Sara Paretsky - Fuego

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Victoria Warshawski es una investigadora privada que procede de los barrios del sur de Chicago, donde la inmigración, las drogas, los embarazos adolescentes y el absentismo escolar son una constante. Aquejada de cáncer, la entrenadora de baloncesto del instituto donde ella estudió le pide que asuma el control del equipo femenino, y Warshawski no puede negarse.
El equipo está compuesto por adolescentes de minorías raciales, algunas de ellas con hijos, y todas procedentes de familias humildes. La mayoría de los padres de las chicas trabaja en By-Smart, una cadena de hipermercados que explota y discrimina a sus empleados.

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– Veo que se ha despertado. ¿Cómo se encuentra?

Me tomó la tensión y la temperatura y, cuando le pregunté, me dijo que estaba en el County Cook Hospital.

– Has dormido doce horas, chica: no sé qué batalla estuviste librando, pero desde luego estabas a punto de quedar fuera de combate. Ahora bebe un poco de zumo; las órdenes son líquidos, líquidos y más líquidos.

Bebí obedientemente el vaso de zumo de manzana que me alcanzó y después un vaso de agua. Mientras trajinaba por la habitación fui recordando lentamente lo que me había llevado allí. Probé a hablar. Volvía a tener voz, aunque aún bastante ronca, de modo que pregunté por Marcena.

– No lo sé, cariño, no sé nada de las personas que llegaron contigo. Si estaba malherida, como dices, estará en otra unidad, ¿entiendes? Pregunta al doctor cuando pase a verte.

Dormí el resto de la noche, aunque no tan profundamente como antes. Ahora que lo peor había pasado, el agotamiento no era tanto como para que no pudiera oír el ruido del hospital, o enterarme del desfile de personas que venía a ver cómo seguía. Dirigiendo la banda, cómo no, había alguien de admisiones que quería información sobre mi seguro. La noche anterior llevaba la cartera en el bolsillo de los vaqueros; cuando pregunté por mi ropa, alguien sacó un fardo repugnante del armario. Por obra de la misericordia divina, mi billetero seguía estando allí, con mis tarjetas de crédito y la tarjeta del seguro.

Cuando volvieron a despertarme a las seis de la mañana del miércoles para la visita de turno, Morrell estaba sentado a mi lado. Me preguntaron sobre la herida del hombro; había supurado un poco a causa de mis penalidades pero esencialmente estaba sanando, me dieron los papeles del alta y, por fin, me dejaron a solas con mi amante.

Morrell dijo:

– Bueno, Hipólita, Reina de las Amazonas, has sobrevivido a otra batalla.

– Supongo que todavía no han enviado a Hércules a batirse conmigo. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

– Una media hora. Anoche cuando llamé me dijeron que iban a darte el alta por la mañana, y me figuré que querrías una muda.

– Eres casi tan bueno como una chica, Morrell, atinando en detalles como éste. Puedes unirte a mi horda de mujeres guerreras y darnos un ejemplo de cómo vivir mastectomizadas.

Se inclinó para besarme.

– Es un mito, ¿sabes?, eso de que se cortaran los pechos. Y a mí me gustan especialmente los tuyos, así que nada de imprudencias temerarias. Aunque, teniendo en cuenta la manera en que has tratado a tu cuerpo estos últimos diez días, ésta es la frase más inútil que haya dicho jamás.

– Dijo el hombre que todavía tiene una esquirla de bala incrustada junto a la espina dorsal.

Me pasó una bolsa de mano que había preparado con su habitual precisión: cepillo de dientes, cepillo para el pelo, sujetador, vaqueros limpios y un suéter de algodón. El sujetador era mi favorito, de encaje rosa y plata; lo había dejado en su casa hacía varias semanas, pero la ropa era suya. Tenemos la misma estatura y la ropa me quedaba bastante bien, aunque no habría conseguido abrochar los vaqueros si no hubiese estado ayunando treinta y seis horas.

Tomamos un taxi hasta mi apartamento donde el señor Contreras y los perros me recibieron como si fuese un marinero rescatado de un naufragio. Mi vecino había bañado a Mitch y lo había llevado al veterinario. Le habían puesto puntos en una pata que se había cortado con una lata o una púa de alambre de espino. Tras el éxtasis inicial, Mitch volvió a entrar en casa de mi vecino y subió al sofá para dormir. El señor Contreras no quería dejarle solo, de modo que nos acomodamos en la cocina del anciano. El señor Contreras se puso a hacer crepés e intercambiamos batallitas.

