Sara Paretsky - Fuego

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Victoria Warshawski es una investigadora privada que procede de los barrios del sur de Chicago, donde la inmigración, las drogas, los embarazos adolescentes y el absentismo escolar son una constante. Aquejada de cáncer, la entrenadora de baloncesto del instituto donde ella estudió le pide que asuma el control del equipo femenino, y Warshawski no puede negarse.
El equipo está compuesto por adolescentes de minorías raciales, algunas de ellas con hijos, y todas procedentes de familias humildes. La mayoría de los padres de las chicas trabaja en By-Smart, una cadena de hipermercados que explota y discrimina a sus empleados.

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Me miró con recelo.

– ¿Es usted periodista?

– No. Soy entrenadora de baloncesto en un instituto del South Side.

Marcena se había arrimado a mí para escuchar la conversación, con la ingeniosa pluma grabadora en la mano; al oír la pregunta de si era periodista, esgrimió una sonrisa astuta y dijo:

– Sólo soy una turista inglesa, así que todo esto me resulta un poco extraño. Y me ha costado lo mío entender el acento del pastor.

La mujer asintió con condescendencia.

– Seguramente no tienen muchos mexicanos indocumentados en Inglaterra, pero aquí los hay a montones. Cualquiera podría haberle dicho al joven Billy que a su abuelo no le iba a gustar oír esa clase de mensaje, ni siquiera aunque el pastor hubiese dado el sermón en perfecto inglés.

– ¿Es mexicano? -pregunté-. No he sabido distinguir el acento.

Marcena me dio una patada en el tobillo, queriendo decir que la mujer nos estaba dando información, que no la irritara.

Nuestra informante soltó una carcajada de significado indescifrable.

– México, El Salvador, todo es lo mismo: todos vienen a este país pensando que tienen derecho a una comida gratis.

Un hombre de la fila de delante se volvió hacia nosotras.

– Bah, Buffalo Bill no tardará en sacar todas esas tonterías de la cabeza de Billy el Niño. Por eso lo envió a South Chicago.

– ¿Qué tonterías? -preguntó Marcena, a quien sólo le faltaba pestañear como una boba. Menuda profesional estaba hecha.

– ¿No le ha oído hablar de los obreros y los frutos de su trabajo? -dijo el hombre-. A mí me ha sonado a movimiento sindical, y eso no lo consentimos en By-Smart. Billy lo sabe tan bien como el resto de nosotros.

Miré hacia el extremo opuesto de la habitación, donde Andrés seguía hablando con Billy. Bajo y macizo como era, parecía más un obrero de la construcción que un ministro de Dios. Me figuré que podría ser un líder sindical: muchas de las pequeñas iglesias del South Side no pueden mantener a un pastor y éstos deben trabajar en empleos ordinarios durante la semana.

Pero ¿cabía concebir que Billy realmente hubiese tratado de colar a un sindicalista en el oficio religioso de Buffalo Bill? La impresión que me había dado el jueves anterior era que Billy quería a su abuelo, que le tenía en muy alta consideración.

También era obvio que Billy estaba muy unido al pastor Andrés, y su actitud denotaba vergüenza y arrepentimiento. Mientras los observaba, el pastor apoyó una mano en el hombro del muchacho y ambos se encaminaron hacia la salida.

De repente recordé mi propia misión con Andrés. Avisando de que volvería enseguida, me abrí paso entre las sillas y corrí tras ellos, pero para cuando llegué a la salida ya habían desaparecido en el laberinto de pasillos. Fui en su busca, doblé varias esquinas; los había perdido.

Cuando regresé a la sala de reuniones dos conserjes estaban plegando las sillas y amontonándolas contra la pared. Una vez hubieron terminado, abrieron una puerta y comenzaron a sacar colchonetas de gimnasia. Una mujer en leotardos trajo un aparato de música muy grande; tía Jacqui, que se había esfumado mientras yo buscaba a Andrés, volvió a la sala con su atuendo de gimnasia y se puso a hacer estiramientos que realzaron la suave curva de sus nalgas.

El hombre que nos había explicado que By-Smart no toleraba los sindicatos siguió mi asombrada mirada, deteniendo la suya en el trasero de Jacqui mientras ésta se inclinaba hasta el suelo.

– Ahora comenzará la clase de aerobic. Si usted y su amiga tienen ganas de hacer ejercicio, están invitadas a quedarse.

– Así que By-Smart se encarga de todo -dijo Marcena entre risas-. Oraciones, flexiones, cualquier cosa que los empleados necesiten. ¿Qué me dice del sustento vital? ¿Se puede desayunar? Estoy desfallecida.

– Vengan a la cafetería conmigo -repuso el hombre-. Todos acabamos un tanto hambrientos las mañanas de plegaria.

