Sara Paretsky - Fuego

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Victoria Warshawski es una investigadora privada que procede de los barrios del sur de Chicago, donde la inmigración, las drogas, los embarazos adolescentes y el absentismo escolar son una constante. Aquejada de cáncer, la entrenadora de baloncesto del instituto donde ella estudió le pide que asuma el control del equipo femenino, y Warshawski no puede negarse.
El equipo está compuesto por adolescentes de minorías raciales, algunas de ellas con hijos, y todas procedentes de familias humildes. La mayoría de los padres de las chicas trabaja en By-Smart, una cadena de hipermercados que explota y discrimina a sus empleados.

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– ¿Encerrados? -solté cuando colgó, olvidando que estaba intentando ser de lo más almibarado ante la plana mayor de los Bysen.

– Eso no es de su incumbencia, jovencita -espetó Buffalo Bill-. Pero cuando una tienda está en un barrio peligroso, no pongo en peligro la vida de nuestros empleados dejándolos expuestos a que los atraquen todos los drogadictos que vagan por la calle. Gary, habla con el gerente: tiene que montar un sistema de seguridad adicional para dejar que la gente salga en caso de emergencia. Linus, ¿corremos algún riesgo legal con esto?

Me mordí la lengua para no agregar nada más mientras Rankin tomaba notas. Al parecer era el abogado de la empresa.

Roger, asqueado, dejó a un lado su teléfono móvil y se volvió hacia William.

– Ahora, gracias al idiota de tu hijo, tenemos a tres proveedores que piensan que pueden cancelar sus contratos porque nuestros costes laborales van a subir, ¿qué te parece?, y saben que comprenderemos que a no ser que cierren y se larguen a Birmania o a Nicaragua no pueden satisfacer nuestras exigencias de precio.

– Tonterías -terció el viejo-. No tiene nada que ver con Billy, quieren escabullirse con el lloriqueo habitual. Para algunas personas es como un juego, quieren ver si tenemos agallas. Sois un hatajo de inútiles. No sé qué será de esta empresa cuando yo ya no pueda estar todos los días al pie del cañón.

Mildred murmuró algo al oído de Bysen, que me miró y dijo:

– Muy bien, jovencita, vayamos al grano.

Crucé las manos encima de la mesa y lo miré a los ojos.

– Tal como he dicho, señor Bysen -comencé-, me crié en South Chicago y estudié en el Bertha Palmer. De allí fui a la Universidad de Chicago tras jugar en el campeonato de institutos; eso me valió una beca por méritos deportivos que hizo posible que siguiera mis estudios superiores. Cuando usted era alumno del Bertha Palmer, y cuando años después lo fui yo, el instituto ofrecía programas de…

– Todos conocemos la triste historia del deterioro del barrio -me interrumpió William-. Y sabemos también que usted ha venido aquí esperando que demos limosna a gente que no trabaja para ganarse la vida.

Noté que me sonrojaba y olvidé mi necesidad de comportarme lo mejor posible.

– No sé si en verdad piensa eso o si no para de repetirlo para no tener que reflexionar sobre lo que realmente significa mantener a una familia cobrando siete dólares a la hora. No estaría de más que todos los que están sentados a esta mesa intentaran hacer eso durante un mes antes de juzgar tan deprisa lo que ocurre en South Chicago.

– Muchas de las chicas de mi equipo pertenecen a familias en las que las madres trabajan sesenta horas semanales sin percibir horas extra. Quizás estén en su almacén o en su tienda de la Noventa y cinco, señor Bysen, o en McDonald's, pero le aseguro que trabajan de firme, más que yo, más que usted. No andan por las esquinas pidiendo limosna.

William intentó interrumpirme, pero lo fulminé con una mirada más fiera que la que jamás hubiese recibido de su padre.

– Déjeme terminar y luego escucharé sus objeciones. Esas mujeres desean que sus hijas dispongan de una oportunidad como Dios manda para labrarse un futuro mejor. Una buena educación es la mejor baza que esas chicas tendrán para conseguir esa clase de oportunidad, y el deporte es un factor clave para mantenerlas en la escuela; quizás incluso sirva para que algunas puedan acceder a la universidad. Para ustedes, financiar un programa que facilitara a mis dieciséis chicas un equipamiento decente, un entrenador competente y unas instalaciones donde no corran el riesgo de romperse una pierna cada vez que efectúan un lanzamiento rápido, sería una gran obra de beneficencia. Su coste sería una nimiedad hasta para su tienda de South Chicago; para el conjunto de la empresa, una nadería, pero en cambio les proporcionaría una publicidad magnífica.

