Nick Vishnikov era el director médico adjunto del depósito de cadáveres del condado de Cook y un viejo amigo de Morrell; hacía muchos trabajos de patología forense para Humane Medicine, la organización que había enviado a Morrell a Afganistán. Gracias a eso, le había dado muchos detalles que seguramente no me hubiese confiado a mí.
– Les habían dado una paliza tremenda -me estremecí al recordar la carne desollada y manchada-. ¿Qué les pasó?
Morrell negó con la cabeza.
– Vish no sabe qué decir. Es cierto que los apalearon, pero no cree que fuese con algo convencional, como porras o látigos. Dice que había aceite metido en la piel de Czernin. Le asestaron un golpe muy fuerte en la cabeza, tan fuerte como para partirle la columna, pero eso no le mató, al menos no en el acto. Murió de asfixia, no a causa de las lesiones vertebrales. Pero lo que tiene a Vish realmente desconcertado es que las heridas son uniformes en los cuerpos de ambos. Salvo por el cuello roto de Czernin, obviamente. Ese golpe brutal que recibió, Marcena se las arregló para evitarlo, lo que aumenta las esperanzas de restablecimiento.
Los dos hombres intentaron pensar en cosas que pudieran provocar esa clase de heridas. Morrell se preguntó si no serían rodillos de una planta de laminación de acero, pero el señor Contreras objetó que en tal caso tendrían el cuerpo aplastado. Por su parte, el anciano sugirió que los habían arrastrado por la calle desde la trasera de un camión. A Morrell le pareció plausible y llamó a Vishnikov para comentárselo pero, al parecer, de haber sido arrastrados presentarían marcas de quemaduras y tendones distendidos en los brazos o las piernas.
Las hipótesis resultaban demasiado gráficas para mí: había visto los cuerpos, no me veía con ánimo de hablar de ellos en plan académico. De repente anuncié que me iba arriba. En cuanto entré en mi casa decidí lavarme el pelo, cosa que en el hospital no habían hecho cuando me dieron el manguerazo de rigor. Me dije que la sutura de la espalda ya estaría en condiciones de resistir una ducha.
Una vez aseada y con mis propios vaqueros puestos, consulté mis mensajes. Estaba empezando a costarme recordar que dirigía un negocio, que la vida no se reducía a entrenar equipos de baloncesto y a ir de excursión a las ciénagas.
Tenía las predecibles preguntas de Murray Ryerson del Herald-Star y de Beth Blacksin, una reportera de televisión de Global Entertainment. Les conté lo que sabía, que no era gran cosa, y me puse en contacto con los clientes que aguardaban informes, cuya paciencia menguaba sin parar.
Había un mensaje de Sanford Rieff, el forense a quien había enviado la jabonera en forma de rana. Tenía listo un informe preliminar que me enviaba por fax a la oficina. Intenté llamarle pero me salió el buzón de voz; tendría que aguardar hasta que fuese a la oficina para saber qué había encontrado.
Rose Dorrado había telefoneado dos veces para saber si Josie había aparecido en el hoyo con Bron y Marcena. Julia contestó al teléfono cuando la llamé: su madre estaba fuera buscando trabajo. No, no tenían noticias de Josie.
– Me he enterado de que mataron al padre de April. No pensará que también vayan a matar a Josie, ¿verdad?
– ¿Quién, Julia? -pregunté con cuidado-. ¿Sabes algo sobre la muerte de Bron?
– Alguien contó a mamá que habían encontrado el coche de Billy destrozado y pensé que ya que Josie había desaparecido la misma noche que mataron al señor Czernin, a lo mejor había una pandilla por ahí metiéndose con la gente, y la policía, como que le importamos un rábano, nunca los encontrará.
Su voz transmitía verdadero terror. Hice cuanto pude para tranquilizarla sin llegar a consolarla; no podía prometer que Josie no estuviera muerta, pero me parecía esperanzador que nadie la hubiese visto. Si la hubiese asaltado la misma gente que agredió a Bron y Marcena, todos sus cuerpos habrían aparecido juntos.
