Sara Paretsky - Fuego

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Victoria Warshawski es una investigadora privada que procede de los barrios del sur de Chicago, donde la inmigración, las drogas, los embarazos adolescentes y el absentismo escolar son una constante. Aquejada de cáncer, la entrenadora de baloncesto del instituto donde ella estudió le pide que asuma el control del equipo femenino, y Warshawski no puede negarse.
El equipo está compuesto por adolescentes de minorías raciales, algunas de ellas con hijos, y todas procedentes de familias humildes. La mayoría de los padres de las chicas trabaja en By-Smart, una cadena de hipermercados que explota y discrimina a sus empleados.

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Al cabo de una hora estuve todo lo segura que cabía estar a oscuras de que la pluma no estaba por allí. Apoyé un pie en la carretilla y trepé al muelle de carga. Me senté en el borde y me quedé mirando aquella maraña, tratando de imaginarme a Marcena.

Ahora que no me movía, los ruidos de la noche empezaron a oírse con claridad. Agucé el oído para escuchar por debajo del zumbido de los coches y de los chirriantes engranajes de los camiones que circulaban por la Skyway. ¿Eso que hacía crujir la maleza eran ratas y mapaches o personas?

Marcena quería a Grobian y a William en cinta o en chip. Le constaba que iba a desvelar una historia mucho más gorda de lo que se había figurado; sabía del poder de los Bysen: si intentaba publicar el artículo podrían acallarlo, demandar al periódico, demandarla a ella. Necesitaba sus voces explicando lo que estaban haciendo.

Quizá llevara la grabadora en un bolsillo, aunque tal vez la pusiera en un sitio donde creyera que captaría los comentarios que ambos hombres hicieran. Me puse de pie. A pesar de la parka, estaba helada, y no me apetecía lo más mínimo entrar sola en el edificio frío y oscuro.

Billy y Josie pasaron una noche aquí, me reprendí. Pórtate como una adulta, eres investigadora. Volví a encender la linterna y entré en la sala de carga. Unos estantes cubrían sus altas paredes, llenos de cartones plegados listos para convertirse en cajas de banderas. Aún había unas cuantas bobinas de tela en sus fundas de plástico, a la espera de ser trasladadas a la sala de corte. Después de dos semanas, una gruesa capa de polvo y hollín las cubría, y los roedores habían roído los bordes, encantados de tener a su disposición un material tan mullido para construir sus nidos. Los oí corretear para esconderse en cuanto la luz les hizo abandonar la tarea.

Eché un rápido vistazo por la sala y vi que el suelo estaba limpio; creo que habría encontrado la grabadora si a Marcena se le hubiese caído en un lugar tan despejado. Comprobé las paredes y miré debajo de las estanterías por si había rodado hasta quedar fuera de la vista, pero sólo encontré excrementos de rata. Me estremecí y pasé sin más demora a la sala de trabajo donde William había encontrado, o al menos eso decía, un cargamento de sábanas.

Allí los daños del incendio eran más evidentes. Un boquete en la fachada indicaba el lugar donde los bomberos habían reventado la entrada a hachazos. La ceniza cubría las máquinas de coser y las mesas de corte, más espesa hacia el rincón del sudoeste, donde el fuego había sido más intenso, aunque estaba esparcida con prodigalidad hasta el otro extremo de la sala, que era donde me encontraba yo. Los grandes ventanales de la parte trasera se habían roto. Había cristales por doquier, incluso por la parte delantera de la sala. ¿Cómo habían ido a parar tan lejos? Trozos de marco de ventana, patas de silla, banderas de Estados Unidos a medio coser…, todo desparramado por ahí como si a una niña gigante le hubiese dado una rabieta mientras jugaba con muñecas: se hartó del juego, cogió todas las piezas y las tiró de cualquier manera.

Marcena habría intentado reunir tanto material como le fuese posible para su artículo; habría querido grabar a Grobian y al señor William mientras Bron cargaba la carretilla. Así que tal vez pusiera la pluma cerca de donde estuvieron conversando.

Y allí estaba, al lado de una máquina de coser, junto a un par de tijeras. No me lo podía creer, estaba muy a la vista encima de una mesa. Por supuesto, si no sabías lo que era no podías imaginar que fuese una grabadora; lo cierto era que se trataba de un aparatito muy ingenioso.

