Sara Paretsky - Fuego

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Victoria Warshawski es una investigadora privada que procede de los barrios del sur de Chicago, donde la inmigración, las drogas, los embarazos adolescentes y el absentismo escolar son una constante. Aquejada de cáncer, la entrenadora de baloncesto del instituto donde ella estudió le pide que asuma el control del equipo femenino, y Warshawski no puede negarse.
El equipo está compuesto por adolescentes de minorías raciales, algunas de ellas con hijos, y todas procedentes de familias humildes. La mayoría de los padres de las chicas trabaja en By-Smart, una cadena de hipermercados que explota y discrimina a sus empleados.

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Cerraba la comitiva la tía Jacqui, del brazo de tío Gary. En lugar de abrigo, Jacqui llevaba una especie de cárdigan hasta los muslos con mangas murciélago. Quizás había optado por las botas altas por encima de las rodillas y los leotardos gruesos para cerrar la brecha entre su minifalda y la indignación de su suegra o de Buffalo Bill. El efecto, el atuendo era lo bastante llamativo como para interrumpir la excitación de los feligreses ahora que el discurso de Andrés se aproximaba al clímax.

Un cuarto hombre, corpulento y con toda la pinta de un policía retirado, avanzaba cerrando el cortejo. El guardaespaldas de Buffalo Bill, supuse. Me pregunté si habrían conducido ellos mismos o si habían dejado a alguien en el Bentley. Quizá tuvieran un vehículo diferente para ir a South Chicago, un blindado o algo por el estilo.

Bysen no reparó en mí mientras apartaba a la concurrencia por el pasillo. Encontró un banco parcialmente vacío en las primeras filas. Sin volverse para comprobar que su esposa e hijos le siguieran, tomó asiento, apoyó las manos en las rodillas y fulminó a Andrés con la mirada. Jacqui y Gary encontraron sitio detrás de Buffalo Bill, pero el señor William acomodó a su madre al lado de su padre. El guardaespaldas tomó posiciones contra la pared que había al otro lado del banco, desde donde podría vigilar, o intentar vigilar, a la multitud.

El pastor Andrés no titubeó. De hecho, con todo el jaleo de los pasillos, la gente que se sentaba y se ponía de pie, que bailaba, que invocaba a Jesús, quizá ni siquiera reparase en la llegada de los Bysen. Su sermón estaba cobrando fervor.

– «Si hay un criminal entre nosotros, si él es suficientemente fuerte para dar un paso adelante y confesar sus pecados a Jesús, los brazos de Jesús lo sostendrán…»

Andrés parecía el profeta Isaías, la voz tonante, el brillo de los ojos. La congregación respondió con una ola de éxtasis tan fuerte que me arrastró consigo. Repitió su llamamiento, con un vozarrón tan exultante que hasta yo pude seguirlo:

– Si hay un criminal entre nosotros, si es lo bastante fuerte como para salir y confesar sus pecados a Jesús, los brazos de Jesús serán lo bastante fuertes para sostenerlo. Jesús lo llevará adelante. Venid a mí, vosotros que trabajáis duro y soportáis pesadas cargas, éstas son las palabras que dijo el Salvador. Todos los que trabajáis duro y soportáis pesadas cargas, deshaceos de esos yugos, ¡entregádselos a Jesús, dádselos a Jesús, venid a Jesús!

– ¡Venid a Jesús! -gritaba la congregación-. ¡Venid a Jesús!

El armonio tocaba acordes más fuertes, insistentes, apremiantes, y una mujer salió al frente trastabillando. Se arrojó a los pies de Andrés, sollozando. Los hombres sentados con él se levantaron y extendieron las manos sobre su cabeza, rezando en voz alta. Otra mujer fue dando traspiés pasillo arriba y se desplomó al lado de la primera, y, al cabo de un momento, un hombre se sumó a ellas. La banda eléctrica hacía retumbar algo semejante a un ritmo de discoteca y el coro cantaba, se balanceaba, gritaba. Hasta Billy se había puesto en movimiento. Y la congregación seguía clamando:

– ¡Venid a Jesús! ¡Venid a Jesús!

Me palpitaba el pecho de intensa emoción. Estaba sudando y apenas podía respirar. Justo cuando pensé que no iba a soportarlo más, una mujer se desmayó en el pasillo. Con la cabeza dándome vueltas, me incorporé para ir en su ayuda, pero dos mujeres con uniforme de enfermera corrieron a su lado. Le pusieron debajo de la nariz un frasco de sales y, cuando fue capaz de sentarse, la acompañaron a la parte trasera de la iglesia y la acomodaron en un banco.

