Sara Paretsky - Fuego

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Victoria Warshawski es una investigadora privada que procede de los barrios del sur de Chicago, donde la inmigración, las drogas, los embarazos adolescentes y el absentismo escolar son una constante. Aquejada de cáncer, la entrenadora de baloncesto del instituto donde ella estudió le pide que asuma el control del equipo femenino, y Warshawski no puede negarse.
El equipo está compuesto por adolescentes de minorías raciales, algunas de ellas con hijos, y todas procedentes de familias humildes. La mayoría de los padres de las chicas trabaja en By-Smart, una cadena de hipermercados que explota y discrimina a sus empleados.

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Los niños llevaban camisetas blancas de manga larga con lenguas rojas de fuego en el pecho y la leyenda «Tropa del Mount Ararat marchando por Jesús» en la espalda. Su número consistía en dar patadas, palmas y pisotones con más ganas que destreza, pero la congregación los aplaudía y les infundía ánimo a gritos. Una banda eléctrica los acompañaba: armonio, guitarra y batería.

La directora del coro, una imponente mujer con una túnica escarlata, cantaba y bailaba con una energía sorprendente. Evolucionaba entre la congregación y el borde de una tarima alta donde el coro y los ministros compartían espacio con la banda. Tanto su micrófono como los de la banda estaban a un volumen tan alto que me resultaba imposible entender sus palabras y mucho menos saber en qué idioma cantaba.

Detrás de ella había unos sillones de madera dispuestos en dos semicírculos. En medio del primer círculo estaba el pastor Andrés, que lucía una túnica azul marino con una estola azul celeste. Otros cinco hombres ocupaban los asientos contiguos, incluido uno muy anciano, calvo y con el cuello delgado, que permanecía con la cabeza gacha.

El coro, colocado en dos filas muy apretujadas detrás de los oficiantes, cantaba junto con la directora, tocando panderetas y girando según les indicara su espíritu. Con tanto agitar brazos y tanto dar vueltas costaba lo suyo fijarse en los rostros de cada uno.

Por fin divisé a Billy en la fila de atrás. Quedaba prácticamente oculto a la vista, en parte por el lío de cables eléctricos que serpenteaba entre los micrófonos que había delante del ministro y la banda, en parte por una mujer inmensa que se movía con tanto fervor delante de él que el chico sólo aparecía a intervalos; un poco como la luna asomando detrás de un nubarrón. Era el único miembro del coro que permanecía quieto, y eso lo hacía destacar.

Reconocer a Josie me costó mucho menos, ya que estaba en un extremo de la primera fila del coro. Tenía el delgado rostro encendido y agitaba la pandereta con un desenfreno que nunca mostraba jugando al baloncesto.

Busqué entre el coro y la congregación a otras jugadoras del equipo. La única a quien vi fue a Sancia, mi pívot, situada en los últimos bancos de la iglesia, con sus dos hijos, su madre y sus hermanas. Sancia miraba al frente con expresión ausente, y me dio la impresión de que no había reparado en mí.

Cuando me senté en un banco del lado derecho, una mujer esbelta con un traje negro se volvió para estrecharme la mano y darme la bienvenida. Otra mujer se acercó desde la entrada para entregarme un programa y un sobre de ofrendas, y también para decirme lo bienvenida que era allí.

– ¿Es la primera vez que viene, hermana? -preguntó con marcado acento latino.

Asentí y le dije cómo me llamaba.

– Soy entrenadora de baloncesto en el Bertha Palmer. Algunas chicas del equipo vienen aquí.

– Ah, estupendo, estupendo, hermana Warshawski, está ayudando mucho a esas chicas. Todos le estamos muy agradecidos.

En pocos minutos había corrido la voz de mi presencia allí. No se oía murmurar a causa de la música, pero la gente se daba codazos y volvía la cabeza: a la entrenadora le importaban lo bastante las niñas como para acudir a su iglesia. A Sancia y a su familia les llegó el rumor y la primera se volvió, perpleja de verme allí, fuera de contexto. Esbozó una sonrisa al advertir que estaba mirándola.

También vi a Rose Dorrado volviéndose en un banco del otro lado del pasillo para mirarme. Le sonreí y saludé con la mano; apretó los labios y volvió a mirar al frente, estrechando a sus dos hijos pequeños.

