Buffalo y su chica: ¿salimos esta noche?
El señor Contreras estaba sentado en la butaca de mi sala de estar. Delante de él, en el sofá, estaban Buffalo Bill Bysen y su secretaria personal, Mildred. Aunque eran las diez de la noche de un sábado, iba muy maquillada. El señor Contreras me miró con la misma expresión de desafío culpable que adoptan los perros cuando han estado cavando el jardín.
– De modo que éste es el motivo por el que hay un Bentley aparcado en Belmont: aguarda al director de una de las empresas más grandes del mundo, que ha venido a visitarme -me froté las manos con fingido entusiasmo-. Es un honor que hayan pasado a verme, pero me temo que voy a acostarme. Sírvanse del mueble bar, están en su casa, y, por favor, no pongan la música muy alta: los vecinos son un poco quisquillosos.
Me acerqué a la puerta para decirle a Morrell que el terreno no estaba exactamente despejado pero que aun así podíamos entrar.
– Lo lamento, encanto -dijo el señor Contreras, que me había seguido-. Cuando se han presentado diciendo que necesitaban verte, bueno, tú siempre me dices que no me entrometa, así que no he querido decirles que no por si habíais quedado; hoy no has querido que supiera nada de tus planes.
Le mostré los dientes con una sonrisa maliciosa.
– Qué atento de su parte. ¿Cuánto hace que han llegado?
– Una hora, quizás un poco más.
– Tengo un móvil, ¿sabe?, y le he dado el número.
– ¿Me haría el favor? -Mildred se reunió con nosotros en el pasillo-. La jornada del señor Bysen comienza muy temprano por la mañana. Tenemos que resolver esto para poder regresar a Barrington.
– Faltaría más. Morrell, te presento a Mildred; me temo que no sé su apellido; es la factótum de Buffalo Bill Bysen. Mildred, le presento a Morrell. Nunca usa su nombre de pila.
Morrell le tendió la mano, pero Mildred se limitó a asentir mecánicamente y se volvió para que la siguiéramos al interior de mi apartamento.
– Mildred y Buffalo Bill llevan más de una hora esperando en la sala de estar -dije a Morrell-. El señor Contreras los ha dejado pasar pensando que era una emergencia cuando se han presentado sin ser invitados, y ahora están muy contrariados porque no hemos usado nuestra percepción extrasensorial para dejar lo que estábamos haciendo y venir corriendo a casa a atenderles.
– Para usted es el señor Bysen -dijo Mildred torciendo el gesto-. Si trata a todos sus clientes de forma tan grosera, me sorprende que tenga alguno.
La miré pensativa.
– ¿Usted es cliente mía, Mildred? ¿Lo es Buffalo Bill? No recuerdo que me contrataran. Como tampoco recuerdo haberles dado mi dirección particular.
– El señor Bysen -dijo con énfasis-, le explicará lo que necesita que haga por él.
Una vez todos dentro, presenté a Bysen y a Morrell y ofrecí bebidas.
– Esto no es una visita de cortesía, jovencita -dijo Bysen-. Quiero saber dónde está mi nieto.
Negué con la cabeza.
– No lo sé. Si eso es cuanto quería, podría haberse ahorrado el viaje desde Barrington.
Mildred se sentó de nuevo en el sofá al lado de Bysen y abrió su portafolio de piel dorada, pluma en ristre, lista para tomar notas u ordenar una ejecución instantánea.
– Habló con usted el jueves. Usted le llamó y hablaron. Ahora va a decirme dónde está.
– Fue Billy quien me llamó, no a la inversa. No sé dónde está ni tengo el número de su móvil. Además, le prometí que no lo buscaría mientras creyera que estaba sano y salvo y que nadie lo retenía contra su voluntad.
– Vaya, eso está muy bien, habla con el chico por teléfono y sabe que está sano y salvo. ¿Sólo lo ha visto dos veces y lo conoce tan bien que le basta con oír su voz por teléfono para saber que está bien? ¿Tiene idea de cuánto le gustaría a un secuestrador raptar a uno de mis nietos? ¿Sabe cuánto vale ese muchacho?
