Sara Paretsky - Fuego

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Victoria Warshawski es una investigadora privada que procede de los barrios del sur de Chicago, donde la inmigración, las drogas, los embarazos adolescentes y el absentismo escolar son una constante. Aquejada de cáncer, la entrenadora de baloncesto del instituto donde ella estudió le pide que asuma el control del equipo femenino, y Warshawski no puede negarse.
El equipo está compuesto por adolescentes de minorías raciales, algunas de ellas con hijos, y todas procedentes de familias humildes. La mayoría de los padres de las chicas trabaja en By-Smart, una cadena de hipermercados que explota y discrimina a sus empleados.

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Miré con añoranza los huevos pero me conformé con un yogur que engullí mientras buscaba el despacho de Buffalo Bill: no sólo quería verlo a solas, también quería dar con él mientras el joven Billy estuviera presente. Confiaba en que el cariño del abuelo hacia su nieto bastara para disculpar el lamentable error cometido por el predicador, y creía que las cosas me irían mejor con el viejo si contaba con el apoyo del Niño.

Tal como estaba yendo todo, aquél no iba a ser un buen día para que el abuelo picara el anzuelo. Si un pastor que sermoneaba sobre prácticas laborales justas era un timador disfrazado de asistente social, no quería ni imaginar cómo llamaría a un grupo de chicas sin recursos para pagar a su propio entrenador. No obstante, el ataque del barítono atiplado contra Billy pareció calmar el genio del viejo; le oí murmurar:

– Grobian infundirá carácter a Billy; por eso está en el almacén.

– Eso no mejora las cosas, padre. Si es tan ingenuo como para que un predicador se aproveche de él, no debería trabajar a solas sobre el terreno -dijo el señor William.

Justo entonces, se sumaron tantas voces a la vez que no conseguí aislar ni una frase coherente. A mis espaldas, el teléfono seguía sonando; según parecía, el altercado durante el oficio estaba enviando ondas sísmicas por toda la empresa. Mientras la secretaria repetía con insistencia que el sermón no tenía mayor importancia, dos hombres entraron con aire resuelto en la oficina.

– ¿Y Mildred? -preguntó el de mayor estatura y edad.

– Está dentro con el señor Bysen, señor Rankin. Buenos días, señor Roger. ¿Les apetece un café?

– Entremos.

El más bajo y joven, el señor Roger, era claramente otro Bysen. A diferencia del señor William, presentaba un parecido asombroso con Buffalo Bill: el mismo cuerpo bajo y fornido, las mismas cejas pobladas y la misma nariz con forma de tenaza.

Cuando ambos abrieron la puerta del despacho interior, los seguí haciendo caso omiso de la protesta procedente del rincón. Bysen estaba de pie ante su escritorio con Billy, William y Mildred, la mujer con cara de sartén. Otro hombre, alto y delgado como William, estaba con ellos, pero los dos a quienes yo había seguido ignoraron a todos salvo a Bysen y a Billy.

– Buenos días, padre. Billy, ¿cómo diablos se te ha ocurrido traer a un agitador a la plegaria matutina?

Aquel nuevo ataque contra Billy por parte de uno de sus hijos hizo que Bysen saliera en defensa de su nieto.

– No ha sido tan grave, Roger. Tendremos que pasar la mañana apagando fuegos y ya está; la mitad del consejo de administración ya está enterada. Son un puñado de viejas histéricas: las acciones han caído dos puntos y medio por el rumor de que vamos a dejar que el sindicato entre en la empresa. -Le dio una colleja a su nieto-. Sólo un par de tipos con más celo que previsión, eso es todo. Billy dice que ese predicador hispano no es un dirigente sindical.

A Billy le brillaban los ojos de emoción.

– El pastor Andrés sólo se preocupa por el bienestar de la comunidad, tío Roger. Allí abajo el desempleo alcanza el cuarenta por ciento, por eso la gente tiene que coger empleos…

– No es cuestión de aquí o allí -lo interrumpió William-. Francamente, padre, estás dejando que Billy se salga con la suya. Si Roger, Gary o yo hiciéramos algo que provocase una caída semejante de las acciones, te pondrías…

– Venga, ya volverán a subir, ya volverán a subir. Linus, tú te ocupas del personal de comunicación de la empresa. ¿Son de fiar? ¿Y ésta quién es? ¿Una redactora de discursos?

