Grobian daba grandes zancadas ante la parte trasera del camión. Cierra los ojos, V. L; estás inconsciente, los ojos se cierran cuando estás inconsciente. Grobian levantó una tapa dando un golpazo; parecía satisfecho. Me agarró por la cintura, me cargó sobre un hombro como si fuese un fardo y volvió a salir al exterior haciendo mucho ruido. Abrí los ojos de nuevo. Todavía era de noche; estar encerrada en total oscuridad había hecho que al principio incluso el cielo nocturno me resultara deslumbrante.
– Esta vez estamos en el sitio bueno -dijo Grobian-. ¡Carajo! Sólo a un pijo gilipollas como tú se le ocurriría arrojar a Czernin y a la Love en el campo de golf y no en el vertedero. Esta hija de puta polaca estará enterrada bajo tres metros de basura cuando salga el sol.
– No me hables así, Grobian -dijo el señor William.
– Bysen, de ahora en adelante te hablaré como me de la real gana. Quiero ese empleo en Singapur para dirigir las operaciones de By-Smart en Asia, aunque tomaré en consideración Suramérica. O me das uno de esos dos puestos, o hablaré con el viejo. Si Buffalo Bill se entera de lo que has estado haciendo con su querida empresa.
– Si la impresión le provoca un derrame cerebral y la palma, bailaré sobre su tumba -dijo William-. Me importa un bledo lo que puedas decirle.
– Fanfarronadas, Bysen, fanfarronadas. Si dieras la talla de lo que dices, nunca te habrías visto envuelto en una mierda como ésta. Los hombres como tu padre, si no pueden hacer el trabajo sucio por sí mismos, son lo bastante listos como para encargárselo a amigos de amigos de amigos de manera que nunca puedan señalarlos con el dedo. ¿Quieres saber por qué Buffalo Bill no te confiará más responsabilidad en su empresa? No porque seas un hijoputa mentiroso y estafador; él respeta a los hijoputas mentirosos y estafadores. Es porque eres una rata mentirosa y negada, Bysen. Si no fueses hijo de Buffalo Bill, tendrías suerte de trabajar de contable en tu propio almacén.
Grobian me meció como una hamaca y me lanzó. Caí boca abajo en la inmundicia. Le oí sacudirse el polvo de las manos y luego oí que él y William emprendían el regreso al camión, discutiendo todo el camino, sin volverse a mirarme, sin siquiera hablar de mí.
Levanté la cabeza en cuanto el camión arrancó bruscamente otra vez. Los faros me alumbraron un instante mostrando dónde me encontraba, la ladera de uno de los gigantescos montones de tierra donde Chicago sepulta su basura. Más allá del tráiler de By-Smart vi las luces de otros camiones, camiones de basura, una hilera de escarabajos que avanzaba hacia mí. Cada día traen otras diez mil toneladas, se vacían y se cubren con más tierra. Los camiones de la basura trabajan veinticuatro horas al día transportando nuestros desperdicios.
El miedo me heló la sangre en las venas. Grobian daba marcha atrás al tráiler de By-Smart comenzando a girarlo sin destreza, describiendo un círculo muy amplio. Cuando dejara libre el camino, la hilera de escarabajos treparía por la colina y arrojaría su cargamento encima de mí. Me puse a frotar frenéticamente el pie izquierdo contra el derecho, torciendo los dedos de los pies dentro de las zapatilias, hundiendo la cabeza en el lodo para apuntalarme. No podía perder tiempo vigilando el avance del tráiler. Apreté tan fuerte que el dolor que me recorrió el espinazo me hizo gritar.
El pie derecho salió de la zapatilla de deporte. Liberé el pie de las tiras de tela que me amarraban las piernas. Doblé las rodillas bajo el vientre y me puse de pie. Era libre, podía dar saltos, los conductores me verían. Los muslos me temblaban de fatiga, los brazos seguían sujetos a mi espalda y los hombros parecían a punto de dislocarse, pero tenía ganas de cantar y bailar y dar volteretas.