Me apreté el puente de la nariz con el índice y el pulgar de la mano derecha, como si con ello fuera a meter ideas en mi cerebro.
– No lo sé. Calculo que el valor de la empresa ronda los cuatrocientos mil millones, y si usted la ha repartido en partes iguales. Tiene seis hijos, ¿verdad? Eso nos da sesenta y siete mil millones por cabeza, y si luego el señor William está siendo justo con sus propios hijos, supongo que…
– ¡Esto no es una broma! -bramó Buffalo Bill poniéndose en pie-. Si mañana a esta hora no me lo ha entregado voy a…
– ¿Qué hará? ¿Cortarme la asignación? Puede que no sea una broma, pero usted lo está convirtiendo en una farsa. Su hijo me contrató para que buscara a Billy, y en un momento de descuido acepté. Cuando Billy se enteró por medio de alguien del South Side, me llamó y me dijo que le dijera al señor William que lo dejara en paz o que él, Billy, empezaría a llamar a los accionistas.
Buffalo Bill puso cara de pocos amigos y volvió a sentarse.
– ¿Qué quiso decir con eso?
Esbocé una sonrisa que más parecía una mueca.
– Al parecer significó algo para el señor William, así que me figuro que también significará algo para usted.
– Podría significar docenas de cosas. ¿Usted qué interpretó? ¿No le preguntó qué iba a decir a los accionistas?
¿Era ése el verdadero motivo de su absurdo viaje desde el esplendor protegido de Barrington Hills hasta mi apartamento de cuatro habitaciones?
– Si quería hablar de esto conmigo, ¿por qué no me llamó por teléfono o me pidió que fuera a su oficina? Yo no sé usted, pero el mío ha sido un día muy, pero que muy largo y me gustaría irme a la cama.
Bysen frunció aún más el ceño.
– Ayer, Grobian llamó desde el almacén. Dijo que había visto a Billy por la calle, a la altura de la Noventa y dos, abrazado a una chica mexicana.
– Entonces ya sabe que está a salvo.
– Ni hablar. Quiero saber quién es esa mexicana. No pienso permitir que engañe a mi nieto con el cuento de la mala suerte de una espalda mojada y que se case con ella prometiéndole diamantes o lo que sea que crea que puede sacar de la fortuna de su abuelo. Usted ha conocido a Billy, ha visto cómo es, tiene debilidad por los problemas de los demás. ¡Si hasta da billetes de dólar a los indigentes que venden periódicos gratuitos! Son incapaces de tener un empleo de verdad y gorronean billetes de dólar a chicos ingenuos como Billy.
Inhalé profundamente. Con el rabillo del ojo vi que Morrell negaba discretamente con la cabeza a modo de advertencia, como queriendo decir: «Tómatelo con calma, V. I., no le saltes a la yugular».
– Los matrimonios poco aconsejables están a la orden del día, y si Billy está saliendo con la persona inadecuada no creo que yo pueda impedirlo, señor Bysen. Pero él comparte los principios religiosos de su abuela; si se compromete con alguien, apostaría a que será con una joven devota. Aunque sea una chica pobre, seguramente no será una cazafortunas.
– No se lo crea ni por un instante. Mire esa criatura que Gary trajo a casa; aseguraba que era una buena cristiana. No nos gustaba nada la idea de que estudiara tan lejos, pero Duke parecía un lugar lleno de buenos chicos y chicas cristianos, y ella era miembro de la fraternidad universitaria.
Mildred le murmuró algo al oído y Bysen guardó silencio, volviéndose para fulminarme con la mirada.
– Quiero saber quién es esa chica, la chica que se ha liado con Billy.
Contuve un bostezo.
– Con tantos recursos como tiene, no necesita mi ayuda -dije-. Mire qué fácil le ha resultado dar conmigo. Mi teléfono no figura en el listín, todas mis facturas llevan la dirección de la oficina, y, sin embargo, aquí están ustedes. Alguien que está en su nómina conoce a alguien en la empresa telefónica, o donde sea, dispuesto a violar la ley para echarle una mano. Pues bien, haga que esas mismas personas averigüen con quién está saliendo Billy.
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