Eran las seis de la mañana cuando llegué a la carretera de circunvalación de Milwaukee. Nunca había ido a Hartford, pero en cambio había ido muchas veces a Port Washington, cincuenta kilómetros al este del lago Michigan. Si la orientación no me fallaba, el camino era el mismo, salvo que, treinta kilómetros al norte de Milwaukee, tenía que torcer al oeste en la carretera 60 en vez de al este.
A las 6.50 aparqué el Datsun en la calle principal de Hartford, delante del café Ronna-Comidas Caseras y del banco nacional de Hartford. El corazón me latía con fuerza. Me desabroché el cinturón de seguridad, salí del coche y estiré las piernas. 210 kilómetros en dos horas y diez minutos: no estaba mal.
Hartford es el centro de la industria lactaria en Wisconsin. Tienen una sucursal de la Chrysler que construye fuera-bordas, y en la colina una fábrica de conservas Libby. Pero los principales ingresos del pueblo proceden del campo, y la mayoría de gente a esa hora ya se había levantado. Según el cartel de la puerta, Ronna abría a las 5.30, y cuando yo entré a las siete, la mayor parte de las mesas estaban ocupadas. Compré el Milwankee Sentinel en la caja de periódicos que había en la entrada y me senté en una mesa vacía al fondo del bar.
Una camarera se encargaba de atender a todos los clientes de la barra, y otra atendía las mesas. No paraba de entrar y salir por la puerta de la cocina cargada de platos. Tenía el pelo corto y rizado, y se lo había teñido de negro. Era Anita McGraw.
Estaba sirviendo tortitas, huevos fritos, tostadas y patata con cebolla dorada en una mesa abarrotada de hombres vestidos con peto que bebían café, y después trajo un huevo frito a un joven muy guapo que estaba sentado en la mesa de al lado y que vestía una camisa de color azul marino. Anita me miró con la cara de agobio que ponen las camareras cuando están desbordadas de trabajo.
– Ahora mismo le atiendo. ¿Quiere café?
Asentí con la cabeza.
– Cuando puedas, no tengo prisa -le dije mientras abría el periódico.
Los hombres vestidos con peto se metían con el chico guapo; deduje que él era veterinario y los otros, granjeros que le habían contratado alguna que otra vez.
– ¿Te dejas barba para que piensen que eres adulto? -dijo uno.
– No, para esconderme del FBI -contestó el veterinario.
En aquel momento Anita me estaba trayendo una taza de café; le temblaron las manos y derramó un poco encima del veterinario. Anita se sonrojó y le pidió mil disculpas. Me levanté y le cogí la taza de las manos antes de que derramara el resto, y el chico le dijo de buen humor:
– Si te tiran café encima te despiertas más rápido, sobre todo si está caliente. Pero no te preocupes, Jody -dijo mientras ella le limpiaba la mancha de café de la manga sin mucho resultado-, esto es lo mejor que me caerá hoy encima.
Los granjeros se echaron a reír y Anita vino a preguntarme qué quería comer. Pedí una tortilla Denver sin patatas, pan integral y zumo. Cuando vas al campo, tienes que comer un desayuno campesino.
El veterinario se acabó el huevo y el café.
– Las vacas me reclaman -dijo, y dejó dinero en la mesa y se fue.
Le siguieron más clientes. Eran las 7.15, hora de trabajar. Para los granjeros, esta comida era una pequeña pausa entre muñir las vacas y hacer unos cuantos encargos en el pueblo. Algunos se demoraban ante una segunda taza de café. Cuando Anita me trajo la tortilla, sólo quedaban clientes en tres mesas y unos pocos más en la barra.
Me comí media tortilla, sin prisas, y me leí el periódico de cabo a rabo. La gente entraba y salía del bar. Ya iba por la cuarta taza de café. Cuando Anita me trajo la cuenta, le di un billete de cinco y encima le puse una de mis tarjetas. Le había escrito: «Me envía Ruth. Estoy en el Datsun verde aparcado aquí enfrente».
