Sara Paretsky - Fuego

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Victoria Warshawski es una investigadora privada que procede de los barrios del sur de Chicago, donde la inmigración, las drogas, los embarazos adolescentes y el absentismo escolar son una constante. Aquejada de cáncer, la entrenadora de baloncesto del instituto donde ella estudió le pide que asuma el control del equipo femenino, y Warshawski no puede negarse.
El equipo está compuesto por adolescentes de minorías raciales, algunas de ellas con hijos, y todas procedentes de familias humildes. La mayoría de los padres de las chicas trabaja en By-Smart, una cadena de hipermercados que explota y discrimina a sus empleados.

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– Déjalo, Billy -dije-. ¿No han entendido que no soy asistente social? Estoy haciendo un trabajo voluntario para el que no tengo cualificación ni tiempo. Puesto que el gobierno, a través del Ministerio de Educación, no puede proporcionar a las chicas del Bertha Palmer la ayuda que necesitan, confío en que el sector privado aproveche la ocasión de cubrir esa carencia. By-Smart es el mayor empleador de la comunidad, ustedes tienen un historial de obras benéficas allí y me gustaría alentarlos a convertir el equipo femenino de baloncesto en uno de sus proyectos. Me encantaría que asistieran a uno de nuestros entrenamientos.

– Mis hijas también hacen trabajo voluntario -apuntó Bysen-. Es bueno para ellas y bueno para la comunidad. Seguro que también es bueno para usted.

– ¿Y qué me dice de sus hijos? -no pude resistirme a preguntar.

– Están demasiado ocupados dirigiendo este negocio.

– Mi problema es una minucia, señor Bysen -dije con una sonrisa-. Soy dueña de mi propio negocio, y también estoy demasiado ocupada dirigiéndolo como para ser una buena voluntaria. Permítame llevarle allí y mostrarle en qué consiste el programa. Me consta que el instituto estaría encantado de recibir la visita de su graduado más famoso.

– Sí, abuelo, deberías ir conmigo. Cuando conozcas a las chicas…

– Eso sólo las animará a esperar limosnas -dijo el tío Gary-. Y, francamente, mientras arreglamos el follón que ha armado Billy, no disponemos de tiempo para obras benéficas.

– ¿No puedes dejar eso al margen por un momento? -exclamó Billy, con lágrimas en los ojos-. El pastor Andrés no es un líder sindical. Sólo está preocupado porque en su congregación hay personas que no pueden hacer cosas tan elementales como comprar zapatos a sus hijos. Y me consta que trabajan muy duro, lo veo en el almacén cada día. Tía Jacqui y Pat se sientan en ese cuarto de atrás y los insultan, pero esas personas trabajan cincuenta o sesenta horas a la semana, y se merecen que las tratemos mejor.

– Fue un error dejar que te involucraras tanto en esa iglesia, Billy -dijo Bysen-. Han visto que eres de buena pasta y se aprovechan de ello, te explican cosas distorsionadas sobre nosotros, sobre la empresa y sobre sus propias vidas. Esa gente no es como nosotros, no cree en el valor del trabajo tal como lo hacemos nosotros, por eso dependen de otros para tener empleo. Si no estuviéramos en esa comunidad proporcionándoles un salario, andarían todo el día holgazaneando a costa de las ayudas sociales, o apostando.

– Cosa que seguramente hacen, de todos modos -apuntó el señor Roger-. Quizá deberíamos sacar a Billy del almacén y enviarlo a la sucursal de Westchester o a la de Northlake.

– No pienso irme de South Chicago -dijo Billy-. Os comportáis como si tuviera nueve años, no diecinueve, y ni siquiera sois lo bastante educados como para hablar con mi invitada u ofrecerle una silla o una taza de café. No sé qué diría la abuela al respecto, pero no es eso lo que me ha enseñado durante todos estos años. Lo único que os importa es el precio de las acciones, no las personas que hacen que nuestra empresa funcione. Cuando llegue el día del Juicio Final, a Dios no le importará el precio de las acciones, podéis estar seguros de ello. -Se abrió paso a empujones entre su abuelo y sus tíos y se detuvo un instante para estrecharme la mano y asegurarme que hablaría conmigo en persona-. Tengo mi propio fondo de inversiones, señora War… shas… ky, y me importa de veras lo que ocurra con ese programa.

– Tienes un fondo que no puedes tocar hasta que cumplas veintisiete, y si así es como vas a ir por la vida te lo congelaremos hasta los treinta y cinco -gritó su padre.