– Acabo de oír al señor Roger convencer a un proveedor de que les suministre no sé qué a seis centavos menos de lo que pedía. El señor Gary Bysen está molesto porque una empleada se ha mordido la lengua tras pasarse toda una noche encerrada. Cuando estas cosas salen a la luz, hacen que ustedes parezcan el Scrooge de Norteamérica, pero si apoyaran un programa importante en el barrio del propio señor Bysen, en su propio instituto, podrían presentarse como héroes.

– Tiene usted mucho coraje, hay que reconocerlo -dijo William con su voz aflautada.

Bysen frunció el ceño.

– ¿Y usted cree que cincuenta y cinco mil dólares es «una nimiedad», señorita? Su negocio debe de ir viento en popa para que esa suma le resulte trivial.

Hice unos cálculos rápidos en la hoja de papel que tenía delante.

– Seguro que el señor Linus le dará las cifras exactas, así que no voy a entrar en detalles, pero si hubiese manera de cortar un dólar en cuarenta mil trozos, uno de esos cuarenta mil trozos sería el equivalente de lo que tendrían que invertir. Y eso sin contar las deducciones fiscales, ni intangibles como el beneficio publicitario.

Gary y William intentaron hablar a la vez; el teléfono móvil de Linus Rankin sonó al mismo tiempo y el propio Bysen se puso a rugir cuando Marcena abrió la puerta de la sala de juntas y entró la mar de contenta.

Me guiñó un ojo con la intención de que el gesto fuese tan sutil que nadie reparase en él, y se volvió hacia Bysen.

– He venido con la señora Warshawski; Marcena Love; su Pete Boyland me estaba hablando sobre el departamento de compras y me he retrasado. ¿Es usted el que está junto al Thunderbolt en la foto de ahí fuera? Mi padre fue piloto de Hurricanes en Wattisham.

Buffalo Bill resopló.

– ¿Wattisham? Pasé dieciocho meses allí. El Hurricane era un buen aparato; nunca se le otorgó el respeto que merecía. ¿Cómo se llamaba su padre?

– Julián Love. Escuadrón Tigre Setenta.

– Mmm… Usted y yo vamos a tener que hablar, señorita. ¿Trabaja con esta muchacha del baloncesto?

– No, señor. He venido de visita desde Londres. He recorrido South Chicago, de hecho con uno de sus conductores, perdón, quería decir camioneros. Lo siento, no acabo de pillar del todo la jerga norteamericana.

El acento de Marcena se iba haciendo más marcado a medida que hablaba. Bysen se estaba bañando en él pero sus hijos no mostraban tanto entusiasmo.

– ¿Quién le deja subir a la cabina de uno de nuestros camiones? -inquirió William-. Eso contraviene la ley además de la política de la empresa.

Marcena levantó la mano como dando el alto.

– Lo siento. ¿Usted está a cargo de los camiones? No sabía que estaba quebrantando la ley.

– Aun así quiero su nombre -dijo William.

Marcena adoptó una expresión compungida.

– He metido la pata, ¿verdad? No quiero causarle problemas a nadie, así que dejémoslo en que no volveré a hacerlo. Señor Bysen, ¿hay alguna posibilidad de que pueda reunirme con usted antes de regresar a Inglaterra? Crecí escuchando las batallas aéreas de mi padre; me encantaría oír su versión de esos años; mi padre estaría contentísimo de que hubiese conocido a uno de sus viejos camaradas.

Bysen se pavoneó y resopló un poco y le pidió a Mildred que le buscara un hueco durante la semana siguiente antes de volverse para fulminarme con la mirada.

– Y en cuanto a usted, jovencita, ya recibirá noticias nuestras.

Linus había estado hablando por su teléfono móvil durante la actuación de Marcena; se levantó para pasarle una hoja de papel a Bysen. El viejo le echó un vistazo y puso cara de pocos amigos.

– Veo que ha arruinado un buen puñado de negocios importantes, jovencita, y que se ha inmiscuido en asuntos que no eran de su incumbencia. ¿Siempre se mete donde no la llaman?

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