Mientras seguíamos a nuestro guía por aquel laberinto, oíamos el insistente ritmo que emitía el equipo de música.

Capítulo 11

La casa de la pradera

– Pero, abuelo, no he intentado…

– Delante de todo el personal. Nunca pensé que pudieras mostrar tan poco respeto hacia mí. Tu hermana, sí, pero tú, William, pensaba que valorabas lo que he construido a lo largo de mi vida. Y no voy a tolerar que un falso asistente social incapaz de mantenerse a sí mismo y a su familia venga a robarme a mí y a la mía.

– Abuelo, no es ningún asistente…

– Ya sé lo que ha ocurrido: igual que todo bicho viviente, se ha dado cuenta de lo bueno que eres y se ha aprovechado de ti. Si eso es lo que está ocurriendo en esa iglesia, deberías alejarte de ellos tanto como sea posible.

– No es como crees, abuelo. Se trata de la comunidad.

Yo estaba en la antesala del despacho de Bysen, la habitación donde sus secretarias custodiaban la puerta del gran hombre. Una de las puertas interiores sólo estaba entornada; los bramidos de Buffalo Bill salían por la rendija con la misma facilidad con que atropellaban los esfuerzos que hacía el joven Billy para explicarse.

No había nadie sentado al gran escritorio que presidía la estancia, y cuando me dirigía hacia el fragor de la batalla, alguien me llamó desde un rincón. Era una mujer flaca y anodina sentada a una pequeña mesa metálica en la que había un ordenador; me preguntó, con el característico timbre nasal del viejo South Side de la ciudad, quién era y qué quería. Cuando le dije que Billy me había organizado una reunión con su abuelo, dirigió una mirada nerviosa al despacho interior y luego a la pantalla de su ordenador, pero contestó al teléfono antes de responderme.

– No la veo apuntada en la agenda del señor Bysen, señorita -dijo al fin.

– Seguramente Billy pensó que podría presentarme a su abuelo después del servicio religioso.

Sonreí con soltura, como queriendo decir: «No soy una amenaza, jugamos en el mismo equipo».

– Un momento. -Volvió a contestar al teléfono, tapando el micrófono para dirigirse a mí-: Tendrá que hablar con Mildred; no puedo autorizarla a ver al señor Bysen sin su consentimiento. Tome asiento; volverá enseguida.

El teléfono siguió sonando. Sin quitarme el ojo de encima, la secretaria decía con su afectada voz gangosa:

– Despacho del señor Bysen. En realidad no ha sucedido nada grave, pero si desea hablar con el señor Bysen, Mildred se pondrá en contacto con usted para concertar una entrevista telefónica.

Yo deambulaba por la habitación contemplando los cuadros de las paredes. A diferencia de la mayoría de sedes corporativas, allí no había ninguna obra de arte digna de mención, sólo fotografías de Bysen. Saludando al presidente de Estados Unidos, poniendo la primera piedra del enésimo edificio del emporio By-Smart, posando junto a un antiguo avión de la Segunda Guerra Mundial (supuse que era Bysen: un muchacho con casco de cuero y gafas de aviador con la mano apoyada en uno de los motores). Lo miré fijamente, aguzando el oído para escuchar la discusión que tenía lugar en el despacho interior.

– Billy, ahí fuera hay un millón de historias lacrimógenas y un millón de timadores. Si vas a ocupar un puesto en la empresa, tendrás que aprender a reconocerlos y plantarles cara.

Esta vez el que hablaba era el atiplado barítono petulante que había concluido el servicio religioso: el señor William tratando con suma seriedad a su impulsivo hijo. Miré ansiosamente hacia la rendija de la puerta, pero la mujer del rincón parecía dispuesta a echárseme al cuello si hacía algún movimiento en falso.

Quería entrar antes de que Marcena terminase de desayunar y viniera a mi encuentro. Lo último que deseaba era que sus ganas de conseguir una entrevista con Bysen interfirieran en mis propios planes. Y se le daba demasiado bien llamar la atención de la gente como para que yo pudiera aspirar a que Bysen siguiera prestándome atención una vez que ella hubiera entrado en escena. Pocos minutos antes, en la cafetería, había vuelto a hacer gala de sus dotes: había convencido al tipo con quien habíamos estado hablando de que se sentara con ella a tomar un desayuno caliente completo. Tal como había hecho con las chicas del equipo de baloncesto, Marcena supo cómo conseguir que el tío (llámame Pete; estoy en el departamento de compras y puedo ofrecerte lo que se te antoje, ja, ja, ja) la considerase una interlocutora dotada de una empatía perfecta. Cuando aún estaban de pie ante los huevos revueltos, ya había conseguido que él procediera a contarle la historia de By-Smart con los líderes sindicales. Me enseñó algunas cosas sobre cómo llevar un interrogatorio.

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