– Es alguien de la familia Bysen, Vic: ya ha llamado tres veces.
Dejé de bailar.
– Son las siete cincuenta y ocho, Christie. ¿Cuál de los grandes hombres me llama?
Era William Bysen, a quien había rebautizado como «Mamá Oso», emparedado entre Buffalo Bill y Billy el Niño. Me contrariaba aquella interrupción pero me dije que igual eran buenas noticias: señora Warshawski, su temperamento audaz y su brillante propuesta nos han inducido a cortar uno de nuestros billones en cuarenta mil pedazos para el Bertha Palmer.
Christie me dio el número de la oficina de William. Su secretaria, por descontado, ya estaba en su puesto: cuando el cañón comienza a disparar temprano, los subalternos ya están listos para cargarlo.
– ¿Es la señora Warshawski? ¿Lo es? ¿Siempre hace esperar tanto a la gente para devolver una llamada?
No sonó exactamente como un heraldo de buenas nuevas.
– En realidad, señor Bysen, normalmente ando demasiado ocupada como para devolver llamadas de inmediato. ¿Qué ocurre?
– Anoche mi hijo no volvió a casa.
El chico tenía diecinueve, pero me limité a soltar un evasivo «oh» y aguardé.
– Quiero saber dónde está.
– ¿Quiere contratarme para que lo encuentre? Si es así, le enviaré un contrato por fax para que lo firme y después tendré que hacerle un montón de preguntas, cosa que habrá que resolver por teléfono puesto que hoy y mañana tengo la agenda demasiado llena para verle personalmente.
Se mostró desconcertado, y luego me preguntó dónde estaba Billy.
Tenía frío, allí desnuda en medio del salón. Cogí la manta de punto del sofá de Morrell y me la eché por los hombros.
– No lo sé, señor Bysen. Si eso es todo, estoy en una reunión.
– ¿Está con el predicador?
– Señor Bysen, si quiere que me encargue de buscarlo le enviaré un contrato por fax y luego le llamaré con una lista de preguntas. Si lo que quiere es saber si está con el pastor Andrés, le sugiero que llame al pastor.
Por fin, me preguntó por mis tarifas.
– Ciento veinticinco la hora, con un mínimo de cuatro horas, más gastos.
– Si quiere hacer negocios con By-Smart, será mejor que reconsidere sus tarifas.
– ¿Estoy hablando con una grabación? ¿El preocupado padre quiere que negocie mis honorarios? -Solté una carcajada, pero acto seguido pensé que a lo mejor me estaba haciendo una sutil oferta-. ¿Me está diciendo que By-Smart financiará mi programa de baloncesto si reduzco mis honorarios por buscar al chico?
– Es posible que si localiza a Billy estudiemos su propuesta.
– Eso no basta, señor Bysen. Déme su número de fax; le enviaré una copia del contrato; cuando reciba la copia firmada hablaremos.
No estaba seguro de querer ir tan lejos. Colgué y fui a la cocina para conectar la cafetera exprés. El móvil comenzó a sonar mientras cruzaba el pasillo: mi servicio de mensajes, con el número de fax de Bysen. Me detuve en el pequeño dormitorio que hacía las veces de despacho de Morrell y envié un contrato. Esta vez desconecté mi teléfono antes de volver a la cama.
– ¿Quién era tan temprano? Has tardado un montón, ¿debería preocuparme? -inquirió Morrell, arrimándose a mí.
– Pues sí. Ya he conocido a su padre y a su hijo; en cambio, nunca he visto a tu familia pese a que ya hace tres años que estamos juntos.
Me mordió el lóbulo de la oreja.
– Ah, sí, mi hijo, ese asuntillo que tenía intención de contarte… En fin, al menos conoces a mis amigos. ¿Has conocido a los amigos de ese tío?
– Me parece que no tiene ninguno, al menos no tan enrollado como Marcena.
Cuando finalmente llegué a mi oficina, poco antes de las diez, encontré un fax de William esperándome: había firmado el contrato, aunque no sin antes tachar varias condiciones, incluido el mínimo de cuatro horas, y el apartado sobre gastos.
