Morrell todavía dormía. Terminé de vestirme, poniéndome incluso el cabestrillo que me habían dado en el hospital junto con el alta, y escribí una nota que dejé apoyada contra el ordenador de Morrell.
Cuando bajé a la calle, el señor Contreras se alegró de verme pero mostró su contrariedad cuando le anuncié que iba dar una vuelta con Peppy. Aunque está muy bien adiestrada y me sigue sin tirar de la correa, él opinaba que debería pasar el fin de semana en la cama.
– No voy a hacer ninguna tontería, pero me volveré loca si me quedo en casa. Ya llevo casi tres días en cama y eso sobrepasa con creces mi capacidad de no hacer nada.
– Ya, ya, nunca has hecho caso de lo que te he dicho, ¿por qué ibas a comenzar ahora? ¿Qué vas a hacer cuando te encuentres en la autopista y ese hombro tuyo no te deje hacer girar el volante lo bastante deprisa para apartarte del camino de algún chiflado?
Le pasé el brazo bueno por los hombros.
– No pienso meterme en la autopista. Sólo iré a la Universidad de Chicago, ¿de acuerdo? No pasaré de setenta por hora y me quedaré en el carril derecho tanto a la ida como a la vuelta.
Contándole mis planes sólo conseguí aplacarlo un poco, pero él sabía que iba a irme tanto si refunfuñaba como si no; me dijo entre dientes que él sacaría a Mitch a pasear y me dio con la puerta en las narices.
En cuanto llegué a la acera recordé que mi coche seguía en South Chicago. Estuve a punto de pedirle al señor Contreras que se encargara de Peppy, pero no me vi con ánimos de enfrentarme a él otra vez. Como está prohibido llevar perros en transporte público, bajé hasta Belmont a probar suerte con los taxis. El cuarto que detuve estuvo dispuesto a llevarme hasta el lejano South Chicago con un perro. El conductor era de Senegal, según me explicó durante la carrera, y tenía un rottweiler que le hacía compañía, así que no le importaba que Peppy dejara la tapicería cubierta de pelos rubios. Se interesó por mi brazo en cabestrillo y chasqueó la lengua con preocupación cuando le conté lo ocurrido. A cambio le pregunté cómo era que estaba en Chicago, y escuché una larga historia sobre su familia y sus optimistas esperanzas de que su estancia en la ciudad los hiciera ricos.
Mi Mustang seguía en Yates, donde lo había aparcado el martes por la noche. Había tenido suerte: conservaba las cuatro ruedas, y las portezuelas y ventanillas estaban intactas. El taxista tuvo la gentileza de aguardar con el motor en marcha a que Peppy y yo estuviésemos dentro de mi coche.
Conduje hasta South Chicago Avenue para ver los restos de Fly the Flag. La fachada seguía más o menos intacta, pero faltaba un trozo bastante grande de la pared trasera. Había fragmentos de bloques de hormigón desparramados por doquier, como si un gigante borracho hubiese metido la mano por la ventana para arrancar pedazos del edificio. Anduve resbalando sobre ceniza y los restos de las telas y lonas que habían ardido en el incendio. Con el brazo en cabestrillo, mantener el equilibrio no era tarea fácil, y terminé tropezando con una varilla de acero que sobresalía del hormigón, aunque me las ingenié para aterrizar sobre el hombro sano. El dolor hizo que se me saltasen las lágrimas. Si me lastimaba el brazo derecho ya no podría conducir, lo cual supondría que el señor Contreras no se cansaría de repetir «ya te lo dije» hasta la saciedad.
Me quedé tumbada sobre los escombros, mirando el cielo plomizo, flexionando el brazo y el hombro derechos. No era más que una magulladura, nada que no pudiera ignorar si me lo proponía. Me volví y me senté en uno de los bloques de hormigón, revolviendo distraídamente los restos que me rodeaban: trozos de cristal, un rollo entero de tela milagrosamente intacto, fragmentos alabeados de metal que quizás habían sido carretes, una jabonera de aluminio con forma de rana…
Un momento… Resultaba muy extraño encontrar algo así en semejante lugar, a menos que el cuarto de baño se hubiese hecho añicos y aquello hubiese volado hasta el almacén de telas. Pero el cuarto de baño de la fábrica era un agujero repugnante: no recordaba haber visto nada tan caprichoso como una jabonera en forma de rana. Me la metí en un bolsillo del chaquetón y me puse de pie. Menos mal que para aquella aventura en concreto llevaba vaqueros y zapatillas en lugar de un traje de noche sin espalda: los vaqueros podían meterse en la lavadora.
