– Sólo sobre lo que dije: que es preciso tratar con respeto a todo el mundo. Pensé que sería un mensaje simple y seguro para esos hombres, pero está claro que me equivoqué. Este barrio sufre mucho, hermana Warshawski. Necesitamos que el Espíritu se derrame sobre nosotros y cubra nuestros huesos con carne y les insufle alma, pero los hijos del hombre deben poner algo de su parte.
Lo dijo en tono coloquial; no estaba rezando ni sermoneándome, sino que decía las cosas tal como las veía.
– De acuerdo. ¿Qué cosas en concreto deberían hacer los hijos e hijas del hombre y la mujer?
Permaneció unos instantes con expresión pensativa.
– Ofrecer empleos a quienes necesitan trabajar -dijo al cabo-. Tratar a los trabajadores con respeto. Pagarles un salario digno. En realidad, es muy sencillo. ¿Por eso ha venido a verme hoy, porque el padre y el abuelo de Billy están buscando tres pies al gato? No he estudiado tanto como para hablar en clave ni con acertijos.
– Ayer por la mañana Billy se sintió muy ofendido por el modo en que su padre y su abuelo le trataron a usted. Decidió no regresar a su casa por la noche. Su padre quiere saber si le ha dado usted cobijo.
– ¿Así que ahora trabaja para la familia Bysen?
Iba a responder que no, y entonces me di cuenta de que sí, estaba trabajando para la familia Bysen. ¿Por qué debía sentirme avergonzada? Si las cosas seguían tal como iban, en cuestión de una década el país entero acabaría trabajando para By-Smart.
– Dije al padre de Billy que trataría de localizarle, en efecto.
Andrés sacudió la cabeza.
– Me parece que si en este momento Billy no quiere hablar con su padre, está en su derecho. Está intentando crecer, verse a sí mismo como un hombre, no como un niño. No causará ningún mal a sus padres que pase unas cuantas noches fuera de casa.
– ¿Está parando en la suya?
Como Andrés se volvió con intención de regresar al trabajo, me apresuré a añadir:
– No se lo diré a la familia si Billy realmente no quiere que se sepa, pero me gustaría oírselo decir en persona. Por otra parte, ellos piensan que ha acudido a usted. Tanto si les digo que no logro encontrarlo como que está a salvo pero que quiere que lo dejen en paz, tienen recursos para complicarle la existencia.
Me miró por encima del hombro y dijo:
– Jesús no tuvo en cuenta las complicaciones cuando decidió seguir su camino hacia la cruz, y hace mucho tiempo prometí que seguiría sus pasos.
– Eso es admirable, pero si envían a la policía de Chicago, al FBI o a un empresa privada de seguridad a derribar su puerta, ¿será lo mejor para Billy o para los fieles de su iglesia, que cuentan con usted?
Eso hizo que se volviera hacia mí con un amago de sonrisa.
– Hermana Warshawski, se le da muy bien el debate, he de reconocerlo. Puede que sepa dónde está Billy y puede que no; lo que si sé es que no puedo decírselo a alguien que trabaja para su padre porque me debo a Billy. Pero a partir de las cinco, si el FBI derriba mi puerta sólo encontrará a mi gato, Lázaro.
– He de hacer un montón de cosas entre ahora mismo y las cinco; no tendré tiempo de llamar a la familia antes de esa hora.
Inclinó la cabeza con un saludo diplomático y echó a caminar hacia la casa. Lo seguí.
– Antes de volver a entrar ahí, ¿podría contarme algo acerca de Fly the Flag? ¿Le explicó Frank Zamar por qué no quiere llamar a la policía para que investigue los sabotajes en su fábrica?
Andrés negó con la cabeza.
– Sería conveniente que se dedicara a entrenar a las chicas del equipo de baloncesto en lugar de entrometerse en esos asuntos.
Fue una bofetada bastante dolorosa.
– Esos asuntos están relacionados directamente con las chicas y su baloncesto, reverendo. Rose Dorrado es miembro de su congregación, así que seguro que conoce su preocupación por quedarse sin empleo. Su hija Josie juega en mi equipo; me llevó a casa de su madre y ésta me pidió que investigara el sabotaje. Como ve, es una historia muy simple.