Al ver que le servían un vaso de agua fui a pedir otro para mí. Las enfermeras quisieron darme a oler las sales, pero les dije que sólo necesitaba un vaso de agua y un poco de aire; me hicieron sitio en el banco de atrás: mi desvanecimiento me convertía en una de las almas salvadas. Al cabo de un ratito, cuando me pareció que podía sostenerme en pie sin problemas, salí a la calle: necesitaba aire frío y silencio.

Me apoyé contra la puerta de la iglesia respirando a bocanadas. Al otro lado de la calle había un Cadillac gigantesco en marcha, con la forma y el tamaño de un yate. El chófer de Bysen estaba al volante, con una pantalla de televisión, o quizás un DVD, apoyada en el salpicadero. A su manera, el Cadillac llamaba aún más la atención que el Bentley, aunque supuse que ningún granuja asaltaría un yate frente a una iglesia una tarde de domingo.

Me quedé fuera hasta que el frío se coló por mi abrigo y mis medias y empecé a temblar. Al regresar me pareció que el nivel de excitación por fin estaba disminuyendo. Los oficiantes se estaban calmando y nadie más parecía dispuesto a salir a escena. El armonio tocó unos cuantos acordes, Andrés alzó los brazos hacia la congregación, pero nadie se movió. El pastor estaba regresando a su asiento cuando Buffalo Bill se puso de pie. La señora Bysen le cogió por el brazo, pero él se zafó de un tirón.

El organista tocó unos acordes esperanzadores mientras Bysen avanzaba por el pasillo. La directora del coro, que se había sentado y se estaba abanicando, apuró un vaso de agua y regresó a su sitio en el borde de la tarima. La congregación comenzó a batir palmas de nuevo, dispuesta a quedarse toda la tarde si otro pecador se aproximaba a Dios.

Bysen no se arrodilló en la tarima. Le estaba chillando a Andrés, según podía verse, pero por supuesto era imposible oír nada con aquella música. En la segunda fila del coro, Billy se quedó petrificado, blanco como la nieve.

Fui avanzando a empujones entre el gentío que atestaba el pasillo central hasta el de la izquierda, que estaba vacío, y seguí a paso ligero hasta la parte delantera de la iglesia. La banda también se encontraba en ese lado. La directora del coro y los músicos dieron muestras de saber que algo estaba yendo mal: el organista cortó el insistente ritmo discotequero del llamamiento a la salvación optando por algo más meditativo y la mujer comenzó a entonar en armonía, tanteando la melodía de una canción. ¿Qué cántico sería apropiado para magnates arengando a un ministro de Dios durante el oficio?

Me abrí paso entre los cables eléctricos hasta el coro. Los niños que habían desfilado por Jesús golpeaban aburridos sus sillas con los talones; dos niños se estaban pellizcando a escondidas. El organista me miró ceñudo; el hombre de la guitarra dejó su instrumento y fue a mi encuentro.

– No puede estar aquí detrás, señorita -dijo.

– Perdón. Ya me voy.

Le dediqué una sonrisa radiante y pasé por detrás de la Tropa por Jesús y de la enorme mujer que estaba delante de Billy hasta llegar al propio Niño.

Miraba fijamente a su abuelo, pero cuando le toqué el brazo se volvió hacia mí.

– ¿Por qué lo ha traído aquí? -inquirió-. ¡Creía que podía confiar en usted!

– Yo no lo he traído. Era fácil deducir que estarías aquí: has estado asistiendo a los oficios de Mount Ararat, admiras al pastor Andrés, cantas en el coro. Y luego Grobian comentó con alguien que te había visto en la calle Noventa y dos con una chica.

– Oh, ¿por qué la gente se mete donde no la llaman? ¡Los chicos pasean con chicas por la calle cada día, en todo el mundo! Si lo hago yo ¿tiene que salir en la web de By-Smart?

Ambos habíamos siseado para oírnos por encima de la música electrónica, pero ahora gimió levantando la voz. Josie nos observaba junto con el resto del coro, pero mientras éstos parecían sinceramente curiosos, a ella se la veía nerviosa.

– ¿Y ahora qué hace? -inquinó Billy.

Miré detrás de mí. Buffalo Bill estaba intentando llegar hasta su nieto, pero los cinco hombres que habían colaborado en el oficio le bloqueaban el paso. Bysen trató de golpear a uno de ellos con el bastón, pero los hombres lo rodearon y le hicieron bajar de la tarima; incluso el anciano de la cabeza ladeada y la voz temblorosa empujaba arrastrando los pies, agarrado al abrigo de Bysen.

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