Sara Paretsky - Fuego

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Victoria Warshawski es una investigadora privada que procede de los barrios del sur de Chicago, donde la inmigración, las drogas, los embarazos adolescentes y el absentismo escolar son una constante. Aquejada de cáncer, la entrenadora de baloncesto del instituto donde ella estudió le pide que asuma el control del equipo femenino, y Warshawski no puede negarse.
El equipo está compuesto por adolescentes de minorías raciales, algunas de ellas con hijos, y todas procedentes de familias humildes. La mayoría de los padres de las chicas trabaja en By-Smart, una cadena de hipermercados que explota y discrimina a sus empleados.

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– Al menos puedes estar seguro de que April es hija tuya, que es más de lo que Jesse Navarro o Lech Bukowski pueden decir de sus hijos, con todo el tiempo que has pasado con sus mujeres, y ahora, ahora me dicen que mi April tiene eso en el corazón, esa cosa, y no podrá volver a jugar al baloncesto -una mueca de dolor torció el demacrado rostro avejentado de Sandra.

– ¿Baloncesto? ¿Tiene una enfermedad de caballo y te disgustas porque no puede jugar a un maldito juego de pelota? ¿Qué pasa contigo, tía? -Bron golpeó la pared con la palma de la mano.

Una enfermera que hacía la ronda se detuvo a mi lado a calibrar el nivel de ira en la salita y luego siguió su camino sacudiendo la cabeza.

– ¡Me importa un pimiento el puto baloncesto, fracasado! -exclamó Sandra-. Para April era el pasaporte a la universidad. Sabes de sobra que con tu salario no podrá ir. Y no voy a dejar que haga lo que yo, pasarse la vida casada con un cerdo que se baja la bragueta a la primera de cambio y se mata a trabajar en By-Smart porque no sirve para nada mejor. Mírame bien, parezco tan vieja como tu madre, y hablando de Nuestra Señora la Madre de Dios, así es como ella te ve, y yo… yo se supone que tengo que arrodillarme y dar las gracias por haberme casado contigo como si me cayese la baba, cuando ni siquiera eres capaz de mantener a tu hija.

– ¿Qué quieres decir con que no puedo mantenerla? ¡Que te zurzan, bruja! ¿Alguna vez ha ido a la escuela con hambre o…?

– Pero ¿tú has oído a los médicos? Costará cien mil dólares arreglarle el corazón, eso sin contar los medicamentos, ¡y el seguro sólo paga diez mil! ¿De dónde piensas sacar ese dinero, si puede saberse? ¿Has pensado en el dinero que podríamos haber ahorrado si no te lo hubieses gastado invitando a copas a tus compadres y a las putas que te tiras por ahí, y…?

Bron parecía a punto de estallar de ira.

– ¡Conseguiré el dinero que haga falta para curar a April! Y no te consiento que vuelvas a decirme que no quiero a mi propia hija.

La mujer con la niña pequeña se acercó a ellos tímidamente.

– ¿Podrían hacer un poco menos de ruido, por favor? Están haciendo llorar a mi niña, con esos gritos.

Sandra y Bron la miraron; la niñita del gota a gota lloraba; sus silenciosos hipidos y sollozos eran más turbadores que un berreo. Bron y Sandra apartaron la vista y entonces fue cuando Bron advirtió mi presencia.

– Vaya, la puñetera Tori Warshawski. ¿Qué cojones hacías presionando a mi niña hasta conseguir que le diera un colapso?

Su voz se convirtió en tal bramido que padres y enfermeras salieron corriendo al pasillo.

– Hola, Bron. Hola, Sandra, ¿cómo está April? -pregunté.

Sandra me dio la espalda, pero Bron se acercó a mí a toda prisa y me empujó con tanta fuerza que me arrojó contra la pared.

– ¡Le has hecho daño a mi niña! ¡Te lo advertí, Warshawski, te advertí que si te metías con April tendrías que vértelas conmigo!

La gente miraba horrorizada mientras yo me erguía con cuidado. El dolor que me recorría el brazo izquierdo hizo asomar lágrimas a mis ojos, pero las contuve pestañeando. No iba a enzarzarme en una pelea con él, mucho menos en un hospital, y con el brazo izquierdo en cabestrillo, y con un tipo tan angustiado e impotente que buscaba pelea con cualquiera que lo mirase siquiera de soslayo. Pero tampoco iba darle el gusto de que me viera llorar.

– Sí, ya te oí. Lo que no recuerdo es qué dijiste que harías si le salvaba la vida.

