Sara Paretsky - Fuego

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Victoria Warshawski es una investigadora privada que procede de los barrios del sur de Chicago, donde la inmigración, las drogas, los embarazos adolescentes y el absentismo escolar son una constante. Aquejada de cáncer, la entrenadora de baloncesto del instituto donde ella estudió le pide que asuma el control del equipo femenino, y Warshawski no puede negarse.
El equipo está compuesto por adolescentes de minorías raciales, algunas de ellas con hijos, y todas procedentes de familias humildes. La mayoría de los padres de las chicas trabaja en By-Smart, una cadena de hipermercados que explota y discrimina a sus empleados.

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– No lo sé. Los médicos te hablan en una jerga extraña para que no sepas si están haciendo lo correcto con tu hija o no. ¿La estabas haciendo trabajar más de la cuenta porque es mía?

Ojalá hubiese hecho caso al señor Contreras y no me hubiese movido de casa. Lo único que deseaba en aquel momento era arrastrarme a una cueva y dormir hasta la primavera.

– ¿Podemos hablar con el médico? Si entiendo el diagnóstico, a lo mejor puedo ayudar a encontrar un tratamiento.

Estaba pensando en mi amiga Lotty Herschel, que era cirujana del hospital Beth Israel, en el lejano North Side de Chicago. Lotty atendía a muchos pacientes sin recursos económicos; quizá supiera cómo ayudar a los Czernin ante los tejemanejes de las aseguradoras.

– Se desmayó una vez, el verano pasado, cuando fue a las colonias de baloncesto, pero no le di importancia, las chicas siempre se desmayan, desde luego yo no paraba cuando tenía su edad. Quería darle todas las oportunidades, no iba a dejar que trataras con prepotencia a mi niña tal como hiciste conmigo.

Quedé aturdida ante el chorro de palabras e ideas contradictorias que pugnaban por abrirse camino. Estuve a punto de replicar sin miramientos que no la había tratado con prepotencia, pero al rememorar nuestra historia común me vi en un apuro. Recordé aquella noche justo antes del baile de inauguración del curso: si hubiese podido cambiar una noche de mi vida sin duda habría sido aquélla, o quizá la vez en que hurté media botella de whisky en el bar de Lazinski, o la noche en que murió mi madre. Basta, me dije. Tenía tantos malos recuerdos como para morirme de vergüenza si insistía en ellos.

La enfermera que había intentado intervenir en la pelea entre Sandra y Bron aún andaba por allí. Estuvo de acuerdo en avisar a un médico que la familia de April quería hablar con él. Mientras aguardábamos, crucé el pasillo hasta la habitación de la muchacha. Sandy me siguió sin protestar.

April estaba en una habitación con otras tres chicas. Cuando entré estaba viendo la televisión. Tenía el rostro hinchado a causa de los medicamentos. Apoyado junto a la cama había un flamante oso de peluche gigante que sostenía un globo con la leyenda «Cúrate pronto».

April pasó su mirada imprecisa de la pantalla a su madre, pero su rostro se iluminó al verme a mí.

– ¡Entrenadora! ¡Qué bien que haya venido a verme! ¿Me dejará volver al equipo aunque me pierda los entrenamientos de la semana que viene?

– Podrás reincorporarte al equipo en cuanto los médicos y tu madre digan que estás en condiciones de jugar. Menudo oso, ¿de dónde ha salido?

– Papá. -Dirigió una mirada precavida a su madre: seguramente el oso ya había dado pie a una pelea, pero me resultó desgarrador que Bron, llevado por sus ansias de hacer algo por su hija, se hubiese presentado con aquel juguete enorme.

Charlamos un rato sobre baloncesto, sobre el instituto, lo que se estaba perdiendo en clase de Biología, mientras Sandra ahuecaba almohadas, estiraba sábanas, insistía a April en que bebiera zumo («Ya sabes que el médico ha dicho que necesitas mucho líquido con estas medicinas que tomas»).

Al cabo de un rato se presentó el residente. Tenía el rostro regordete como el de un querubín, orlado de suaves rizos morenos y todo, pero se desenvolvía con soltura y estuvo bromeando con April mientras le tomaba el pulso y le preguntaba cuánto estaba bebiendo y comiendo.

– Te has traído este temible oso para asustarme, ¿eh?, pero yo no me asusto tan fácilmente. Eso sí, mantenlo alejado de tu novio, los chicos de tu edad no pueden enfrentarse a los osos.

