Sara Paretsky - Fuego

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Victoria Warshawski es una investigadora privada que procede de los barrios del sur de Chicago, donde la inmigración, las drogas, los embarazos adolescentes y el absentismo escolar son una constante. Aquejada de cáncer, la entrenadora de baloncesto del instituto donde ella estudió le pide que asuma el control del equipo femenino, y Warshawski no puede negarse.
El equipo está compuesto por adolescentes de minorías raciales, algunas de ellas con hijos, y todas procedentes de familias humildes. La mayoría de los padres de las chicas trabaja en By-Smart, una cadena de hipermercados que explota y discrimina a sus empleados.

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– Oye, Warshawsky, tranquilízate. ¿Tú te piensas que ese tipo te habría dejado entrar? Me has dicho que cuando fuiste a verle la semana pasada te echó. ¿Dónde estás? ¿En tu oficina? ¿Quieres que pase por ahí?

Me tragué la histeria y dije con voz temblorosa:

– Creo que sólo necesito comer. Llevo demasiado tiempo sin probar bocado.

Tras reiterar su ofrecimiento de ayuda e instarme a comer y descansar, colgó no sin antes prometer que intentaría publicar algo sobre Rose y otros trabajadores de Fly the Flag.

Fui a pie a La Llorona, una cafetería mexicana que se mantiene aferrada con dientes y uñas a su contrato de arrendamiento: mi oficina está en un barrio que se está aburguesando tan deprisa que los alquileres parecen duplicarse a diario. Después de dos tazones de sopa de pollo, las tortitas de la señora Aguilar y una breve siesta en el catre del cuarto trasero de mi oficina, terminé de hacer las llamadas.

Dejé mensajes de voz a mis impacientes clientes sin explicarles que el motivo de mi retraso era que me habían herido; pareces poco de fiar si van y te pegan un tiro o te acuchillan mientras ellos suponen que estás pensando en sus problemas. Me limité a decir que tenía informes preliminares que darles, cosa que sería cierta al final del día siguiente si mi hombro me dejaba mecanografiarlos durante la tarde. Ni siquiera intenté ponerme en contacto con el señor William: no sabía qué mosca le habría picado, pero por el momento no me veía con ánimos de lidiar con la familia Bysen.

Mitch ladró desde detrás de la puerta del señor Contreras cuando llegué, pero o bien mi vecino estaba atareado o aún seguía picado conmigo por no hacer caso de sus consejos aquella mañana. Puesto que no salió a saludarme, me llevé a Peppy conmigo.

Morrell me dio la bienvenida aliviado; estaba harto de su libro, harto de la estrechez de mi apartamento, cansado de estar en lo alto de tres tramos de escalera que le costaban tanto de subir, cansado de estar casi prisionero. Bajó cojeando lentamente para ir conmigo en coche a casa de Lotty.

En un tiempo, Lotty vivía en un dúplex cerca de su clínica, pero pocos años antes se había mudado a uno de los elegantes edificios antiguos de Lake Shore Drive. En verano es imposible aparcar cerca del edificio, pero en una fría tarde de noviembre, el temprano anochecer de un día que había sido gris, de un gris casi negro, fue bastante fácil encontrar un sitio para dejar el coche.

Lotty nos dispensó una calurosa acogida, pero no perdió tiempo con cháchara vacua. En un cuarto con vistas al lago Michigan me quitó el vendaje con destreza y rapidez. Chasqueó la lengua un tanto molesta, en parte conmigo por haber dejado que la herida se mojara en la ducha, en parte con el médico que me había puesto los puntos. Era un trabajo descuidado, dijo, y añadió que iríamos a la clínica para curarme como era debido; de lo contrario, habría adherencias que costaría quitar una vez cicatrizadas.

Tuvimos una breve discusión sobre quién iba a conducir: Lotty opinaba que yo no era de fiar sólo con un brazo sano, y yo pensaba que ella no era de fiar en general, y punto. Se creía que era Stirling Moss conduciendo en un gran premio, pero sólo se parecían en la velocidad a la que circulaban y en su convicción de que nadie debería ir por delante. Morrell rió mientras discutíamos, pero votó por Lotty: si no me sentía en condiciones de conducir después de la cura, nos veríamos atrapados en la clínica, sin coche.

