Sara Paretsky - Fuego

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Victoria Warshawski es una investigadora privada que procede de los barrios del sur de Chicago, donde la inmigración, las drogas, los embarazos adolescentes y el absentismo escolar son una constante. Aquejada de cáncer, la entrenadora de baloncesto del instituto donde ella estudió le pide que asuma el control del equipo femenino, y Warshawski no puede negarse.
El equipo está compuesto por adolescentes de minorías raciales, algunas de ellas con hijos, y todas procedentes de familias humildes. La mayoría de los padres de las chicas trabaja en By-Smart, una cadena de hipermercados que explota y discrimina a sus empleados.

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– Pero él la conoce, confía en usted, usted está en su salsa allí abajo. Si envío a alguien de nuestra gente de seguridad, sabrá que lo mando yo y, entonces…, bueno, se enfadará. Igualaré las condiciones que acordó con William.

– Lo siento, señor Bysen. Le dije a su hijo que renunciaba, le expliqué el motivo, le envié una carta certificada exponiéndolo por escrito. Le prometí a Billy que abandonaría su búsqueda, y la he abandonado.

Bysen se puso de pie, apoyándose en su bastón.

– Está cometiendo un grave error, jovencita -dijo-. Le he ofrecido un arreglo justo, muy justo, de hecho, ya que desconozco las condiciones que pactó con William, y sin regateos. Usted no quiere ayudarme y yo puedo ponerle las cosas difíciles, muy difíciles. ¿Cree que no sé a cuánto asciende su hipoteca? ¿Qué haría si convenciera a todos sus clientes de que la dejaran por otro detective? ¿Qué pasaría si le hiciera la vida tan difícil que tuviese que venir arrastrándose a mí y suplicarme que la contratara a cualquier precio?

El señor Contreras se puso de pie de un salto y Mitch, alarmado por el tono de voz de Bysen, soltó un gruñido grave y profundo, el que los perros hacen cuando van en serio. Me apresuré a agarrarlo del collar.

– ¡Deje de amenazarla! -exclamó el señor Contreras-. Ha dicho que no va a trabajar para usted, encájelo como un hombre. Tampoco es el fin del mundo. No tiene ninguna necesidad de adueñarse de ella junto con el resto de la creación.

– Pero es que la tiene, ya lo creo que la tiene. Es lo único que le mantiene vivo, la perspectiva de engullirnos a todos de un bocado -miré a Bysen inquisitivamente y añadí-: ¿Qué se siente al tener semejante hambre, un hambre tan voraz que nada puede saciarla? ¿Sus hijos son iguales? ¿Tendrá William la misma necesidad de hacer crecer su imperio cuando usted esté muerto y enterrado?

– ¡William! -Bysen escupió el nombre de su propio hijo-. Vaya, si hasta la listilla de Jacqui sería mejor.

Una vez más, Mildred le interrumpió con un deferente murmullo al oído, tras lo cual añadió dirigiéndose a mí:

– La señora Bysen está sumamente preocupada por Billy. Tiene ochenta y dos años; no le conviene pasar por esto. Si usted sabe dónde está Billy y no nos lo dice, el disgusto podría matarla. ¿Sabe?, quizás hasta podamos acusarla de ser cómplice de su secuestro.

– Oiga, váyanse a casa -dije-. Están acostumbrados a que las personas los necesiten tanto como para avenirse a lo que sea con tal de estar a buenas con ustedes. Cuando se encuentran con alguien que no necesita ni quiere tener nada que ver con ustedes, no saben cómo actuar: para camelarme, ¿deberían decirme que la abuela tiene el corazón partido, o amenazarme con presentar cargos federales contra mí? Vuelvan a los suburbios y piensen en una manera seria de abordar el asunto si quieren hablar conmigo otra vez.

Sin aguardar la reacción de mis visitas, tiré del collar de Mitch para que se volviera. Llamé a Peppy y me los llevé a los dos hasta la cocina, abrí la puerta de la escalera de atrás y los envié al patio a orinar.

Me apoyé en la barandilla del porche con los ojos cerrados tratando de aliviar la tensión del cuello y los hombros. La herida me palpitaba, pero la intervención de Lotty había rebajado el nivel de dolor hasta hacerlo soportable. Los perros subieron la escalera en mi busca, como para asegurarse de que estuviese bien después de las amenazas de Bysen. Les hice unas caricias pero me quedé en el porche escuchando el murmullo de la ciudad en torno a mí: el ruido sordo del ferrocarril elevado a pocas manzanas, una sirena distante, risas en un apartamento vecino: mi nana particular.

