Sara Paretsky - Fuego

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Victoria Warshawski es una investigadora privada que procede de los barrios del sur de Chicago, donde la inmigración, las drogas, los embarazos adolescentes y el absentismo escolar son una constante. Aquejada de cáncer, la entrenadora de baloncesto del instituto donde ella estudió le pide que asuma el control del equipo femenino, y Warshawski no puede negarse.
El equipo está compuesto por adolescentes de minorías raciales, algunas de ellas con hijos, y todas procedentes de familias humildes. La mayoría de los padres de las chicas trabaja en By-Smart, una cadena de hipermercados que explota y discrimina a sus empleados.

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Di la espalda a la puerta y proseguí obstinadamente con mi discurso a Conrad.

– Si me has guardado rencor durante cuatro años, la verdad es que me apena. Pero, aun así, me estás pidiendo algo que no tienes derecho legal a pedirme; algo a lo que, sin duda, sabes que no me avendría aunque sirviera para poner fin a tus amargos reproches.

Conrad me miró apretando los labios mientras se devanaba los sesos en busca de una buena respuesta. Los perros entraron a la carrera antes de que se decidiera y se pusieron a bailar en torno a mí agitando las colas como pancartas: me habían traído compañía y querían mimos y alabanzas por haber sido tan listos.

Detrás de ellos oí a Marcena diciendo al señor Contreras:

– Adoro la hípica; no sabía que pudieran verse carreras de caballos en Chicago. Antes de que regrese a Inglaterra, tiene que llevarme al hipódromo. ¿Se le dan bien las apuestas? ¿No? A mí tampoco, pero nunca consigo resistirme.

De modo que ahora intentaba engatusar a mi vecino, también. Volví a ponerme de pie en cuanto ella y el señor Contreras entraron en mi pequeño vestíbulo.

– ¡Marcena! Qué alegría. Así que la hípica es otra de tus pasiones secretas, ¡como los aviones de combate de la Segunda Guerra Mundial! Ven que te presente al jefe Rawlings, cuéntale cuánto adoras los trenes en miniatura y cómo tu tío Julián, ¿o era tu tío Sacherevel?, solía dejarte jugar con su tren eléctrico por Navidad.

Conrad sentía una inusitada pasión por los trenes eléctricos; en su sala de estar había un intrincado circuito ferroviario sobre el que se volcaba cuando necesitaba desconectar, y en el garaje había montado un pequeño taller donde construía casas y modelaba paisajes en miniatura.

Conrad sacudió varias veces la cabeza, un mero acto reflejo, apabullado por mi repentino estallido de alegría, mientras Marcena me miraba entornando los ojos. Los presenté y salí al rellano en busca de Morrell. Había llegado a lo alto de la escalera y estaba recobrando el aliento antes de entrar y enfrentarse a los presentes. Peppy salió a ver qué hacíamos, pero Mitch, que también había sucumbido a los encantos de Marcena, no se separó de ella.

– Así, mi espléndida amazona, que vienes de la guerra, ¿eh? -Morrell me atrajo hacia sí y me besó-. Pensaba que la norma de la casa era que sólo uno de nosotros podía estar herido a la vez.

– Sólo es un rasguño -dije-. Ahora mismo me hace un daño horrible, pero no es nada grave. Gracias por venir. Estoy acabando con la poli; el jefe Rawlings quería todo lujo de detalles.

– Habría venido antes pero Marcena no ha regresado hasta las doce y tenía que descansar antes de volver a salir. Lamento haberla traído, cariño, pero aún no me fío de mí para conducir por la ciudad.

Una de las balas había hecho una muesca en la cadera derecha de Morrell junto a la salida del nervio ciático. El nervio había resultado dañado y aún no estaba claro si iba a recuperarse del todo. Su fisioterapeuta le había instado a aprender a usar mandos manuales para conducir, pero él se resistía, negándose a reconocer que quizá no recuperase el pleno funcionamiento de su pierna. Le di un abrazo y entramos en mi apartamento, donde Marcena acariciaba a Mitch y preguntaba a Conrad sobre su trabajo.

Conrad le contestaba lacónicamente. Tenía la mandíbula rígida y cuando me vio entrar con Morrell guardó silencio. Presenté a los dos hombres antes de dejarme caer como un fardo en el sofá; todo aquel alboroto me estaba agotando.

– De modo que te pegaron un tiro, ¿eh? -dijo Conrad mirando a Morrell-. No andarías corriendo delante de una bala destinada a Vic, ¿verdad?

