Sara Paretsky - Fuego

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Victoria Warshawski es una investigadora privada que procede de los barrios del sur de Chicago, donde la inmigración, las drogas, los embarazos adolescentes y el absentismo escolar son una constante. Aquejada de cáncer, la entrenadora de baloncesto del instituto donde ella estudió le pide que asuma el control del equipo femenino, y Warshawski no puede negarse.
El equipo está compuesto por adolescentes de minorías raciales, algunas de ellas con hijos, y todas procedentes de familias humildes. La mayoría de los padres de las chicas trabaja en By-Smart, una cadena de hipermercados que explota y discrimina a sus empleados.

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El gran bolso de Prada, que también llevaba Marcena a todas partes, no había aparecido después del asalto, o sea que era más que probable que estuviera en poder de William. También había registrado los restos del Miata. Si la pluma no estaba allí, ni en casa de Morrell, ni en la de los Czernin, entonces sólo cabía suponer que Marcena la había perdido en Fly the Flag o en el camión que los llevó al vertedero. O en el propio vertedero, incluso. Puesto que no sabía dónde estaba el camión y no podía inspeccionar el vertedero hasta el día siguiente, pasaría por la fábrica ahora mismo, antes de que William tuviera la misma idea.

Confié en que Billy y Josie siguieran a salvo en casa de Mary Ann y los dejé allí. Costaba lo suyo vivir con tanta incertidumbre. La víspera me habían seguido, pero aquel día no, que yo notara. Aunque había estado usando mi teléfono durante la última hora y Billy había usado el ordenador de Mary Ann. Fui a la sala de estar y eché un vistazo a la calle por la rendija de las cortinas. No vi a nadie vigilando, pero nunca se sabe.

Josie los había llevado hasta allí. Era cuatro años más joven que Billy, pero también una superviviente urbana más práctica y realista. Fue a ella a quien di instrucciones de cerrar el pestillo con cadena en ambas puertas y de no abrir a nadie más que a mí; si no regresaba aquella misma noche, tendrían que contar lo que estaba sucediendo a un adulto de fiar.

– Habéis hecho bien en no hablar por el teléfono de la entrenadora McFarlane, y debéis seguir así, pero tenéis que prometerme que llamaréis al jefe Rawlings del Distrito Cuarto si no recibís noticias mías por la mañana. No habléis con nadie más que con él.

– No podemos ir a la policía -objetó Billy-. Hay muchos polis que deben favores a mi familia, hacen lo que mi padre o mi abuelo les dicen.

Estuve a punto de decir que podían confiar en Conrad tal como confiaban en mí, pero ¿cómo podía estar completamente segura de eso? Tal vez fuese cierto, pero Conrad tenía superiores, incluso tenía agentes que podían ser sobornados o amenazados. Opté por darles el número de Morrell.

– Cuando regrese, os llevaré a mi casa. No me gusta dejaros aquí con la entrenadora McFarlane; estáis demasiado expuestos y además la ponéis en peligro.

– Vamos, Victoria, mi vida está demasiado próxima a su fin como para preocuparme por posibles peligros -protestó Mary Ann-. Me gusta que haya gente joven en casa. Así no me amargo pensando en mi cuerpo. Cuidan de Scurry y les enseño latín, lo pasamos en grande.

Sonreí, poco convencida, y dije que ya resolveríamos aquello más tarde. Mostré a Josie el lugar desde donde podía verse la calle y le pedí que si veía que alguien me seguía me llamara de inmediato. En caso contrario, nos veríamos por la mañana.

Me subí la cremallera de la parka, besé a Mary Ann en ambas mejillas y me dirigí a la puerta. Billy vino detrás de mí y me tiró ligeramente del brazo.

– Sólo quería darle las gracias por haberme echado una mano cuando me he venido abajo -farfulló.

– Cariño, has estado soportando un peso increíble. No te has venido abajo; sólo cuando me has hecho saber lo duro que ha sido, te has sentido lo bastante seguro como para hacerlo.

– ¿Lo dice en serio? -Sus grandes ojos me estudiaron por si le estaba tomando el pelo-. En mi familia, ni siquiera la abuela piensa que llorar esté bien.

– Pues en la mía pensamos que no hay que regodearse en el llanto, pensamos que hay que actuar; pero creemos que a veces no puedes actuar hasta que has llorado a lágrima viva. -Apoyé un brazo en sus hombros y lo estreché brevemente-. Cuida de Josie y de la entrenadora McFarlane. Y de ti. Volveré lo antes posible.

