– Lo haré si me acuerdo.
Regresé arrastrando los pies a la habitación donde Morrell volvía a dormir como un tronco. Me acurruqué pegada a él pero sólo gruñó y me abrazó sin despertarse.
De la insinuante sonrisa de Marcena deduje que «inspeccionando distintos lugares» significaba que había rondado por ahí en el vehículo de Romeo Czernin y que se había enrollado con él en el campo de golf o quizás en el estacionamiento del instituto. ¿A qué venía dárselas de lista por eso? ¿Era porque estaba casado o porque era un obrero? Era como si estuviera convencida de que yo era una mojigata a quien esa clase de burlas ofendía. Quizá fuese porque los chicos hablaban de su aventura o como se llamara.
– Déjalo correr -murmuré en la oscuridad-. Cálmate y déjalo correr.
Al cabo de un rato conseguí conciliar de nuevo el sueño.
Cuando a las cinco y media me levanté para sacar un rato a los perros, Morrell seguía durmiendo. Tras regresar de nuestra carrera hasta el lago, abrí la puerta del cuarto de invitados para que Mitch y Peppy despertasen a Marcena mientras yo me duchaba. Me puse el único conjunto formal que tenía en casa de Morrell. Era un estupendo traje de lana oscura, pero cuando Marcena apareció con una atrevida chaqueta a cuadros rojos sí que no pude evitar sentirme una mojigata a su lado.
No hay un trayecto fácil para ir desde casa de Morrell a orillas del lago hasta la vasta zona urbanizada, más allá de O'Hare, donde By-Smart tenía su oficina central. Con los ojos enrojecidos de fatiga, me abrí paso por calles secundarias que, aun a esas horas, estaban muy concurridas. Llevaba encendida la radio, que me mantenía despierta con Scarlatti y Copeland mezclados con cuñas publicitarias y alarmantes advertencias sobre los atascos de tráfico. Marcena durmió todo el tiempo, ajena a la radio, ajena a la mujer cuyo Explorer casi se estrella contra nosotras al salir de su garaje sin mirar, al hombre del Beeper que se saltó un semáforo en rojo en Golf Road para luego hacerme un gesto obsceno con el dedo por tocarle la bocina.
Incluso durmió, o fingió hábilmente dormir, cuando a las siete menos cuarto Rose Dorrado me llamó.
– ¡Rose! Le debo una disculpa. Lamento haber insinuado que usted tuviera algo que ver con los actos de sabotaje en la planta; estuvo muy mal de mi parte.
– No me importa, no se preocupe -dijo entre dientes, casi sin oírla debido al ruido del tráfico-. Me parece que me preocupo sin motivo por lo que está sucediendo. Unos pocos accidentes y ya me imagino lo peor.
Me quedé tan perpleja que desvié mi atención de la calle. Un tremendo bocinazo del coche que había a mi izquierda me hizo volver en mí de inmediato.
Me detuve junto a la acera.
– ¿Qué quiere decir? El pegamento no cae por accidente dentro de las cerraduras, y un saco lleno de ratas no entra así como así en un sistema de ventilación.
– No me explico cómo ocurrieron esas cosas, pero no puedo seguir preocupándome por ellas, así que gracias por las molestias, pero ahora es preciso que deje la fábrica en paz.
Me sonó como un guión ensayado, en el caso de que alguna vez hubiese oído alguno, pero colgó antes de que tuviera ocasión de presionarla un poco. De todos modos no podía permitirme llegar tarde a la cita; tendría que ocuparme de Rose y de Fly the Flag más tarde.
Di un toque a Marcena en el hombro. Volvió a gruñir pero se incorporó y comenzó a arreglarse, poniéndose un poco de maquillaje, rimel incluido, y sacando del bolso su característico pañuelo rojo de seda para anudárselo al cuello. Cuando enfilamos By-Smart Corporate Way presentaba un aspecto tan elegante como siempre. Eché un vistazo a mi cara en el retrovisor. Si me ponía rimel lo más probable era que acentuara el enrojecimiento de mis ojos.
