cierto, no podía ser de Al Capone. Pero como no entendía nada, dejé de intentarlo y me limité a observar cómo Conrad indicaba a unos hombres uniformados que sujetaran al tipo mientras cargaban las literas. Qué buena idea; ojala se me hubiese ocurrido. Volví a adormilarme y solté a Mitch, que subió de un salto al helicóptero en pos de Marcena.
– Mejor que a ella también se la lleven -dijo Conrad a los sanitarios, señalándome-. Puede encargarse del perro y, además, también necesita que la vea un médico.
Me dio unas palmaditas en el hombro.
– Tenemos que hablar, señora W., tenemos que hablar sobre cómo supiste que debías venir a este sitio, pero será dentro de unas cuantas horas.
Y entonces los rotores se pusieron en marcha y, pese al estrépito y las sacudidas, que hicieron que Mitch temblara y se pegara a mí, me dormí otra vez. No me desperté hasta que los sanitarios me llevaron del helicóptero a la sala de urgencias, pero el hospital se negó a que Mitch entrara conmigo. No podía dejarle solo. Tampoco podía hablar. Me senté en el suelo con él, abrazada a su pelo manchado de sangre seca. Un vigilante intentaba razonar conmigo y luego empezó a gritarme pero yo no podía responderle y, entonces, caído del cielo, el señor Contreras estaba allí con Morrell y yo estaba en una camilla, y entonces sí que me dormí del todo.
Cuando por fin desperté ya era de noche. Adormilada, miré pestañeando la habitación de hospital sin recordar cómo había llegado allí pero sintiéndome tan perezosa que no me preocupó lo más mínimo. Tenía esa sensación de placer corporal que te embarga cuando remite la fiebre. Ya no me dolía nada ni tenía sed, y alguien me había lavado mientras dormía. Llevaba un camisón de hospital y olía a Nivea.
Al cabo de un rato entró una auxiliar de enfermería.
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