Silbando por lo bajo, le envié un correo electrónico lamentando no poder encargarme del caso, aunque estaría encantada de hablar con ellos en el futuro si necesitaban un detective privado. No es que nunca negocie mis honorarios, pero jamás con una empresa cuyas ventas anuales superan los doscientos mil millones de dólares.
Aprovechando que estaba conectada a Internet, comprobé cómo iban las acciones de By-Smart. Habían caído diez puntos al final de la jornada anterior y aquella mañana ya habían bajado otro. La pregunta sobre si By-Smart iba a abrir sus puertas a los sindicatos se había convertido en el gran titular de última hora de la CNN en primera página. No era de extrañar que estuvieran haciendo rechinar los dientes a propósito de Billy en Rolling Meadows.
Hacia las once, Mamá Oso resolvió que podía satisfacer mis condiciones. Entonces quiso que dejara lo que estuviera haciendo y saliera pitando hacia Rolling Meadows. By-Smart estaba tan acostumbrada al desfile de vendedores que lo ofrecían todo, incluso sus primogénitos, con tal de tener ocasión de hacer negocios con el mismo Belcebú, que el joven señor William realmente era incapaz de asimilar que alguien no quisiera pasar por el aro. Al final, después de una absurda pérdida de tiempo discutiendo, tras haber colgado una vez y amenazado con hacerlo otras dos, contestó a mis preguntas.
No habían visto a Billy desde que abandonara la reunión el día anterior. Según Grobian, Billy fue al almacén, trabajó ocho horas y luego se marchó. Normalmente regresaba a la residencia Bysen de Barrington Hills hacia las siete como muy tarde, pero la noche anterior no apareció, no contestaba a su teléfono móvil, no llamó a su madre. Al levantarse aquella mañana a las seis descubrieron que no había regresado. Fue entonces cuando Mamá Oso me llamó por primera vez. Menos mal que había dejado mi móvil en la sala de estar.
– Tiene diecinueve años, señor Bysen. Casi todos los chavales de su edad asisten a la universidad, si no están trabajando, y aunque vivan en casa de sus padres tienen su propia vida, sus propios amigos. Sus propias novias.
– Billy no es de esa clase de chicos -dijo su padre-. Va al templo, su madre le regaló su propia Biblia y su anillo para sellar sus votos. Nunca saldría con una chica si no tuviera intención de casarse con ella.
Me abstuve de decir que los adolescentes que juran castidad presentan el mismo índice de enfermedades venéreas que los que no lo hacen. En lugar de eso pregunté si Billy había pasado alguna noche fuera de casa en el pasado.
– Por supuesto, cuando ha ido de acampada o a visitar a su tía a California o…
– No, señor Bysen, quiero decir de esta manera, sin avisar a usted o a su madre.
– Por supuesto que no. Billy es muy responsable. Pero nos preocupa la posibilidad de que ese predicador mexicano que ayer estuvo aquí le haya sorbido el seso, y puesto que usted pasa mucho tiempo en South Chicago hemos decidido que sería la persona más indicada para efectuar indagaciones para nosotros.
– ¿Nosotros? -repetí-. ¿Se refiere a usted y su esposa? ¿A usted y sus hermanos? ¿A usted y su padre?
– Hace demasiadas preguntas. Quiero que se ponga a trabajar y lo encuentre cuanto antes.
– Tendré que hablar con su esposa -dije-, así que necesito el número de teléfono de casa, de su despacho, del móvil, me da igual.
Esta petición suscitó comentarios de indignación; estaba trabajando para él, su esposa ya estaba bastante preocupada sin que yo la atosigara.
– Usted no me necesita a mí, lo que necesita es un poli sumiso -espeté-. Seguro que tiene cincuenta o sesenta de ellos esparcidos por la ciudad y los suburbios. Romperé el contrato y se lo haré llegar por mensajero.
Me dio el teléfono de su casa y me dijo que lo llamara a las doce para informarle de las novedades.
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