La cogí y la examiné a la luz de mi linterna. No era mucho mayor que una de esas plumas gordotas de alta gama que se ven en las papelerías caras. Tenía un puerto USB para conectarla a un ordenador y descargarla, y varios botoncitos con los cuadrados y rectángulos universales de las grabadoras: play, avance rápido, atrás. También había una pantalla como de tres centímetros de ancho por menos de uno de alto; cuando pulsé la tecla «on», la pantalla preguntó si quería reproducir o grabar. Le di al botón de play.

– Ella y yo somos las mejores del equipo, pero la entrenadora siempre pasa los remates a April.

La voz era de Celine, mi pandillera. La máquina estaba empezando desde el principio del archivo, el día en que Marcena había ido conmigo al entrenamiento de baloncesto. Estuve tentada de seguir escuchando a escondidas lo que el equipo opinaba de mí pero pulsé el botón de avance rápido. A continuación me sobresaltó mi propia voz: hablaba con la mujer que tuve a mi lado en la plegaria matutina de By-Smart, preguntando sobre William Bysen. Volví a pulsar el avance rápido.

Esta vez, el tono cortado de Marcena sonó débilmente en la habitación.

– Mira, métela en el bolsillo de la chaqueta, así. La he conectado pero no grabará salvo que haya personas hablando a menos de dos metros de ella, así que con suerte no recogerás más que una tonelada de ruido de fondo inútil.

Luego se oían retazos de gruñidos ahogados, la risa de Marcena, una bofetada, la indignación fingida de Bron. Una grabación para mayores de doce años, mira por dónde. Después unas arrancadas y frenazos mientras Bron hacía una maniobra con el camión y gritaba una sarta de improperios a otro conductor, y luego diciéndole a Marcena que pasara detrás de los asientos, que se tumbara en la colchoneta para que el vigilante de la entrada del almacén no la viera. El vigilante le abrió la verja; se conocían e intercambiaron algunas bromas. Había encuentros semejantes por todo el almacén; hablaba con mi amigo de la chaqueta Harley sobre sus rutas y cargamentos, se jactaba de lo buena que era April en baloncesto, se sumaba a las quejas sobre la temporada de los Bears y la mala dirección de la empresa, hasta que Grobian le hizo pasar a su despacho.

Grobian repasó la ruta y la carga de la jornada y luego dijo:

– Ese proveedor de tu barrio, Czernin, el fabricante de banderas, no sé si será porque es serbio, pero parece que tiene la cabeza muy dura, como si no entendiera el mensaje.

– Oye, Grobe, hice lo que pude.

– Y nosotros te demostramos nuestra gratitud -apostilló tía Jacqui-. Sólo que nosotros, la familia, queremos que le des otro mensaje.

– ¿Y qué queréis que haga?

– Que le des un mensaje, que le cierres la planta un día entero, pero que se dé cuenta de que podemos cerrarle el negocio si no colabora. Serán cien, como la vez anterior, si haces el trabajo antes de que termine la semana. Y otros cien si el mensaje es lo bastante contundente como para obligarlo a dar su brazo a torcer -dijo Grobian.

– ¿Qué tenéis en mente? -preguntó Bron.

– Eres muy creativo, eres bueno con las manos -dijo tía Jacqui en tono provocador, dando a entender que no le importaría saber qué era capaz de hacer con sus manos-. Se te ocurrirá algo, estoy convencida. Prefiero no entrar en esa clase de detalles.

Su voz llegaba más clara que la de Grobian; debía de estar sentada en la silla de delante del escritorio, mientras que Grobian estaría detrás. ¿Llevaría aquel vestido negro que sólo tenía botones hasta las caderas? ¿Habría cruzado las piernas, como quien no quería la cosa, mostrando por un breve instante sus sugerentes muslos: esto podría ser tuyo, Bron, si haces lo que te pido?

De repente oí voces que se aproximaban por la zona de carga. Había estado tan atenta a la grabación que no había oído aparcar la camioneta en el patio. ¿Qué clase de detective era yo, sentada allí como un pavo esperando el disparo que lo convertiría en la cena de Acción de Gracias?

– Jacqui, si querías venir tendrías que haberte puesto otro calzado. Me importa un carajo que tus malditas botas de mil dólares se rayen. No sé cómo Gary tolera que gastes así.

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