Regresé a mi coche. ¿Tenía que dejarlo correr? Sí, era lo mejor. No tenía tiempo ni ganas de investigarlo. Y quizá, si el pastor no hubiese dicho que era una soltera que no debería saber ni decir nada sobre el sexo, lo habría dejado correr. Tropecé con un trozo de hormigón e hice una especie de pirueta para no caer al suelo.
Ojalá mi español hubiese sido mejor. Se parece al italiano y más o menos podía seguirlo, pero últimamente no hablaba muy a menudo italiano, y tenía ambas lenguas un tanto oxidadas. Una corazonada me decía que Andrés conocía al chavo banda de algo más que de verlo rondar por el barrio; tenía la impresión de que Andrés no había querido que yo le viera en su compañía. La semana siguiente me dedicaría a averiguar quién era aquel chavo.
Aquella tarde, durante el entrenamiento, no conseguí que nadie prestara atención al juego. Josie, en concreto, estaba en ascuas. Supuse que el montón de responsabilidades que su madre le había echado encima la estaba sacando de quicio, pero eso no me hizo que me resultara más fácil trabajar con ella. Puse fin al partidillo veinte minutos antes de lo habitual y aguardé impaciente a que salieran de las duchas para poder marcharme.
Billy el Niño me telefoneó mientras abandonaba la casa de la entrenadora McFarlane. No quiso decirme dónde estaba; de hecho, apenas me dijo nada.
– Pensaba que podía confiar en usted, señora War… shas… ky, pero luego va y se pone a trabajar para mi padre, y para colmo ha ido a molestar al pastor Andrés. Soy adulto, puedo cuidar de mí mismo. Tiene que prometerme que va a dejar de buscarme.
– No puedo hacerlo, Billy. Si no quieres que tu padre sepa dónde estás, supongo que no es pedir demasiado asegurarle que nadie te está reteniendo contra tu voluntad.
Le oí resoplar.
– No me han secuestrado ni nada por el estilo. Y ahora prométamelo.
– Estoy tan harta de todos los Bysen que me parece que pondré un anuncio en el Herald-Star prometiendo no volver a decir jamás a ninguno de ellos nada sobre su propia familia ni sobre ninguna otra cosa.
– ¿Se supone que es una broma? Porque yo no le veo la gracia. Sólo quiero que le diga a mi padre que estoy en casa de unos amigos y que si envía a alguien a buscarme empezaré a llamar a los accionistas.
– ¿A llamar a los accionistas? -repetí sin comprender-. ¿Qué significa eso?
– Usted déle mi mensaje exacto.
– Antes de colgar deberías recordar algo sobre tu teléfono móvil: emite una señal GPS. Una agencia de investigación con más recursos que la mía tendrá el equipo necesario para rastrearlo. Igual que el FBI.
Guardó silencio un momento. De fondo se oían sirenas y el llanto de un bebé: los sonidos del South Side.
– Gracias por el consejo, señora War… shas… ky -dijo finalmente -. Quizá la haya juzgado mal.
– Quizá-dije-. ¿Quieres que…?
Pero colgó sin que pudiera terminar de preguntarle si quería que nos viéramos.
Me detuve junto al bordillo para pasar el mensaje de Billy a su padre. Como era de esperar, el señor William no se puso nada contento y su reacción adoptó la forma de una furiosa intimidación:
– ¿Eso es todo? ¿Se cree que le pago para que me falte al respeto con semejantes mensajes? Quiero ver a mi hijo sin tardanza.
Sin embargo, cuando le dije que me veía obligada a renunciar al encargo, dejó de quejarse sobre el mensaje y me exigió que siguiera trabajando.
– No puedo, señor William; he prometido a Billy que dejaría de buscarlo.
– ¿Y eso qué tiene que ver? -Estaba perplejo-. Ha sido una buena estratagema: ahora no sospechará de usted.
– Le he dado mi palabra, señor William; yo no poseo tres mil tiendas para ir tirando cuando vienen mal dadas. Mi palabra de honor es mi único activo. Si lo pierdo, bueno, para mí sería un desastre mayor que para usted perder todas esas tiendas, porque no tendría ningún capital con el que volver a empezar.