Los camiones de la basura aún no estaban encima de mí: el tráiler de By-Smart seguía bloqueando el camino dando bandazos en un círculo. Dejé de saltar. Ahorra energías, Warshawski, resérvalas para cuando las necesites. El tráiler seguía girando en lugar de enfilar derecho hacia la calle. La hilera de escarabajos se había detenido y le tocaba la bocina al tráiler. Daba la impresión de que Grobian hubiese olvidado cómo se conducía un camión. ¿O era que William intentaba demostrarle que no era una rata inútil de remate poniéndose él mismo al volante? El tractor dio un giro demasiado amplio y llevó el remolque hasta el borde de la colina. El tráiler se tambaleó un momento sobre las ruedas interiores, perdió el equilibrio y cayó por la vertiente. El tractor fue arrastrado hacia atrás sobre las ruedas traseras, quedó en suspenso un instante y luego se desplomó de costado.
He aquí la pluma desaparecida
La noche terminó para mí como habían terminado demasiadas, con mucho, aquel mes: en la sala de urgencias de un hospital bajo la escrutadora mirada de Conrad Rawlings.
– No sé qué tomas para desayunar, señora W., pero sea lo que sea quiero empezar a comerlo también yo: deberías estar muerta.
Lo miré pestañeando a través de la cortina de calmantes que me envolvía la mente.
– ¿Conrad? ¿Qué haces aquí?
– Hiciste que una enfermera de urgencias me llamara. ¿No te acuerdas? Según parece te dieron diez clases distintas de ataques cuando intentaron anestesiarte, insistías en que yo tenía que venir aquí para que dejaras que te tratasen.
Negué con la cabeza, intentando recordar los retazos de la noche que acababa de pasar, pero el movimiento hizo que me doliera. Levanté una mano para tocarla y palpé una tira de esparadrapo.
– No me acuerdo. ¿Y a mí qué me pasa? ¿Qué tengo en la cabeza?
Sonrió de oreja a oreja y su diente de oro destelló bajo la luz cenital.
– Señora W., pareces el cabecilla de los zombis de La noche de los muertos vivientes. Alguien te pegó un tiro en la cabeza, cosa que aplaudiría si pensara que iba a meterte un poco de sentido en la sesera.
– Ah. En el almacén, justo antes de noquearme. Grobian me disparó. No lo noté, sólo la sangre que me caía por la cara. ¿Dónde está? ¿Dónde está William Bysen?
– En principio, ambos están detenidos, aunque la maquinaria legal de los Bysen ya se ha puesto en marcha, así que no sé cuánto tiempo podré retenerlos. Cuando he llegado aquí probaban suerte con una historia que le estaban largando al agente de servicio en la sala de urgencias, según la cual secuestraste uno de los tráilers de By-Smart y tuvieron que pelear contigo para recuperarlo, y que por eso el camión volcó. Los bomberos que os trajeron a los tres objetaron que tenías las manos y los pies atados, y Grobian dijo que lo habían hecho para evitar que volvieras a tomar el control. ¿Algún comentario?
Cerré los ojos; el resplandor de la luz cenital me dolía demasiado.
– Vivimos en un mundo en el que la gente parece dispuesta a creerse casi cualquier mentira que le cuenten, por más absurda que sea, siempre y cuando la cuente alguien que defienda los valores de la familia. Los Bysen cotorrean tanto sobre los valores de la familia que supongo que pueden conseguir que la fiscalía del Estado y un juez se crean semejante patraña.
– Eh, señora W., no seas tan cínica: ahora me tienes a mí en el caso. Y los basureros de la ciudad tienen pruebas de que la historia de los Bysen no se sostiene.
Le sonreí, embotada y grogui.
– Qué bien, Conrad, gracias.
Los calmantes seguían arrastrándome en su corriente pero en mis salidas a la superficie le conté lo de Billy y Josie, así como todo lo que fui capaz de recordar de la noche en el almacén, y él me refirió mi rescate.
A parecer, cuando el tráiler se despeñó por el terraplén, los basureros habían saltado de sus camiones y acudieron corriendo a la escena del accidente, tanto por mirones como por buenos samaritanos. Fue entonces cuando uno de ellos me vio dando saltitos sobre las basuras. Llamaron pidiendo ayuda y consiguieron un coche de bomberos pero no una ambulancia, de modo que cuando los bomberos hubieron liberado a Grobian y a William del tráiler, los tres viajamos juntos hasta el hospital.
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