Sara Paretsky - Fuego

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Victoria Warshawski es una investigadora privada que procede de los barrios del sur de Chicago, donde la inmigración, las drogas, los embarazos adolescentes y el absentismo escolar son una constante. Aquejada de cáncer, la entrenadora de baloncesto del instituto donde ella estudió le pide que asuma el control del equipo femenino, y Warshawski no puede negarse.
El equipo está compuesto por adolescentes de minorías raciales, algunas de ellas con hijos, y todas procedentes de familias humildes. La mayoría de los padres de las chicas trabaja en By-Smart, una cadena de hipermercados que explota y discrimina a sus empleados.

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– Lo siento, Sandy, perdona que no te haya reconocido. También siento mucho lo de April. Ha sufrido un colapso repentino durante el entrenamiento. ¿Tiene algún problema de corazón?

La voz me salió más áspera de lo que pretendía, pero Sandra no pareció darse cuenta.

– Ninguno, a no ser que tú le hicieras algo. Cuando Bron me dijo que estabas sustituyendo a McFarlane, le dije a April que se anduviera con cuidado, que podías ser muy malvada, pero en ningún momento imaginé…

– Sandy, iba a lanzar a canasta y el corazón le ha dejado de latir -dije, despacio y levantando la voz, obligándola a prestarme atención. A Sandy se la habían llevado los demonios durante el trayecto hasta el hospital, preocupada por su hija; tenía que tomarla con alguien y yo no sólo estaba a tiro sino que, además, era una vieja enemiga en un barrio donde se guardaba el rencor con el mismo celo que si fuese comida en un refugio antiaéreo.

Intenté explicarle lo que habíamos hecho por April y hacerle entender la situación en que se encontraba en el hospital, pero siguió acusándome de negligente, de intimidatoria, de desear vengarme de ella utilizando a su hija.

– Sandy, no, Sandy, por favor, todo eso es agua pasada. April es una chica estupenda, una de las mejores jugadoras del equipo, quiero verla sana y feliz. Necesito saber, el hospital necesita saber, si tiene algún problema de corazón.

– Señoras -interrumpió la empleada del cubículo de admisiones con tono autoritario-, guárdense sus desavenencias para cuando estén en la calle, por favor. Lo único que quiero oír ahora es a quién hay que pasar la factura.

– Por lo que veo, en los hospitales de este país el dinero es más importante que la salud de la gente -solté, indignada-. ¿Por qué no le explica a la señora Czernin qué le está pasando a su hija? Pues me parece que no podrá darle ningún dato sobre el seguro hasta que sepa cómo se encuentra April.

La empleada apretó los labios, se volvió hacia el teléfono y efectuó una llamada. Sandy dejó de gritar y aguzó el oído, pero la mujer hablaba tan bajo que no entendimos nada de lo que dijo. Aun así, al cabo de un momento se presentó una enfermera procedente de la sala de urgencias. April se encontraba estable; parecía tener buenos reflejos y andar bien de memoria: aunque no sabía el nombre del alcalde ni el del gobernador, seguramente tampoco los sabía antes del ataque. Sabía los nombres de sus compañeras de equipo y el número de teléfono de sus padres, pero el hospital quería que pasara la noche en observación, y tal vez unos días, para hacerle pruebas y asegurarse de que estuviese fuera de peligro.

– Quiero verla. Tengo que estar a su lado.

La voz de Sandra fue un discordante graznido.

– La llevaré con ella en cuanto termine con el papeleo -prometió la enfermera-. Le hemos dicho que usted había llegado y tiene muchas ganas de verla.

A los quince años, también yo hubiese querido ver a mi madre, pero costaba imaginarse a Sandy Zoltak pensando en otra persona con la pasión y el cuidado con que mi madre se ocupaba de mí. Me encontré conteniendo lágrimas de frustración, de fatiga, de añoranza de mi madre, de no sabía muy bien qué.

De repente me marché de allí y estuve rondando por el vestíbulo hasta que vi a Sandra regresar de la sala de urgencias y dirigirse al mostrador de admisiones. Cuando me acerqué, estaba sacando de la cartera la tarjeta del seguro. En ella figuraba escrito By-Smart con grandes letras; sentí alivio y sorpresa: según había leído, la empresa no proporcionaba seguro médico a sus cajeras. Por supuesto, Romeo conducía para ellos; quizás él gozara de verdaderos beneficios sociales. Cuando Sandra hubo terminado de rellenar los formularios, le pregunté si quería que la esperase.

