– El joven Billy quiere que me inmiscuya en el baloncesto de las chicas, señor Bysen, y con eso me basta. Me consta que estará ansioso por saber cómo ha ido nuestra conversación.
Bysen me sostuvo la mirada, como si sopesara los deseos de Billy contra mi entrometimiento.
– Aquí ya hemos terminado, jovencita. William, Roger, aseguraos de que se marcha.
William dijo a su hermano que se encargaría de mí. Cuando salimos de la sala de juntas, su mano apoyada en mi nuca, me dijo:
– Mi hijo es, en esencia, un buen chico.
– Le creo. Lo vi en el almacén y me impresionó el modo en que le respondían los empleados.
– El problema es que es demasiado confiado; la gente se aprovecha de él. Por añadidura, mi padre siempre ha sido tan indulgente con él que todavía no se hace cargo de cómo funciona en realidad el mundo.
No acababa de ver adonde estaba yendo aquello, de modo que dije cautamente:
– Es un problema frecuente en los hombres hechos a sí mismos como su padre: son demasiado estrictos con sus hijos pero la tercera generación no se ve sujeta a las mismas restricciones.
Se mostró sorprendido, como si hubiese revelado una inasible verdad sobre su vida.
– Así pues, ha reparado en el modo en que lo trata el viejo. Ha sido la misma historia desde que Billy nació: cada vez que intento, no ya establecer los mismos límites que papá fijó para nosotros, sino tan sólo orientarlo un poco, papá mete baza a la baja y luego me culpa por…, bueno, eso no viene al caso. Soy el director financiero de la empresa.
– Y salta a la vista que se le da muy bien, dadas las cifras que manejan.
Estábamos siendo tan acaramelados que me sentí como si nos estuviéramos bañando en melaza.
– Si dispusiese de verdadera autoridad, superaríamos a Wal-Mart, sé que podríamos, pero mis decisiones en la empresa son como las que tomo como padre; de todos modos, quiero saber cuándo tiene previsto ver a Billy y qué piensa decirle.
– Voy a transmitirle exactamente lo que se ha dicho en la reunión y a pedirle que me lo interprete: ustedes son perfectos desconocidos para mí, de manera que no siempre entiendo qué quieren decir con lo que dicen.
– Ése es el quid -apuntó William-. Todos decimos cosas, pero trabajamos juntos como una familia. Mis hermanos y yo, me refiero: crecimos peleando, el viejo pensó que eso nos haría fuertes, pero dirigimos esta empresa como una familia. Y como familia nos presentamos ante la competencia.
De modo que no debía hacerme eco de las desavenencias entre los hermanos ante un público más amplio. Ya había destruido algunos negocios importantes con mi entrometimiento; debía tener claro que By-Smart no me iba a dar cuartel si intentaba hacer algo contra ellos.
– ¿Billy vive en South Chicago?
– Por supuesto que no. Puede que esté encaprichado de ese predicador de tres al cuarto, pero al final de la jornada regresa a la casa de su madre. Tenga cuidado con lo que le dice y le hace, señora…, mmm…, porque la estaremos vigilando.
Nuestro paréntesis de estar a partir un piñón tocaba a su fin, al parecer.
– Warshawski. No me cabe la menor duda; me fijé en las cámaras espía que había en el almacén. Pondré mucho cuidado en lo que diga por si han instalado una en mi coche.
Soltó una risa forzada. ¿Así que seguíamos siendo amigos después de todo? Aguardé a que fuera al grano obligándome a adoptar la expresión insulsa que hacía que la gente creyese que sabía escuchar y ser discreta, no la mujer que había hundido a Gustav Humboldt.
– Necesito saber quién pasea a su amiga inglesa por el South Side. Podría ser perjudicial para nosotros, desde un punto de vista de responsabilidad civil, quiero decir, si resultara herida.
Negué con la cabeza.
– No me ha dicho a quién ha conocido allí ni tampoco cómo. Tiene muchos amigos, y hace amistades con suma facilidad, como habrá comprobado usted mismo con su padre hace un momento. Yo diría que puede ser cualquiera, quizás incluso el propio Patrick Grobian ya que a Marcena siempre le ha gustado que los altos cargos formen parte de su corte.