Cuando había visto que Mitch me conducía a la ciénaga, el señor Contreras había intentado seguirnos con el coche pero el camino se apartaba demasiado de donde estábamos caminando y, además, al cabo de un par de minutos desaparecimos de su vista entre los carrizos. Regresó al lugar por donde Mitch se había adentrado en la ciénaga pero al cabo de media hora apareció un coche patrulla del estado y le ordenó que se marchase.

– Intenté explicar al agente que estabas perdida allí dentro, y va y me dice que avise a la policía local, no a él, que eso es responsabilidad de las autoridades de Chicago, así que le ruego que llame a la policía de Chicago y se niega, sólo me dice que se llevará el coche al depósito municipal si no lo muevo, de modo que tuve que irme a casa -el anciano aún tenía la voz alterada por el agravio-. Cuando llegué, llamé al 911 y me dijeron que aguardara hasta la mañana y que si entonces seguía sin noticias fuese a denunciar tu desaparición. Tendría que haber llamado al capitán Mallory, supongo, no se me ocurrió, pero, por suerte, al cabo de poco me llamó Morrell y me contó que Mitch te había llevado hasta la señorita Love.

– Esa parte no la entiendo -dije-. Tampoco es que entienda gran cosa en general, ahora mismo, pero, quien atacó a Marcena y a Romeo tuvo que hacerlo entre la calle Cien y el río, porque allí es donde Mitch desapareció. Iba siguiendo a los dos matones que asaltaron el coche de Billy, y luego, lo único que se me ocurre es que, de un modo u otro, percibió el olor de Marcena y le siguió el rastro. ¿Conrad ha buscado en el río?

Morrell negó con la cabeza.

– No he hablado con él desde que ayer nos despedimos en el hospital.

– ¿Qué tal os lleváis Conrad y tú, a todo esto? -inquirí.

– Le llamé después de que me telefonearas desde tu hoyo. ¿Sabes dónde estabas, por cierto? En el borde del campo de golf de Harborside, donde linda con el erial que va a dar al vertedero. En fin, South Chicago es el territorio de Rawlings; pensé que era el camino más rápido para encontrarte y llevar a Marcena al hospital.

Vacilé un instante, pero finalmente pregunté cómo se encontraba Marcena.

– No muy bien, pero sigue en el planeta Tierra -debió de reparar en el amago de suspiro de alivio que di porque agregó-: Sí, eres una pitbull peleona y celosa pero no eres mezquina. Estaba inconsciente cuando llegó al hospital, pero de todos modos le indujeron un coma para asegurarse de que no despertara. Ha perdido la piel de casi una cuarta parte del cuerpo y va a necesitar muchos injertos. Si estuviese lo bastante despierta como para contestar preguntas, el dolor sería tan fuerte que seguramente la mataría.

Nos quedamos un rato en silencio. Para gran consternación del señor Contreras sólo conseguí engullir una crepé después de mi ayuno, pero me la comí con un montón de miel y me sentí mejor.

Poco después Morrell siguió relatando su parte en la historia.

– Cuando Rawlings llamó para decirme que te habían encontrado, llamé a Contreras, tomé un taxi y pasé a recogerle camino del hospital, lo cual fue una bendición, deja que te lo diga, Reina de las Amazonas, porque tu perro guardián no estaba dispuesto a apartarse de tu lado.

– ¿En serio? -me animé-. Ayer se pegó tan concienzudamente a Marcena que creí que ya no me quería.

– Tal vez supuso que tú eras su último vínculo con ella -Morrell movió las cejas provocativamente-. Sea como fuere, de no haber aparecido Contreras, lo más probable es que hubieses ido a parar a la prisión del condado, no al hospital del condado, y el perro estaría muerto. Pero todo salió bien. Aquí Contreras convenció al perro de los Baskerville de que soltase la pierna del vigilante, yo te acompañé a urgencias, aguardamos hasta que la enfermera jefe nos dijo que sólo necesitabas reposo y rehidratación, y entonces llegó Rawlings preguntando si podías prestar declaración a propósito de Marcena. Cuando vio que no era posible, buscamos a un taxista que quisiera llevar a Mitch; Contreras se marchó con él. Rawlings se fue para proseguir sus pesquisas policiales pero yo crucé la calle hasta el depósito de cadáveres y hablé con Vish; se disponía a hacer la autopsia de Bron Czernin.

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