– Vale. ¿Crees que me importa? Puedo vivir de mi sueldo como hace todo el mundo en el South Side.

Billy salió hecho una furia del despacho.

– ¿Qué les dais de comer Annie Lisa y tú a vuestros hijos, William? -preguntó el tío Gary-. Candace es una yonqui, y Billy, un crío exaltado.

– Ya, bueno, al menos Annie Lisa ha criado una familia. No se pasa la vida delante del espejo probándose trapos de cinco mil dólares.

– Reservad la mala leche para la competencia, chicos -gruñó Buffalo Bill-. Billy es un idealista. Sólo tiene que canalizar esa energía en la dirección adecuada. Y no vuelvas a amenazarlo así a propósito de su fideicomiso, William. Mientras yo esté en este planeta, me encargaré de que el chico reciba su parte de la herencia. Cuando llegue el día del Juicio Final, seguramente Dios querrá saber cómo traté a mi nieto.

– Sí, diga lo que diga y haga lo que haga, estoy seguro de que tú lo rebajarás -dijo William fríamente-. Y usted, quienquiera que sea, creo que ya lleva suficiente rato merodeando por nuestras oficinas.

– Si es una de las personas que está influyendo sobre Billy, creo que será mejor averiguar quién es y qué le está diciendo -dijo el señor Roger.

– Mildred, ¿tenemos tiempo para eso?

La secretaria pulsó un par de teclas del ordenador.

– En realidad no lo tienen, señor Bysen, sobre todo si quiere atender las llamadas del consejo.

– Diez minutos, entonces, podemos tomarnos diez minutos. William llamará luego al consejo, no hace falta ser un genio para decirles que están dejando que un simple rumor los amilane.

Las mejillas del señor William se tiñeron de rojo.

– Si se trata de algo tan trivial, que se ocupe la propia Mildred de hacerlo. Ya tenía la agenda muy apretada antes de que Billy le prendiera fuego a la casa.

– Eh, no te lo tomes tan a pecho, William. Eres muy susceptible, siempre lo has sido. Veamos, ¿me repite su nombre, señorita?

Repetí mi nombre y repartí tarjetas de visita a todos los presentes.

– ¿Investigadora? ¿Investigadora? ¿Cómo es posible que Billy se relacione con una detective? Y no intente escurrir el bulto con mentiras sobre baloncesto femenino.

– No he dicho más que la verdad sobre el equipo de baloncesto -repliqué-. Conocí a su hijo el jueves pasado, cuando fui al almacén a hablar con Pat Grobian para pedirle que By-Smart apoyara a las chicas. Billy se entusiasmó, como ya saben, y me dijo que viniera aquí.

Buffalo Bill me miró fijamente y luego se volvió hacia el hombre a quien llamaba Linus.

– Que alguien se ocupe de esto, veamos quién es y qué está haciendo aquí. Y mientras realizas tus llamadas, los demás iremos a la sala de juntas y tendremos una breve charla. Mildred, páseme las llamadas de Birmingham, las contestaré desde allí.

Capítulo 12

Prácticas empresariales

En la sala de juntas el grupo se distribuyó prácticamente igual que lo había hecho para las oraciones, con Bysen en la cabecera de la mesa y Mildred a su derecha. Los hijos y Linus Rankin se sentaron a los lados. La ayudante de Mildred, la mujer nerviosa del rincón de la antecámara, entró con un pliego de mensajes telefónicos, que Mildred repartió entre los hombres.

Entregué a Mildred el informe que había redactado para mi reunión en el almacén; cuando le dije que sólo había llevado dos copias, envió a su ayudante a fotocopiarlo a toda prisa. La ayudante no tardó en regresar haciendo malabarismos con una pila de copias y una bandeja con café, latas de refrescos y agua.

Durante la espera todos los hombres estuvieron pendientes de sus móviles. Linus pidió a alguien que investigara acerca de mí, y William comenzó su ronda de llamadas, hablando con miembros del consejo de administración para asegurarles que By-Smart no estaba cediendo ante los sindicatos. Roger mantuvo una animada conversación sobre un problema en una tienda donde el personal de noche se había quedado encerrado: alguien había sufrido un ataque epiléptico, según me pareció entender de lo que escuché sin reservas, y se había mordido la lengua hasta partirla porque nadie había podido abrir la puerta al servicio médico de urgencia.

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