La oficina central de By-Smart se había diseñado siguiendo los consabidos principios utilitarios de sus megatiendas, y se veía igual de grande: una especie de caja enorme rodeada de un parque diminuto. Y como tantos parques corporativos, aquél era una horterada. Habían arrasado los prados de la colina para cubrirla de hormigón y luego añadir una minúscula tira de césped como si fuese una ocurrencia de última hora. El paisajista de By-Smart también había incluido un estanque a modo de recordatorio del marjal que en un tiempo había habido allí. Al otro lado del parche de hierba marrón, el estacionamiento parecía extenderse varios kilómetros; su superficie gris se fundía en el horizonte con el plomizo cielo otoñal.
Tras caminar taconeando el buen trecho que mediaba hasta la entrada, comprobamos que el utilitarismo del edificio terminaba en su forma. Estaba construido con alguna clase de piedra de color oro pálido, quizás incluso fuese de mármol, puesto que de mármol parecía el suelo del vestíbulo, las paredes del cual estaban forradas de suntuosa madera rojiza con incrustaciones ambarinas. Pensé en las interminables hileras de palas, banderas, toallas y cajas de líquido para derretir hielo del almacén de Crandon y en Patrick Grobian esperando trasladarse allí desde su mugriento despachito. ¿Quién podía culparlo, aunque ello supusiera acostarse con tía Jacqui?
A tan temprana hora del día no había ningún recepcionista tras el gigantesco mostrador de teca, sólo un huraño vigilante que se levantó para averiguar qué queríamos.
– ¿Es usted Hermán? -pregunté-. Billy el Ni… el joven Billy Bysen me invitó a la plegaria matutina de hoy.
– Ah, sí. -Hermán se relajó y esbozó una sonrisa paternal-. Sí, me avisó de que una amiga suya vendría a las oraciones. Dijo que pasara directamente a la sala de reuniones. ¿La señora viene con usted? Aquí tienen, estos pases son válidos para todo el día.
Sin pedirnos una tarjeta de identificación, nos entregó un par de cartulinas rosas plastificadas con el rótulo de «visitante». Pensé que la repentina amabilidad de Hermán no se debía tanto a que conociéramos a un miembro de la familia sino a que Billy el Niño siempre conseguía que la gente con quien trataba se mostrase contenta y protectora; había presenciado la misma reacción entre los camioneros que le tomaban el pelo la noche del jueves.
Hermán también nos dio un plano sobre el que nos indicó el camino hasta la sala de reuniones. El edificio estaba construido como el Merchandise Mart o el Pentágono, con pasillos concéntricos que daban a un laberinto de cubículos. Aunque cada esquina tenía una placa de plástico negro que indicaba su ubicación, dimos un montón de vueltas y tuvimos que desandar lo andado. O más bien lo hice yo; Marcena iba dando traspiés detrás de mí.
– ¿Vas a recomponerte un poco antes de que nos presentemos ante Buffalo Bill? -le pregunté.
Me dedicó una sonrisa angelical.
– Siempre estoy a la altura de las circunstancias. Ésta todavía no necesita que ponga toda la carne en el asador.
Me mordí la lengua: seguro que a insolencias ella me ganaría siempre.
Supe que estábamos en el buen camino (o más bien corredor), cuando empezamos a encontrar a otras personas que iban en la misma dirección. Fuimos objeto de un sinfín de furtivas miradas: dos desconocidas entre ellos, mujeres por si fuera poco, en medio de un mar de hombres con trajes grises y marrones. Cuando comprobé que estábamos yendo en la dirección correcta, advertí que la gente nos tomaba por dos vendedoras ajenas a la empresa. Me pregunté si la oración matutina sería un ritual obligado para hacer negocios con By-Smart.
Mientras buscábamos dos asientos vacíos, una mujer me susurró que la primera fila estaba reservada para la familia y los altos cargos de la empresa. Marcena dijo que le parecía muy bien, que por ella cuanto más lejos del meollo mejor. Encontramos dos sillas contiguas a unas diez filas de la presidencia.
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