Años en los campos de batalla hicieron que Morrell aceptara lo dicho sin perder tiempo con preguntas inútiles. Se limitó a decir que ya estaba en ello y dejó que siguiera con lo que me tenía ocupada. No supe qué más hacer mientras esperaba a que llegase la ambulancia, de modo que seguí dando masaje en el pecho a April y practicando la respiración boca a boca.
Natalie Gault, la subdirectora, se presentó en el gimnasio. Las chicas le abrieron paso a regañadientes para que llegara hasta mi lado.
– ¿Qué ha ocurrido aquí? ¿Otra pelea?
– No. April… Czernin… se ha… desmayado. ¿Tienen algo… sobre su historia médica… en los archivos? -El sudor me corría por el cuello y tenía la espalda empapada.
– No lo he mirado, he pensado que se trataba de otro episodio de su guerra de bandas.
Me faltaban energías para desperdiciarlas enojándome.
– Pues no. Ha sido cosa… de la naturaleza. Me preocupa… su corazón. Compruebe su ficha, avise… a su madre.
Gault me miró como preguntándose si debía aceptar una orden mía. Por suerte, en ese momento ocurrió uno de los mayores milagros del South Side: llegó una ambulancia en menos de cinco minutos. Agradecida, me puse de pie y me enjugué el sudor de los ojos.
Mientras daba a los sanitarios una breve explicación de lo ocurrido, éstos se situaron junto a April con un desfibrilador portátil. La tendieron en una camilla y le levantaron la camiseta húmeda para pegarle los electrodos, uno debajo del pecho izquierdo, el otro sobre el hombro derecho. Las chicas se aproximaron, preocupadas y excitadas al mismo tiempo. Como si estuviésemos en una película, los sanitarios nos pidieron que nos apartásemos; hice retroceder a las chicas mientras los sanitarios le aplicaban una descarga. Igual que en una película, April se convulsionó. Observaron el monitor con inquietud; ni un latido. Tuvieron que darle otras dos antes de que el músculo volviera a la vida e iniciara un perezoso latido, como un motor arrancando poco a poco en un día muy frío. En cuanto estuvieron seguros de que respiraba, los sanitarios recogieron su equipo y echaron a correr por el gimnasio con la camilla.
Mientras trotaba a su lado pregunté:
– ¿Adonde la llevan?
– Universidad de Chicago; es el centro pediátrico más cercano. Necesitarán a un adulto para ingresarla.
– Ahora mismo están tratando de localizar a sus padres -dije.
– ¿Usted está en posición de autorizar un tratamiento?
– No lo sé. Soy la entrenadora de baloncesto; ha sufrido el colapso durante el entrenamiento, pero no creo que eso me dé ningún derecho legal.
– Allá usted, pero esta chica necesita un acompañante adulto y un abogado.
Ya estábamos fuera. La ambulancia había atraído a una multitud de estudiantes, que se apartaron cuando los sanitarios abrieron la puerta y metieron a April dentro. Enseguida comprendí que no podía dejar que se marchara sola.
Subí a la trasera y le cogí la mano.
– No pasa nada, pequeña, te pondrás bien, ya verás.
Seguí murmurando y estrechándole la mano mientras ella continuaba semiinconsciente.
El monitor cardiológico emitía los pitidos más fuertes del mundo, más que el de la sirena, más que el de mi móvil que no paró de sonar hasta que un sanitario me dijo que lo apagara porque podía interferir con los instrumentos. Los pitidos irregulares rebotaban en mi cabeza como una pelota de baloncesto. April está viva pero inestable, April está viva pero inestable. Ahogaba cualquier otro pensamiento ya fuese sobre By-Smart, sobre el pastor Andrés o sobre el paradero de Romeo Czernin. Los sonidos parecieron eternizarse, de modo que cuando llegamos al hospital me sorprendió comprobar que habíamos recorrido diez kilómetros en doce minutos.
En cuanto frenamos en la entrada de ambulancias, los sanitarios se llevaron a April a la sala de urgencias dejándome con el papeleo, batalla burocrática de lo más frustrante, puesto que no sabía qué clase de seguro tenían sus padres. El instituto tenía una modesta póliza para los deportistas pero sólo para lesiones sufridas durante el juego; si se trataba de una dolencia preexistente, la póliza no la cubriría.