Salí del bar, metí dinero en el parquímetro y me senté en el coche. Estuve una media hora haciendo un crucigrama hasta que Anita apareció. Abrió la puerta del copiloto y se sentó sin abrir la boca. Doblé el periódico, lo dejé en el asiento de atrás y la miré sin sonreír. En la foto que encontré en el piso se veía una chica sonriente, no muy guapa, pero llena de vitalidad, que es mejor que la belleza en una chica joven. Ahora tenía un aspecto demacrado y las facciones muy tensas.
La policía nunca la habría encontrado basándose en aquella fotografía: estaba más cerca de los treinta que de los veinte, y la falta de sueño, el miedo y la tensión acumulada le habían dejado unas arrugas muy poco comunes a su edad. El cabello negro no le quedaba bien con aquella piel tan clara, la de una pelirroja de verdad.
– ¿Por qué escogiste Hartford? -le pregunté.
Me miró con cara de sorpresa; seguramente era la última pregunta que esperaba que le hiciera.
– El verano pasado vinimos con Peter a la feria del condado de Washington, a cambiar de aires. Tomamos un bocadillo en este bar y cuando me fui, me vino a la memoria.
Tenía la voz cavernosa del cansancio. Me miró y se puso a hablar con rapidez.
– Espero que pueda confiar en ti. Tengo que confiar en alguien. Ruth no sabe qué tipo de gente… qué tipo de gente es capaz de matar a alguien. Yo tampoco, pero creo que sé algo más que ella.
Esbozó una media sonrisa.
– Voy a volverme loca si me quedo aquí más tiempo. Pero no puedo volver a Chicago. Necesito ayuda. No sé si tú podrás ayudarme o si eres una asesina a sueldo astuta que ha conseguido sonsacarle mi paradero a Ruth, no lo sé. Pero tengo que arriesgarme.
Se agarraba las manos con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.
– Soy investigadora privada -le dije-. Tu padre me contrató la semana pasada para que te encontrara, y en vez de a ti, encontré el cadáver de Peter. Este fin de semana me llamó y me dijo que dejara de buscarte. Me imagino el porqué. Por eso estoy metida en el asunto. Tienes razón cuando dices que estás en peligro, y si la cago, ni tú ni yo saldremos muy bien paradas. Pero no puedes esconderte aquí el resto de tus días, y yo creo que soy lo bastante rápida, inteligente y profesional para arreglar las cosas y ayudarte a salir de tu escondite. No puedo aliviarte el sufrimiento que sientes ahora, y que sentirás, pero puedo llevarte a Chicago o a donde quieras para que puedas vivir sin esconderte y con dignidad.
Se quedó pensando y asintiendo con la cabeza. La gente andaba arriba y abajo. Me sentía como en una pecera.
– ¿Podemos hablar en otra parte, en algún sitio más tranquilo?
– Sí, hay un parque…
– Perfecto.
Volví a la carretera 60 dirección Milwaukee. Aparqué el Datsun en un lugar apartado del camino y caminamos hasta el borde de un riachuelo que cruzaba el parque. Desde donde nos sentamos veíamos la fábrica de la Chrysler por detrás. Hacía calor, pero al menos en el campo el aire era fresco y agradable.
– Has hablado de vivir con dignidad -dijo con la vista clavada en el agua y el gesto torcido-. Creo que nunca más podré hacerlo. Sé lo que le pasó a Peter. En cierto modo se podría decir que lo maté yo.
– ¿Por qué dices esto? -le dije con suavidad.
– Has dicho que encontraste el cadáver. Bueno, yo también. Llegué a casa a las cuatro y encontré a Peter muerto. Entonces entendí lo que había pasado. Me puse muy nerviosa y me escapé. No sabía adónde ir. No vine aquí hasta el día siguiente. La primera noche estuve en casa de Mary y luego vine aquí. No entendí por qué no me esperaron en el piso, pero sabía que si volvía, me matarían.
Empezó a sollozar y se le entrecortaba la respiración.
– ¡Dignidad! -dijo con voz ronca-. Lo que daría por dormir una noche de un tirón.
No dije nada, sólo la miraba. Al cabo de un rato se calmó un poco.
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