Al final, ni el trayecto ni los nuevos puntos fueron una experiencia tan terrible como me temía; el primero porque el tráfico del sábado por la tarde era tan denso en las calles principales que incluso Lotty tuvo que ir despacio. En la clínica, situada a un par de kilómetros de mí casa, en un vecindario políglota de la periferia de North Side, porque me puso una inyección de Novocaína en el hombro. Noté sólo unos leves tirones mientras cortaba los puntos viejos y ponía los nuevos, pero ya fuera por su destreza o por la anestesia, lo cierto es que, cuando hubo terminado, podía mover el brazo bastante mejor que antes.

Lotty se acomodó en una butaca de su consulta y finalmente abordamos los problemas de April Czernin. Lotty escuchó con atención y sacudió la cabeza con sincero pesar por la escasa ayuda que podían obtener los Czernin.

– ¿El seguro sólo cubre diez mil dólares de tratamiento? Es escandaloso. Aunque muy típico de los problemas a los que se enfrentan nuestros pacientes últimamente, forzados a tomar estas decisiones de vida o muerte en función de lo que el seguro paga o deja de pagar.

En lo que atañe a tu chica, no podemos admitirla como paciente de Medicaid porque no es indigente; en cuanto el departamento de contabilidad descubra que tiene un seguro, hará exactamente lo mismo que hizo la universidad, llamar a la aseguradora que le dirá que la póliza no cubre el desfibrilador. La única salida que se me ocurre es que intenten incluirla en un ensayo clínico, aunque a estas alturas el tratamiento para el QT largo ya está bastante extendido y quizá resulte difícil dar con un grupo de ensayo en un lugar al que puedan desplazarse.

– Creo que Sandra Czernin iría a cualquier parte si creyera que así le daba a April una posibilidad de salir adelante. Lotty, no dejo de pensar que tendría que haber notado algo antes de que sufriera el colapso.

Sacudió la cabeza.

– A veces puede darse un desmayo, y me has dicho que según la madre tuvo uno en verano, pero estos colapsos suelen producirse de repente, sin previo aviso.

– Me da miedo ir al instituto el lunes -confesé-. Me da miedo pedir a esas chicas que corran por la cancha. ¿Y si hay otra con una bomba de relojería en el pecho… o en el cerebro?

Morrell me estrechó la mano.

– Di a la dirección que es imprescindible que hagan pruebas a las chicas antes de seguir con los entrenamientos. Seguro que las madres estarán de acuerdo, al menos en número suficiente para obligar al instituto a tomar medidas.

– Tráelas a la clínica y les haré unos electrocardiogramas, y si no lo hago yo, lo hará Lucy -ofreció Lotty.

Había quedado con Max Loewenthal para cenar; nos había invitado a Morrell y a mí, cosa que a ambos nos pareció un sugerente cambio de rutina. Fuimos a uno de los pequeños restaurantes que han surgido como hongos en el North Side, uno que tenía una carta de vinos muy del agrado de Max, y demoramos la sobremesa dando buena cuenta de una botella de Cote du Rhóne. Pese a mi herida y a mis preocupaciones, fue la velada más agradable que había pasado desde la llegada de Marcena.

En el taxi de regreso, me dormí apoyada en el hombro de Morrell. Una vez en casa, aguardé amodorrada en la acera sosteniendo su bastón mientras él pagaba al conductor. De ese modo en que uno no se fija realmente en las cosas cuando está adormilado, vi un Bentley al otro lado de la calle con un chófer de uniforme al volante. Vi luces en mi sala de estar y no le di mayor importancia, pero cuando hubimos subido lentamente los tres tramos de escalera y descubrí la puerta del apartamento entreabierta, desperté de golpe.

Miré a Morrell y susurré:

– Voy a entrar. Si no he salido en dos minutos llama a la policía.

Pretendió discutir quién de nosotros tenía que ser el héroe o el idiota, pero tuvo que aceptar que entre mis heridas y las suyas, yo era quien estaba en mejor forma; además, también era quien conocía mejor las tácticas de pelea callejera.

Antes de que ninguno de los dos pudiera hacer nada heroico ni estúpido, Peppy y Mitch se pusieron a ladrar y gemir desde el otro lado de la puerta. La abrí de una patada y me arrimé a la pared. Los dos perros salieron a recibirnos. Apreté los labios, con más irritación que miedo, y entré.

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