Siguió sin dar muestras de entenderlo: estaba dispuesto a pasar por alto mi insolencia, pero quería ver a su hijo sin más demora.
– Que le den morcilla -mascullé pisando el gas a fondo. Hacia la mitad de Lake Shore Drive, camino de casa de Morrell, decidí desconectarme de todo, de los Bysen, del South Side, incluso de mis clientes de pago y de mi enmarañada vida amorosa. Necesitaba estar a solas, dedicar tiempo a mí misma. Fui a mi apartamento y recogí a los perros. En vista de que Morrell no contestaba al teléfono, le dejé un mensaje en el buzón de voz, dije a un aturullado señor Contreras que regresaría el domingo a última hora y me marché al campo. Terminé en una pensión en Michigan, llevé a los perros a dar paseos de quince kilómetros a orillas del lago, leí una novela de Paula Sharpe. De vez en cuando me preguntaba por Morrell, pero ni siquiera esos pensamientos enturbiaron el placer de mi fin de semana en solitario.
Colapso
Conservé el buen humor y la calma hasta el lunes por la tarde, cuando April Czernin sufrió un colapso en pleno entrenamiento. Al principio pensé que Celine Jackman había arremetido contra ella en una escalada de su enfrentamiento, pero Celine se hallaba en el extremo opuesto de la cancha; April estaba en una jugada bajo la cesta cuando se desplomó como si le hubiesen pegado un tiro.
Hice sonar el silbato para interrumpir el juego y corrí a su lado. Tenía la piel lívida en torno a la boca y no le encontraba el pulso. Me puse a practicarle una reanimación cardiorrespiratoria tratando de mantener la mayor calma posible para que entre mis jugadoras no cundiera el pánico.
Las chicas se apiñaron alrededor de nosotras.
– ¿Qué ha pasado, entrenadora?
– ¿Está muerta?
– ¿Le han disparado?
El rostro de Josie apareció junto al mío.
– ¿Qué le pasa, entrenadora?
– No lo sé -repuse-. ¿Sabes… si April tiene algún problema de… salud?
– No, no sé nada, es la primera vez que la veo así.
Josie estaba pálida de miedo; le costaba trabajo hablar.
– Josie -dije sin dejar de oprimir el diafragma de April-, tengo el móvil guardado en el bolso que está en el escritorio -aparté las manos un segundo para darle las llaves-, ve por él, llama al 911, diles dónde estamos exactamente. ¡Repite lo que te he dicho!
Cuando hubo repetido mis instrucciones, le dije que se diera prisa. Salió corriendo en busca del móvil. Sancia fue tras ella invocando a Jesús.
A continuación envié a Celine al despacho de la directora: tal vez por ser una pandillera, era la que tenía más sangre fría de todo el equipo. Quizá la enfermera del colegio aún no se hubiera marchado, quizá supiese algo sobre el historial médico de April. Josie regresó con el móvil, torciendo el gesto y blanca como la nieve: estaba tan nerviosa que no atinaba a usar el aparato. Le fui indicando los pasos a seguir, sin interrumpir el masaje sobre el pecho de April, y le hice ponerme el teléfono en la oreja para que pudiera hablar con la operadora yo misma. Aguardé lo necesario para confirmar que se enteraban de dónde nos encontrábamos y luego pedí a Josie que telefoneara a los padres de April.
– Están los dos trabajando, entrenadora, y no sé cómo encontrarlos. La madre de April es cajera en el By-Smart de la Noventa y cinco y, bueno, ya sabe, su padre es camionero, así que no sé dónde está -se le quebró la voz.
– De acuerdo, chiquilla, no pasa nada. Marca… el número que voy a darte y pulsa el botón de llamada. -Procuré serenarme lo suficiente para recordar el número de Morrell. Cuando por fin di con él, hice que Josie lo marcara-. V. I. -dije sin dejar de dar masaje al pecho de April-. Emergencia… la hija de Romeo… tengo que encontrar a Romeo. Pregunta… Marcena, ¿vale? Si logra… localizarlo… que llame… a mi móvil.
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