Me impresionó constatar cuánto había cambiado el aspecto de Rose. Siempre la había visto muy bien arreglada y con buen porte, e incluso cuando se enojó conmigo su semblante estaba lleno de vida. Ese día apenas se había molestado en peinarse y tenía la cabeza hundida entre los hombros como una tortuga. El desastre de Fly the Flag la había dejado deshecha.

Los niños que desfilaban pisando fuerte por Jesús terminaron su número y se sentaron delante del coro, en una fila de sillas plegables. A continuación se levantó el anciano de la inclinada cabeza calva y recitó una trémula oración en español, puntuada por enfáticos acordes del armonio y los «amén» de la congregación. Aunque usaba micrófono, su voz era tan temblorosa que sólo capté algunas palabras sueltas.

Cuando finalmente se sentó, hubo otro cántico y dos mujeres pasaron entre los feligreses con cestas para la colecta. Puse un billete de veinte y las mujeres me miraron consternadas.

– No podemos dar cambio ahora mismo -dijo una de ellas, preocupada-. ¿Confiaría en nosotras hasta el final del servicio?

– ¿Cambio? -dije pasmada-. No tienen que darme nada.

Me lo agradecieron repetidamente; la mujer que estaba delante de mí, la que me había dado la bienvenida, se volvió y, una vez más, informó acerca de mí a las personas que tenía a su lado. Me puse colorada. No había querido presumir; sencillamente no me había detenido a pensar en lo auténticamente pobres que debían de ser todos los presentes en la iglesia. Quizá quienes opinaban que ya no entendía cómo era el South Side llevasen razón.

Después de la colecta y de otro cántico, Andrés comenzó su sermón. Habló en español, pero tan despacio y con palabras tan sencillas que pude seguir buena parte de su parlamento. Leyó un pasaje de la Biblia sobre un peón que merecía su salario; pesqué las palabras «digno» y «salario», y supuse que «peón», palabra que desconocía en español, debía de significar trabajador. Después se puso a hablar de los criminales que había entre nosotros, criminales que nos robaban los empleos y destruían nuestras fábricas. Me figuré que aludía al incendio de Fly the Flag. El armonio empezó a tocar un insistente ritmo de fondo para el sermón, con lo cual me resultó más difícil entenderlo, pero pensé que Andrés transmitía un mensaje de coraje a personas cuyas vidas habían sido truncadas por criminales «de nuestro entorno».

Coraje, sí, supongo que uno necesitaba coraje para no acabar arrollado por las ruedas del sufrimiento que asolaba el barrio, pero Rose Dorrado tenía coraje de sobra; lo que necesitaba era un empleo. Al reflexionar en la carga que soportaba, en todos aquellos niños y en la fábrica cerrada, sentí todo su peso sobre mis propios hombros.

Los feligreses participaban activamente en el sermón gritando «amén» o «sí, señor», lo que al principio tomé por una afirmación dirigida a Andrés, hasta que caí en la cuenta de que se dirigían a Dios. Había quien se ponía de pie en los bancos o saltaba a los pasillos señalando al cielo con la mano; otros gritaban versículos de la Biblia.

Cuando el sermón ya se había prolongado por espacio de veinte minutos, comenzó a aburrirme. Sentía el banco de madera a través del abrigo, el suéter de punto me apretaba el hombro y los huesos de la pelvis me empezaron a doler. Me sorprendí deseando que el Espíritu me impulsara a ponerme de pie.

Eran casi las doce; estaba pensando que hubiera sido una buena idea llevarme una novela, cuando advertí que la gente se volvía en los bancos para mirar a otro recién llegado. También yo volví la cabeza.

Para mi asombro, vi a Buffalo Bill, bastón en mano, avanzando con decisión por el pasillo. El señor William iba detrás de él, del brazo de una anciana con abrigo de pieles. A pesar del abrigo y de los pendientes de diamantes, presentaba el aspecto de una viejecita dulce y afable. Tenía que ser May Irene Bysen, la abuela que había enseñado a Billy sus modales y su fe. En ese momento parecía un poco apabullada, y hasta asustada, por el ruido y el entorno desconocido, pero miraba alrededor, tal como había hecho yo, tratando de localizar a su nieto.

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