Me acerqué hasta la pared trasera, pero el aspecto ruinoso del interior me quitó las ganas de entrar a explorar. La fachada estaba intacta, pero el fuego había comenzado en la parte de atrás, en el lado del edificio que daba a la autopista y no se veía desde la calle. Podría haber penetrado trepando hasta el muelle de carga pero para eso necesitaba los dos brazos, y sentí una punzada tremenda en el hombro al intentarlo.
Regresé al coche frustrada por mi restringida movilidad y me dirigí al norte procurando ir despacio para poder conducir con una sola mano. Cuando llegué a Hyde Park aparqué frente al campus de la Universidad de Chicago y dejé que Peppy persiguiera ardillas durante un rato. A pesar del frío, bastantes estudiantes estaban sentados al aire libre con vasos de café y libros de texto. Peppy efectuó la ronda de rigor mostrando a la gente aquella mirada suya tan conmovedora que parecía decir: «Puedes dar de comer a este perro o volver la página». Antes de que la llamara al orden logró gorronear medio bocadillo de mantequilla de cacahuete.
Una vez que la hube encerrado de nuevo en el coche me dirigí a la vieja facultad de Ciencias Sociales para sacudirme la ceniza de la ropa y lavarme las manos: no podía ir a ver a April como un demonio necrófago salido de Halloween. Al volverme para salir, vi el tajo en el hombro de mi chaquetón de cuando lo cortaron en la sala de urgencias. No parecía un demonio necrófago, pero sí una pordiosera.
Horas de visita
Los globos y animales de peluche alineados en el suelo manchado de los corredores del hospital pediátrico, parecían ofrendas desesperadas a los arbitrarios dioses que juegan con la felicidad humana. Mientras seguía las indicaciones de los pasillos y escaleras pasaba ante salitas donde los adultos esperaban sentados, en silencio, inmóviles. Al pasar ante las habitaciones oía retazos de charlas demasiado animadas, madres que intentaban persuadir a sus hijos de que debían recobrar la salud.
Cuando llegué a la cuarta planta no tuve el menor problema para dar con la habitación de April: Bron y Sandra Zoltak Czernin discutían en una salita cercana.
– Ibas por ahí tirándote a esa zorra mientras tu hija se moría. ¡Ahora no me vengas con que la quieres!
Sandra procuraba susurrar, pero su voz llegaba más allá de donde estaba yo; una mujer que paseaba por el pasillo con una niña pequeña conectada a un gota a gota los miró inquieta y trató de conducir a su hijita hacia donde no alcanzaran sus voces.
– Ni siquiera llegaste al hospital antes de la medianoche.
– Vine en cuanto me enteré. ¿Has visto que saliera del hospital un solo segundo desde entonces? Sabes de sobra que no puedo recibir llamadas en el teléfono del camión, no me jodas, y cuando llegué a casa tú no estabas, la niña tampoco, no había ningún mensaje tuyo. Supuse que April y tú habíais salido, siempre te la llevas por ahí a comprar porquerías para las que no tenemos dinero.
Por lo que a ti respecta, yo no existo. Sólo soy un salario para saldar las facturas que no puedes pagar. Ni siquiera tuviste el sentido común o la decencia de llamarme a mí, que soy el padre de la niña. Tuve que recibir la noticia a través del contestador, y no fuiste tú quien llamó sino la maldita bruja de Warshawski. Así fue como me enteré de que mi niña está enferma, no a través de mi propia esposa. No te des tantos aires, doña Remilgos, te has vuelto más pureta que la Virgen María, y luego te preguntas por qué busco mujeres de carne y hueso en otra parte.
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