Al poco rato, Morrell vino renqueando hacia mí. Me apoyé contra su pecho y me arrebujé entre sus brazos.

– ¿Ya se han ido?

Rió por lo bajo.

– Tu vecino se ha peleado con Buffalo Bill -dijo-. Me parece que Contreras se sentía tan culpable por haberlos dejado entrar que la ha tomado con Bysen. Mildred ha intentado separarlos, pero Contreras ha dicho que Bysen era un cobarde por meterse con una joven solitaria como tú. Bysen se ha puesto furioso y ha recitado como un loro sus méritos militares, y Contreras ha replicado con sus recuerdos de Anzio, de modo que decidí que había llegado el momento de echarlos a todos.

– ¿Incluido a Contreras?

– Quería quedarse para asegurarse de que no estabas enfadada con él, pero le prometí que no debía preocuparse, que sólo estabas cansada y que hablarías con él por la mañana.

– A la orden -dije dócilmente.

Entramos en la casa. Mientras me desnudaba encontré la jabonera con forma de rana en el bolsillo del chaquetón. La saqué y volví a mirarla.

– ¿Quién eres? ¿Qué hacías allí abajo? -le pregunté.

Morrell se acercó a ver con quién hablaba. Tarareó un par de estrofas de Doctor Dolittle:

– Camina con los animales, habla con los animales…

Pero cuando le conté lo que era y dónde lo había encontrado, me sugirió que lo metiera en una bolsa de plástico.

– Podría ser una prueba. En cuyo caso, toquetearlo podría borrar otras huellas digitales.

– Tendría que haber pensado en eso. La he llevado en el bolsillo del chaquetón todo el día.

Debería entregársela a Conrad para que la hiciera examinar por su equipo de artificieros y expertos en incendios. Pero Conrad había sido muy grosero conmigo. El lunes lo enviaría a un laboratorio forense privado con el que solía trabajar.

Tendidos a oscuras, Morrell me preguntó si en realidad sabía dónde estaba Billy.

– No, pero Grobian, Grobian dirige el almacén de By-Smart de la calle Ciento tres. Si es verdad que Grobian lo vio con una chica mexicana, me figuro que Billy la habrá conocido en Mount Ararat; el chico canta en el coro. Así que creo que mañana iré a la iglesia.

Capítulo 21

Un búfalo suelto en la iglesia

Una docena de niños vestidos de blanco y azul marino, con pantalones ellos, con faldas ellas, ejecutaban un baile sincronizado por el pasillo cuando entré discretamente en el Mount Ararat a la mañana siguiente. Según decía el tablero de anuncios de la fachada, el oficio religioso comenzaba oficialmente a las diez. Eran cerca de las once. Había llegado tarde a propósito, confiando en que faltara poco para el final; no obstante, parecía que el servicio acababa de comenzar.

Había acompañado a Morrell a su casa en Evanston antes de ir a la iglesia; me dijo que se había quedado conmigo en Chicago porque pensaba que la herida del hombro iba a dejarme fuera de circulación, no por el gusto de hibernar con el señor Contreras y los perros. Entendí su punto de vista pero, aun así, me sentí abandonada; lo dejé en la portería y no entré. Si Marcena estaba acurrucada delante del televisor, que así fuera.

Mientras conducía hacia el sur comenzó a nevar. Para cuando llegué a la iglesia, una fina capa de nieve cubría el suelo, aunque faltaban dos semanas para el día de Acción de Gracias. El año estaba tocando a su fin, el cielo pesaba como exhortándome a que me echara a dormir el invierno entero. Aparqué en la calle Noventa y uno y corrí hacia el interior de la iglesia. Había decidido que el Mount Ararat merecía, o mejor exigía, una falda, y el aire frío me azotaba las medias y me subía por los muslos.

En cuanto crucé la puerta me detuve para orientarme. Dentro del edificio hacía calor y me recibió un apabullante aluvión de sonido y movimiento. Los niños que bailaban no eran los únicos que ocupaban los pasillos, sólo los únicos que hacían algo organizado; mientras observaba, algunas personas saltaban por el pasillo con un brazo en alto y permanecían allí un rato antes de regresar a su banco.

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