La mención del nombre de Grobian pareció molestarle, o por lo menos lo cogió desprevenido. Tamborileó con los dedos en la jamba de la puerta, deseoso de preguntar algo más pero indeciso sobre cómo formular la pregunta. Antes de que se le ocurriera el modo, la nerviosa ayudante de Mildred reclamó su atención: uno de sus directores le devolvía una llamada.
Fue al escritorio de Mildred para coger el teléfono. Me acerqué a la fotografía de Buffalo Bill y el avión. Si me ponía de puntillas y entornaba los ojos podía ver el nombre del estudio de un fotógrafo y una dirección de Wattisham en la parte inferior de la copia. Marcena no sólo era más hábil que yo al interrogar: también era una observadora más perspicaz. Resultaba deprimente.
William seguía al teléfono cuando Buffalo Bill acompañó a Marcena fuera de la sala de juntas apoyando una mano en su cintura. Frunció el ceño al verme aún allí, pero se dirigió a Marcena:
– No venga sin esas fotografías de su padre, jovencita, ¿me oye?
– Descuide; estará encantado cuando sepa que le he conocido.
Mientras efectuaban una intrincada danza de despedida, William tapó el auricular con la mano y me hizo una seña para que me aproximara a él.
– Averigüe con quién está saliendo esa chica, y llámeme por teléfono.
– ¿A cambio de financiar mi programa? -pregunté alegremente.
Se envaró.
– A cambio de tomarlo en consideración, desde luego.
Puse cara de profunda tristeza.
– Con esa oferta no conseguirá que me rompa los cuernos, señor William.
Los Bysen no estaban acostumbrados a que los mendigos fuesen difíciles de contentar.
– Y con esa clase de actitud no va a suscitar ningún esfuerzo por mi parte, joven.
– Me llamo Warshawski. Puede llamarme así.
Marcena se había despedido de Buffalo Bill; di la espalda al joven William y enfilé el pasillo con ella. En cuanto nos alejamos del despacho, dejó caer los hombros y se desprendió de su «desenfadada sonrisa».
– ¡Estoy hecha polvo! -dijo.
– No me extraña; entre Pete y Buffalo Bill, has hecho el trabajo de un día entero en esta última hora. Yo también estoy molida. ¿Existe de verdad un Julián Love que pilotara Hurricanes en la guerra?
Sonrió con malicia.
– No exactamente. Pero el tutor de mi padre en Cambridge lo hizo, y cuando yo vivía allí, solían tomar el té juntos una o dos veces por trimestre. Oí todas sus batallitas; creo que puedo reproducirlas.
– Me figuro que tampoco estuvo destinado en Wattisham.
– En Nacton; pero después de tantos años Buffalo Bill no se acordará de las diferencias entre un aeródromo y otro. O sea, ¡piensa que soy lo bastante mayor como para que mi padre fuese piloto en la guerra!
– Y supongo que las fotografías de tu padre se perderán en el correo. Una pena, realmente, porque fueron tomadas antes de la fotografía digital y ahora no hay modo de reemplazarlas.
Soltó una sonora carcajada que hizo que varias personas nos miraran.
– Algo en esa línea, Vic, algo muy en esa línea.
La mercenaria
El jueves comenzó temprano, con una llamada de mi servicio de mensajes. Estaba disfrutando de una mañana a solas con Morrell, no había visto a Marcena desde que se apeara del coche poco después del servicio religioso del día anterior. Me había levantado para poner en marcha la fantástica cafetera exprés de Morrell. Hacía piruetas por el salón, contenta de poder brincar desnuda, cuando oí que mi móvil sonaba dentro de mi maletín.
No sé por qué no dejé que sonara; la respuesta pavloviana a la campana, supongo. Christie Weddington, la operadora de mi servicio de mensajes que me conocía desde hacía más tiempo, se sintió con derecho a mostrarse severa.
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