Cuando el personal de urgencias vio que no sabía cómo rellenar los formularios, me enviaron a un pequeño cubículo a batallar con una empleada de admisiones. Al cabo de tres cuartos de hora me sentía como un boxeador que hubiese peleado trece asaltos pero que aún se mantuviera en pie. Puesto que April había ingresado como una urgencia pediátrica, la estaban tratando, pero necesitaban tanto el consentimiento paterno como cobrar, y no forzosamente, huelga decirlo, en ese orden.
Yo no podía garantizar el pago ni tenía autoridad legal para dar ningún consentimiento, así que traté de localizar a la madre de April en el trabajo, lo que a su vez fue otra pesadilla burocrática; tardé nueve minutos en dar con alguien autorizado a pasar un mensaje a un empleado que se encontraba en su puesto de trabajo, pero ese alguien dijo que el turno de la señora Czernin había terminado a las cuatro y se había marchado. Tampoco estaba en casa, pero los Czernin sí tenían un contestador automático con un mensaje grabado con la voz insegura de alguien que no se manejaba con soltura con la tecnología.
Probé con Morrell otra vez. No había logrado localizar a Marcena. Como me había quedado sin ideas, llamé a Mary Ann McFarlane.
Mi antigua entrenadora se alarmó al enterarse de lo sucedido; no sabía que April tuviera ningún problema de salud y desde luego nunca había sufrido un colapso. El año anterior, en varias ocasiones se había quedado sin resuello durante los ejercicios, pero Mary Ann lo había achacado a la falta de forma física. La entrenadora tampoco sabía nada sobre su seguro médico: suponía que la mayoría de chicas del equipo disponían de la tarjeta verde que les daba derecho a Medicaid, pero nunca se había visto en la necesidad de comprobarlo. Y, por supuesto, tanto el padre como la madre de April trabajaban, de modo que los Czernin seguramente no tenían derecho a ninguna ayuda social.
Cuando colgué, la empleada de admisiones me dijo que si no le aclaraba quién se haría cargo de los cuidados de April tendrían que trasladarla al hospital del condado. Discutimos un rato sobre eso, y estaba exigiendo hablar con un superior cuando una mujer nos interrumpió de mala manera.
– Tori Warshawski, debería haberlo imaginado. ¿Qué le has hecho a mi niña? ¿Dónde está mi April?
Al principio no me di ni cuenta de que me llamaba como mi primo Boom-Boom.
– ¿Ha recibido el mensaje que le he dejado en el contestador? Siento haberle dado la noticia de esa manera, señora Czernin. April ha sufrido un colapso durante el entrenamiento. Hemos conseguido reanimarla, pero nadie sabe qué tiene. Y me temo que hay que dar al hospital los datos del seguro.
– No me vengas con rollos de «señora Czernin», Tori Warshawski. Como le hayas hecho daño a mi niña, lo pagarás con la última gota de sangre de tu cuerpo.
Me quedé mirándola sin comprender nada. Era una mujer delgada, pero no con la cuidada esbeltez de los ricos, como tía Jacqui o Marcena; los tendones de su cuello eran como cuerdas de guitarra y profundas arrugas circundaban su boca, fuese por el tabaco, por las preocupaciones o por ambas cosas. El pelo, descolorido e hirsuto, lo llevaba peinado hacia atrás en ondas tan ásperas como el estropajo. Aparentaba edad suficiente para ser la abuela de April, no su madre, y me devané los sesos intentando recordar dónde podríamos habernos visto antes.
– ¿No me conoces? -espetó-. Antes era Sandra Zoltak.
Contra mi voluntad, me puse roja como un tomate. Sandy Zoltak. La última vez que la vi tenía suaves tirabuzones rubios y el cuerpo rellenito como el de un gato persa, pero con una sonrisa maliciosa y el don de aparecer cuando menos esperabas o deseabas su presencia. Iba a la misma clase del instituto que Boom-Boom, un año delante de mí, pero la conocía. Ya lo creo que la conocía.
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