Bron se dio un puñetazo en la palma de la mano.

– Si le salvabas la vida… Si le salvabas la vida, que te den…

Me volví hacia Sandra.

– Te he oído decir que ha sido el corazón. ¿Qué ocurrió? Nunca la había visto débil o sin aliento en los entrenamientos.

– Qué otra cosa ibas a decir, ¿verdad? -masculló Sandra-. Dirías cualquier cosa con tal de cubrirte las espaldas. Tiene algo mal en el corazón, algo de nacimiento, pero la hiciste correr demasiado, por eso tuvo el colapso.

Se me heló la sangre en las venas a causa de un miedo que Bron no había conseguido inspirarme: aquellas palabras sonaban como el preludio de una demanda judicial. El tratamiento de April iba a costar más de cien mil dólares, de modo que necesitaban dinero; podían demandarme. Mis bolsillos no estaban muy llenos, pero seguro que más que los de los Czernin.

– Si se trata de una enfermedad congénita, pudo haber sucedido en cualquier momento y en cualquier parte, Sandra -dije procurando mantener un tono desapasionado-. ¿Han explicado los médicos a qué tratamiento piensan someterla?

– Nada. Sólo reposo, a menos que traigamos el dinero para pagar las facturas. Los negros lo tienen más fácil: con enseñar sus tarjetas de la asistencia social y sus hijos consiguen todo lo que necesitan, pero la gente como nosotros, los blancos que trabajamos duro sin parar, ¿qué podemos enseñar para conseguir lo mismo?

Sandra fulminó con la mirada a la mujer con la niña, que precisamente eran negras, como si la chiquilla de cuatro años fuese quien organizaba las empresas dedicadas a la administración de seguros médicos que decretaban qué tipo de prestaciones correspondían a los estadounidenses. Una enfermera que acababa de salir de una habitación se aproximó con intención de intervenir, pero los Czernin estaban sumidos en su universo particular, el mundo de la ira, y nadie más tenía cabida en él. La enfermera siguió con lo que estuviera haciendo, pero yo me quedé en el campo de batalla.

– Y además estoy casada con el señor Maravillas, que no ha pasado una sola noche en casa en toda la semana y ahora se comporta como si fuese san José, el mejor padre de todos los tiempos. -Sandra miró a Bron con expresión de amargura-. Me sorprende hasta que te acuerdes de cómo se llama tu hija, desde luego no te acordaste de su cumpleaños mientras salías con esa puta inglesa, ¿o estabas con esa Danuta Tomzak del bar de Lazinski?

Bron cogió a Sandra por los delgados hombros y empezó a sacudirla.

– Yo quiero a mi niña, hija de puta, no vuelvas a decir lo contrario ni aquí ni en ninguna otra parte. Dile al cabrón del médico que no la mueva de aquí, que no le dé el alta. El martes tendré el dinero que pide, cálmate.

Se marchó hecho una furia por el pasillo y abrió de un empujón la puerta de vaivén que conducía a la escalera. Sandra apretaba los labios con amargura.

– María tuvo al Príncipe de la Paz -dijo Sandra-, yo tengo al Príncipe de los Gilipollas. -Se volvió, ceñuda, hacia mí-. ¿Irá a pedirle dinero a esa inglesa a la que se ha estado tirando?

Negué con la cabeza.

– No lo sé. Tampoco sé si tiene.

¿Y quién iba a aflojar cien de los grandes para la hija de un hombre que no significaba más que una jugosa historia que contar a los amigos? No lo dije en voz alta: Sandra se agarraba a un clavo ardiendo; no estaba en sus cabales en aquel momento, no distinguía qué cosa era posible y cuál no.

– Has dicho que el seguro sólo cubriría diez mil dólares. ¿Se trata de tu seguro?

Negó con la cabeza y dijo entre dientes:

– No estoy asegurada porque sólo trabajo treinta y seis horas. By-Smart dice que no es trabajo a jornada completa, que para eso hay que trabajar cuarenta horas semanales. Así que Bron paga el seguro para él y para April. Decidimos que no alcanzaba para incluirme, y cuando el hospital, cuando la compañía nos llamó ayer, resulta que es todo lo que van a darle por estar enferma, y eso que pagamos, vaya si pagamos, dos mil seiscientos dólares al año. Si lo hubiese sabido, habría ingresado ese dinero en una cuenta de ahorro para April.

– ¿Qué le pasa a April exactamente? -pregunté.

Sandra empezó a retorcerse las manos.

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