– No, todas iban dirigidas a mí-dijo Morrell-. O, al menos, a cualquiera que intentase entrar en Mazare-Sharif ese día. Eso fue lo que me dijo el ejército; yo no recuerdo nada.

– Lo siento, tío, debió de ser duro. Yo recibí unas cuantas en la colina 882.

Conrad se sentía disgustado por haber permitido que sus sentimientos hacia mí le empujaran a la más burda grosería. Durante varios minutos, él, Morrell y el señor Contreras intercambiaron batallitas; mi vecino había logrado salir ileso de uno de los combates más sangrientos de la Segunda Guerra Mundial pero había visto un montón de hombres muertos y heridos. Marcena tenía su propia colección de anécdotas sobre la guerra que aportar. Como pandillera del South Side que había sido, yo había tenido mi buena ración de batallas campales, pero eran asuntos menores y personales, así que me las guardé para mí.

– La guerra es dulce para quienes nunca se han visto metidos en una -dijo Morrell, y añadió, dirigiéndose a mí-: Erasmo, me parece; tendrás que preguntar a la entrenadora McFarlane cómo era en latín.

Sus palabras rompieron las cadena de remembranzas; Conrad se volvió hacia Marcena.

– Vic me estaba hablando de sus paseos por el South Side, señorita Love. ¿Acostumbra a ir sola?

Marcena me miró con expresión de reproche; no había estado bien de mi parte chivarme de ella a la poli.

– Últimamente has pasado muchas horas allí abajo, has hablado con buena parte del vecindario y la gente se sincera contigo -dije-. Se lo he dicho al jefe Rawlings porque a lo mejor has visto u oído algo que pueda resultarle útil.

– Soy capaz de hacer mis propias preguntas, Vic, gracias, y no vuelvas a orientar a los testigos, ¿vale? Quizá la señorita Love y yo deberíamos ir a tomar un café y así os dejamos a los dos a solas.

– ¡Me parece una gran idea! -exclamó Marcena-. Morrell, cuando quieras que te lleve de vuelta a Evanston, llámame al móvil. Bien, jefe, me hacía falta hablar con alguien de la policía para redondear mi visión de South Chicago. Buena parte del barrio parece bajo vigilancia permanente.

Conrad no hizo caso de sus palabras y se dirigió a mí.

– Vic, lo que te he dicho respecto a liarla en mi territorio iba en serio. Céntrate en el programa de baloncesto. Encárgate de los sinvergüenzas de La Salle Street. Deja que yo me ocupe del Distrito Cuarto.

Capítulo 17

Una rana en mis vaqueros

– ¿Qué habrás hecho para tener a un jefe de policía tan enfadado contigo? -preguntó Morrell.

– Nada que no vaya a superar en una o dos décadas. -Apoyé la cabeza en su hombro y cerré los ojos.

– Cree que aquí la amiga hizo que le pegaran un tiro al poli hace cuatro años -intervino el señor Contreras-, cuando para empezar fue culpa suya por no haberla escuchado. Le estuvo bien empleado, si quiere saber mi opinión, porque eso le hizo…

– Nunca es bueno que te disparen. -No soportaba que el señor Contreras celebrara el disparo contra Conrad y nuestra ruptura, y menos aún delante de Morrell-. Y quizá tendría que haber recibido yo esa bala y no él. Sea como fuere, Marcena conseguirá seducirlo y le cambiará el humor.

– Seguro -coincidió mi vecino para acabar de arreglar las cosas-. Tiene la vitalidad de un equipo entero de animadoras.

Morrell soltó una carcajada.

– Es una periodista galardonada, no creo que le gustase verse comparada con una animadora.

– Pero está llena de brío -murmuré-, y sabe cómo conectar con cualquiera.

– Salvo contigo -dijo Morrell.

– Yo soy especial.

Se arrimó más a mí.

– Y eso precisamente es lo que me gusta de ti, ¿sabes?

– Ya, pero podrías aprender algo de ella -dijo el señor Contreras con cara de preocupación-. Mira cómo ha conseguido que el jefe Rawlings comiese de su mano después de que te amenazara.

Me puse tensa pero no dije nada; el anciano me había apoyado tanto durante todo el día que habría sido mezquino por mi parte tomarla con él, y, además, sólo serviría para darle la razón. Levanté la vista y observé que Morrell me miraba sonriente, como si me estuviese leyendo el pensamiento. Le di un golpecito en las costillas y volví a apoyar la cabeza en su hombro.

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