Torció el gesto.

– ¿Tú? No necesito tu ayuda para nada, Victoria Iffy-genio Warshawski. Te quedaste sin marido, no pudiste tener hijos y ¿ahora intentas meterte en mi familia? Vete al infierno.

Había olvidado aquel viejo insulto que de pequeña me repitieron hasta la saciedad. Mi segundo nombre, Iphigenia, fue mi cruz. ¿Quién lo había soltado en el patio, para empezar? Y luego mi madre y su ambición de que fuese a la universidad, el apoyo de profesores como Mary Ann McFarlane, mi propio empuje, algunos chicos pensaban que era una mocosa, una empollona, un genio sospechoso. Ser prima y colega de Boom-Boom me vino muy bien en el instituto aunque no me libré de todas aquellas burlas, quizá por eso hice las cosas que hice, para intentar demostrar al resto de la escuela que no era sólo un cerebrito, sino que podía ser tan idiota como cualquier adolescente.

Pese a su rencor, entregué a Sandra una tarjeta de visita.

– Aquí tienes mi móvil. Llámame si cambias de idea.

Sólo eran las seis cuando salí del hospital. No podía creer que fuese tan temprano. Estaba tan apaleada que creía que llevaba toda la noche trabajando. Busqué desorientada mi coche por Cottage Grove Avenue preguntándome si me habría olvidado de conectar la alarma cuando de pronto recordé que todavía estaba en el instituto, que había ido hasta Hyde Park en la ambulancia.

Cogí un taxi en la parada que había al otro lado de la calle y pedí al conductor que me llevara hacia el sur a toda prisa. Durante todo el trayecto por la carretera Cuarenta y uno el taxista no paró de darme la tabarra sobre el peligro que corría y ¿quién iba a pagarle la carrera de regreso al norte?

Decidida a no enredarme en una nueva discusión, me acurruqué en el asiento con los ojos cerrados confiando en que eso le hiciera callarse. Tal vez siguiese dando rienda suelta a sus quejas, pero me dormí como un tronco y no desperté hasta que paramos frente al instituto.

Conseguí llegar a casa más por suerte que por destreza y volví a caer dormida en cuanto cerré la puerta. Mis sueños no fueron plácidos. Volvía a estar en el gimnasio con quince años. Estaba oscuro, pero sabía que estaba con Sylvia, Jenny y el resto de mi antiguo equipo de baloncesto. Habíamos corrido tantas veces a lo largo de la pista que evitábamos automáticamente los bordes afilados de las gradas, el potro y las vallas apoyadas contra la pared. Sabíamos dónde estaban las escaleras de mano y cuál de ellas sostenía los rollos de cuerdas de trepar.

Yo era la más fuerte: me encaramé a la estrecha escalera de acero y descolgué las cuerdas para trepar. Sylvia se desenvolvía con las cuerdas con la habilidad de una ardilla. Se aferraba con los muslos izando las bragas y el cartel. Jenny, que vigilaba la puerta del gimnasio, sudaba a mares.

Al día siguiente se celebraba la fiesta de inauguración del curso a la que acudirían los ex alumnos, y el sueño pasó a esa escena. Incluso en mi sueño, estaba muy resentida con Boom-Boom: había prometido llevarme y se había rajado. ¿Qué le veía a Sandy, además?

Fue el descubrimiento que aguardaba en un rincón de mi mente lo que me despertó. No iba a permitirme soñar hasta el final, hasta el enfado de Boom-Boom y mi propia vergüenza. Me senté en la cama, sudorosa, jadeante, viendo a Sandy Zoltak otra vez tal como era entonces, dulce, rellenita, con una sonrisa maliciosa para las chicas y otra sexy para los chicos, con su reluciente vestido de raso azul a juego con sus ojos, entrando en el gimnasio del brazo de Boom-Boom. Aparté aquel recuerdo y, en cambio, pensé que no habría reconocido a Sandy por la calle. Desde luego, no la había reconocido en el hospital.

Debió de ser esta idea la que me hizo pensar en el punki que había visto en la calle mientras hablaba con el pastor Andrés, el chavo banda a quien éste había regañado por presentarse en la obra donde trabajaba.

Claro que le había visto antes: estaba en Fly the Flag el martes anterior por la mañana. «Un punki que uno ve por ahí, robando en las obras o incluso haciendo trabajillos»; algo así había dicho Andrés.

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