Pasados unos minutos se despidió inclinando la cabeza y guiñándole un ojo, y nos condujo a Sandra y a mí al pasillo, donde April no pudiera oírnos. Me presenté y le expliqué mi papel en la vida de la muchacha.

– Vaya, de modo que es usted la heroína que le salvó la vida. ¿Así es como acabó con el brazo en cabestrillo?

Confié en que la opinión que Sandra tenía de mí mejorase al oír que el médico me llamara heroína.

– Tiene lo que llamamos síndrome del QT largo. Podría mostrarle los electrocardiogramas y explicarle cómo lo sabemos y por qué lo llamamos así, pero lo que en realidad significa es un tipo de arritmia cardiaca. Con un tratamiento adecuado, sin duda puede llevar una vida normal y productiva pero, desde luego, tiene que renunciar al baloncesto. Si sigue jugando, y lamento ser tan directo, señora Czernin, las consecuencias podrían ser muy graves.

Sandra asintió con tristeza. Volvía a retorcerse las manos. Pregunté al residente en qué consistía el tratamiento adecuado.

– Por ahora hemos empezado con una tanda de betabloqueantes para estabilizarle el corazón. -Emprendió una larga explicación sobre la acumulación de iones de sodio y la función de los betabloqueantes como estabilizadores del intercambio de iones, para luego agregar-: Deberían pensar en un marcapasos, en un desfibrilador cardioverter implantable. De lo contrario, me temo que, bueno, sólo es cuestión de tiempo que le sobrevenga otro episodio grave. -Su busca sonó-. Si necesitan cualquier cosa, no duden en avisarme. Estaré encantado de hablar con ustedes en cualquier momento. El lunes daremos de alta a April, si el ritmo cardiaco se estabiliza, y de momento seguiremos con los betabloqueantes.

– Como si pudiera permitírmelos -masculló Sandra-. Aun con el descuento de empleada, la medicación costará cincuenta pavos a la semana. ¿Qué se creen, que sólo los ricos se ponen enfermos en este país?

Procuré decirle lo mucho que lo sentía, pero volvió a tomarla conmigo; nuestro breve paréntesis de entendimiento había tocado a su fin. También había un límite para la cantidad de tiempo que podía dedicarle a servir de chivo expiatorio, y hacía un buen rato que lo había sobrepasado. Le dije que me mantendría en contacto y enfilé el pasillo hacia la escalera.

Al salir por la puerta principal casi choqué con una adolescente alta que entraba procedente de Maryland Avenue. Estaba absorta en mis pensamientos y no la miré hasta que soltó un grito ahogado:

– ¡Entrenadora!

Me detuve.

– ¡Josie Dorrado! Me parece estupendo que hayas venido a ver a April. Va a necesitar mucho apoyo estas próximas semanas.

Para mi asombro, en lugar de contestar se ruborizó y dejó caer la maceta de margaritas que llevaba. Entreabrió la puerta y se puso a sacudir la mano derecha indicando a alguien que había fuera que se marchara enseguida. Pasé por encima de la planta y de la tierra desparramada y abrí la puerta.

Josie me cogió por el brazo izquierdo, el que tenía lastimado, tratando de impedir que saliera. Pegué tal chillido que del susto me soltó, y la aparté bruscamente para ver quién había en la calle. Un Miata azul oscuro se alejaba por Maryland, pero un grupo de mujeres corpulentas que cruzaba lentamente la calle me impidió ver la matrícula.

Me volví hacia Josie.

– ¿Quién te ha traído? ¿A quién conoces que pueda permitirse un coche deportivo como ése?

– He venido en autobús -se apresuró a decir.

– Ah, ¿sí? ¿En cuál?

– En el… eh… el… no me he fijado en el número. Pregunté al conductor.

– ¿Si podía dejarte frente a la entrada del hospital? Josie, me avergüenza que me mientas. Estás en mi equipo; tengo que poder confiar en ti.

– No lo comprende, entrenadora. No es lo que se imagina, ¡en serio!

– Disculpen -las tres mujeres que acababan de cruzar la calle nos miraron con expresión autoritaria-. ¿Podrían quitar esta porquería? Nos gustaría entrar en el hospital.

Nos arrodillamos para recoger las flores. La maceta era de plástico y había sobrevivido a la caída. Con un poco de ayuda del vigilante de recepción, que me pasó una escoba, volvimos a meter casi toda la tierra en la maceta y recompusimos las flores; parecían medio muertas, pero vi en la etiqueta que Josie las había comprado en By-Smart por un dólar con noventa y nueve: nadie consigue flores frescas por dos pavos.

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