Todos los presentes se volvieron hacia mí: la mujer con cara de sartén, que estaba de pie junto al escritorio de Bysen con un ordenador portátil abierto delante de ella, los dos hijos y el hombre llamado Linus.

Sonreí alegremente.

– Soy V. I. Warshawski. Buenos días, Billy.

El semblante de Billy se relajó por primera vez desde que su abuelo se había marchado hecho una furia del oficio religioso.

– Señora War… sha… sky, perdone que me haya olvidado de usted. Tendría que haberla esperado después de las plegarias, pero he acompañado al pastor Andrés hasta el estacionamiento. Abuelo, padre, ésta es la señora de quien os hablé.

– ¿La asistente social del instituto? -Buffalo Bill bajó la cabeza hacia mí como un toro dispuesto a embestir.

– Soy como usted, señor Bysen: me crié en el viejo South Side pero hace mucho tiempo que no vivo allí -dije con desparpajo-. Cuando me avine a sustituir a la entrenadora del equipo femenino de baloncesto me quedé francamente consternada ante los terribles cambios que vi en el barrio y en el Bertha Palmer. ¿Cuándo estuvo usted por última vez en el instituto?

– Lo bastante recientemente como para saber que esos chavales cuentan con que el gobierno se lo dé todo. Cuando yo estudiaba, trabajaba para…

– Lo sé, señor: su ética del trabajo es extraordinaria, y su energía es conocida en el mundo entero.

Se quedó tan pasmado de que interrumpiera su arenga que me miró boquiabierto.

– Cuando yo jugaba en el equipo del Bertha Palmer -continué-, el instituto tenía medios para pagar a un entrenador, le alcanzaba para comprar uniformes, tenía un programa de educación musical en el que mi madre enseñaba, y los muchachos como usted por entonces fueron a la universidad gracias a la ley de integración de los veteranos de la Segunda Guerra Mundial, que cubría el coste de la formación profesional y la enseñanza universitaria.

Hice una pausa esperando que estableciera una mínima conexión entre su propia educación, financiada por el gobierno, y los chicos del South Side, pero no vi aparecer ni un pequeño signo de empatía que iluminara su rostro.

– Ahora el instituto no tiene presupuesto para nada de eso. El baloncesto es una de las cosas…

– No necesito que ni usted ni nadie me dé una conferencia sobre lo que los chavales necesitan o dejan de necesitar, señorita. Crié a mis seis hijos sin ninguna ayuda del gobierno ni de ninguna institución benéfica, y si esos críos tuvieran un poco de carácter, harían lo mismo que yo. En lugar de llenar el South Side de niños a los que no pueden alimentar y luego esperar que yo les compre las botas de baloncesto.

Tuve tantas ganas de arrearle una bofetada que, para evitar hacerlo, le di la espalda y metí las manos en los bolsillos de mi chaqueta.

– En realidad no son así, abuelo -intervino Billy-. Esas chicas trabajan duro, cogen los empleos que pueden en el barrio, en McDonald's o incluso en nuestra tienda de la calle Noventa y cinco. Muchas de ellas trabajan treinta horas a la semana para ayudar a sus familias además de intentar seguir en el instituto. Me consta que si las vieras te quedarías impresionado de verdad. Y están locas por la señora War…shas…ky, pero ella no puede seguir entrenándolas.

¿Locas por mí? ¿Eso decían las chicas en el Mount Ararat, o era lo que Billy interpretaba? Me volví.

– Billy, no haces más que meter tu ingenua nariz en cosas de las que no sabes una puta mierda. -El hombre que ya estaba en el despacho junto a William habló por primera vez-. Jacqui me dijo que tenías la descabellada idea de que padre iba a financiar tu proyecto para niñas mimadas; dice que te advirtió de que no le iba a interesar lo más mínimo, y ahora, precisamente hoy, cuando has hecho lo peor que podías hacer para acabar con nuestra buena fama ante los accionistas, desperdicias más tiempo útil alentando a esta asistente social a venir aquí.

– Tía Jacqui ni siquiera se dignó escuchar a la señora War… shas… ky, tío Gary, así que no sé cómo puede saber si es una buena propuesta o no. Tiró su dossier a la papelera sin ni siquiera echarle un vistazo.

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