El cielo se había despejado. Cuando llegué al coche se veía la Osa Mayor en la parte baja del firmamento, hacia el norte; la luna estaba casi llena. Eso era bueno y malo a la vez: no necesitaría una luz para encontrar la fábrica pero mi figura resultaría visible para cualquiera que estuviese vigilando Fly the Flag.

Comprobé que la linterna funcionaba. Las pilas estaban cargadas y tenía un par de repuesto en la guantera. Me las metí en un bolsillo. Comprobé el cargador de recambio de mi Smith & Wesson. Dejé el teléfono encendido hasta que estuve a un par de manzanas de casa de Mary Ann, en dirección al norte, camino de Lake Shore Drive y de mi casa. A la altura de la calle Setenta y uno apagué el teléfono, torcí hacia el oeste y fui rodeando el barrio hasta que estuve segura de que no me seguían. Volví a enfilar hacia el sur y me dirigí a Fly the Flag.

Una vez más, aparqué en Yates y caminé hasta la fábrica. El terraplén de la Skyway se alzaba imponente ante mí, sus farolas de sodio creaban un halo encima de la calle pero no arrojaban mucha luz abajo. A nivel del suelo casi todas las farolas estaban apagadas, pero la fría luz plateada de la luna alumbraba las calles, haciendo que las viejas fábricas alineadas a lo largo de South Chicago Avenue parecieran de mármol cincelado. El claro de luna proyectaba sombras alargadas; mi propia figura reseguía la calzada como un trozo estirado de chicle, toda líneas delgaduchas con pequeñas prominencias en las articulaciones.

La avenida estaba vacía, pero no se trataba de la serena soledad del campo sino de un lugar donde los carroñeros urbanos merodeaban amparados en la oscuridad: ratas, drogadictos, matones, todos buscando salir de su aprieto. Un autobús de South Chicago avanzaba penosamente por la calle. Visto a lo lejos, parecía salido de una serie infantil con las ventanillas rebosantes de luz y los faros a modo de sonrisa debajo del gran parabrisas. Todos a bordo, vayamos a casa calientitos y cómodos.

Crucé la calle y entré en el recinto de la fábrica. Había transcurrido más de una semana desde el incendio, pero un ligero tufillo a humo todavía flotaba en el aire como un perfume casi imperceptible.

A pesar de que el tráfico en la Skyway producía suficiente estruendo como para amortiguar el que pudiera hacer yo, caminé por fuera de la rampa de acceso para que mis zapatillas de deporte no hicieran crujir la gravilla. Di la vuelta hasta el muelle de carga.

Enseguida entendí lo que le había sucedido a Bron. Justo cuando tuvo la pesada carga frontal de la carretilla suspendida en alto, asomando por el borde del muelle, lista para descargarla en el camión, Grobian se había apartado. La carretilla se había precipitado de frente desde el muelle clavando la horquilla en el suelo. Las cajas que Bron había cargado estaban desparramadas en un amplio círculo. La propia caída tuvo que haberle roto el cuello a Bron; lo sorprendente era que Marcena hubiese sobrevivido.

Paseé la linterna por el suelo. Sherlock Holmes hubiese visto la reveladora hierba arrancada o el elocuente trozo de piedra fuera de sitio que le habría permitido decir si Marcena iba en la carretilla cuando ésta cayó. Yo tuve que contentarme con suponer que su experiencia en zonas de guerra le había agudizado un sexto sentido para percibir el peligro y había saltado de la carretilla mientras caían.

Trepé a la máquina. Miré por debajo lo mejor que pude pero no logré ver la pluma roja de Marcena. Quizás estuviera enterrada bajo la parte delantera, pero reservaría esa posibilidad para el final porque comportaría alquilar una grúa para levantar la carretilla.

Avancé en círculos entre la hierba y la grava. Aquel lado del edificio no se había visto afectado por el incendio, de modo que no tuve que vérmelas con cristales rotos ni con restos de tela chamuscada como los que había encontrado al registrar la fábrica la semana anterior, aunque había una asquerosa cantidad de desechos tirados desde la Skyway y la calle. Hacía poco había leído que los vertederos de Chicago estaban casi a tope de su capacidad y que estábamos comenzando a enviar nuestra basura hacia el sur del estado. Si todas las bolsas y latas que había visto en la calle aquel día hubiesen ido a parar a la basura, quizá tendríamos los vertederos llenos antes de lo previsto. Tal vez quienes tiraban basura a la calle estuvieran ahorrando dinero a los contribuyentes.

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