– South Chicago está lleno de historias simples, y todas empiezan con la pobreza y terminan con la muerte.
Esta vez sí me sonó petulante, no poético o natural; pasé por alto el comentario.
– Y ahora hay algo aún más raro -dije-. Rose ha cogido un segundo empleo, cosa que le impide estar con sus hijos por la tarde. No se trata sólo de que sus hijos la necesitan, sino de que me da la impresión de que la han coaccionado para que coja ese empleo, sea el que sea. Usted es su pastor; ¿no podría averiguar cuál es el problema?
– No puedo obligar a nadie a que me haga confidencias contra su voluntad. Y tiene dos hijas lo bastante mayores para ocuparse de la casa. Ya sé que en el mundo ideal donde usted vive las chicas de quince y dieciséis años deberían contar con la supervisión de sus madres, pero aquí esas chicas se consideran adultas.
Estaba comenzando a hartarme de la gente que se comportaba como si South Chicago fuese un planeta distinto, imposible de comprender para el resto de los mortales.
– Las chicas de quince años no deberían ser madres, vivan en South Chicago o en Barrington Hills. ¿Sabe que a una adolescente que tiene un bebé su capacidad de ganarse la vida se reduce a la mitad? Julia ya tiene un bebé. No creo que ayude mucho a Rose, ni tampoco a Josie, que ésta empiece a vagar por las calles y quede embarazada.
– Es necesario que esas chicas confíen en Jesús y que se mantengan puras hasta el matrimonio.
– Sería estupendo que lo hicieran, pero no lo hacen. Y puesto que usted lo sabe tan bien como yo, sería realmente encomiable que dejara de decirles que no usen anticonceptivos.
Apretó los labios.
– Los hijos son un regalo del Señor -dijo-. Usted cree que hace bien, pero sus ideas vienen de una mala corriente de pensamiento. Es mujer y no está casada, así que no sabe nada sobre estas cuestiones. Concéntrese en enseñar a esas chicas a jugar al baloncesto y no lastime sus almas inmortales. Creo que es mejor…
Se interrumpió para mirar por encima de mi hombro a alguien que estaba detrás de mí. Al volverme vi a un muchacho que caminaba sin prisa hacia nosotros por la calle Noventa y uno. No reconocí su rostro huraño de niño bonito pero había algo en él que me resultó vagamente familiar. Andrés sí que lo conocía, y le gritó algo en español, tan deprisa que no logré comprenderlo, aunque oí que le preguntaba «por qué» y le decía que se marchara. El muchacho miró con resentimiento a Andrés, pero finalmente se encogió de hombros, dio media vuelta y se fue.
– Chavo banda -masculló Andrés en español.
Eso lo entendí de mi época de abogada de oficio, cuando tuve que defender a jóvenes mexicanos rebeldes.
– ¿Ese punki? Lo he visto por ahí, pero no recuerdo dónde. ¿Cómo se llama?
– Su nombre es lo de menos, ya que no es más que eso: un punki de esos que roban en las obras o hacen trabajillos para matones mas importantes. No quiero verle por esta obra, a la que por cierto tengo que volver.
– Dígale a Billy que me llame -grité a sus espaldas-, y que lo haga antes de que termine el día, para que pueda transmitirles el mensaje a sus padres.
Aunque a decir verdad, con el mal humor que me había puesto, me habría encantado ver a la poli derribar la puñetera puerta de Andrés.
Me hizo una seña con la mano que no supe interpretar (¿acuerdo, rechazo?), porque siguió hacia la obra dándome calabazas. Sabía muchas cosas el pastor Andrés, eso por descontado; cosas sobre Billy, sobre los «chavos banda» del barrio, sobre Fly the Flag y, ante todo, sobre el bien y el mal: era mejor por mi bien que me ocupara de mis asuntos, había dicho, que no me entrometiera en nada más, lo cual significaba que sabía por qué Frank Zamar no quería que la policía investigara los sabotajes en su fábrica.
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