– Nos veremos mañana en el entrenamiento, ¿verdad, Julia?
– Pues supongo que sí, entrenadora.
– Y dile a tu madre que después del entrenamiento iré a hablar con ella. Os llevaré a ti y a María Inés en coche, sólo por esta vez.
Después de colgar, me senté con un bloc de notas grande y un rotulador para escribir todo lo que sabía o creía saber sobre lo que estaba ocurriendo en South Chicago.
Un montón de líneas del esquema convergían en Rose Dorrado y Billy el Niño. Rose había cogido un segundo empleo, cosa que fastidió a Josie; la noche en que la planta saltó por los aires, el Niño fue a dormir a casa de los Dorrado huyendo de su familia. ¿Porque se oponían a Josie? ¿Por algo que estaban haciendo ellos? Luego estaba el coche de Billy, pero dentro estaba el termo de Morrell. De un modo u otro, Billy había tenido algo que ver con Bron o Marcena, o con ambos. Y Bron llevaba el teléfono de Billy en su bolsillo.
Recordé que Josie me había dicho que Billy le había regalado el teléfono a alguien. ¿A Bron? Pero ¿por qué? ¿Y luego había regalado el Miata a Bron para que los detectives no dieran con él al rastrear su coche? ¿Bron había sido asesinado por alguien que lo confundió con Billy? ¿Estaba Billy huyendo de un verdadero peligro, un peligro cuya gravedad era demasiado ingenuo para reconocer?
El móvil. Dónde lo había metido. Tenía un vago recuerdo del hombre afeitado de Scarface exigiendo que se lo entregara, pero no me sonaba que le hubiese obedecido.
Tiré mi ropa sucia al suelo junto a la puerta del dormitorio. El móvil de Billy aún estaba en el bolsillo del chaquetón. Igual que el termo de Morrell, o el termo que era como el suyo. A aquellas alturas lo había manoseado tanto que dudaba de que tuviera mucho valor forense, pero aun así lo metí en una bolsa de plástico y volví a bajar la escalera lentamente, con las piernas agarrotadas. Antes habría estado en condiciones de correr después de veinticuatro horas durmiendo, pero aquellas piernas no me servirían para correr tan pronto como me había imaginado.
Compañeros de armas
Cuando regresé a la cocina del señor Contreras me encontré con que había llegado Conrad. Estaba sentado con Morrell a la descascarillada mesa esmaltada mientras el señor Contreras terminaba de dar la vuelta a un montón de crepés recién hechos.
– Qué agradable y placentero es que los hermanos vivan juntos en armonía -dije.
Conrad me sonrió y su diente de oro destelló.
– No vayas a pensar que esto sea una reunión de machos, señora W.; tú eres sin lugar a dudas la estrella. Dime, ¿qué te llevó hasta ese hoyo?
– El perro -dije de inmediato para añadir enseguida, al ver que el buen humor se borraba de su rostro-, no, en serio; pregunta al señor Contreras.
Le expliqué lo ocurrido, desde la llamada de Rose Dorrado hasta el hallazgo del Miata de Billy debajo de la Skyway y la reaparición de Mitch al oeste del río a la altura de la calle Cien.
– Billy conoce a April Czernin porque conoce a Josie. Y conoce, conocía a Bron, porque Bron conduce un camión para el almacén de los Bysen y Billy conoce a todos los camioneros. Así que me pregunto si Billy le regaló el teléfono a Bron, y luego también el coche.
Conrad asintió con la cabeza.
– Es posible. Ahora mismo la señora Czernin es una mujer atormentada y hecha un lío. Su hija está enferma, según tengo entendido, y no sabe a qué se enfrenta. No le pregunté por el teléfono porque no sabía nada al respecto, pero es probable que ella tampoco supiera nada; a juzgar por lo que me dijo, su marido no le contaba gran cosa.
Sacó el teléfono móvil y llamó a su sargento de guardia para que enviara alguien al solar bajo la Skyway a ver qué quedaba del Miata.
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