Sara Paretsky - Valor seguro

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La investigadora privada V. I. Warshawski, experta en kárate y tiradora mortal, es contratada por el vicepresidente de un importante banco de Chicago para que encuentre a la novia de su hijo Peter, misteriosamente desaparecida.
Cuando Warshawski encuentra el cadáver de Peter, su cliente se esfuma. Sin embargo, la detective se niega a abandonar la investigación, y halla una pista que la convierte en la principal enemiga de una peligrosa organización integrada por asesinos a sueldo y pistoleros sin escrúpulos.

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– Soy yo, Sherlock Holmes -dije-. ¿Cómo van tus reclamaciones?

– Muy bien. El verano es la época de más accidentes con tanta gente en la carretera. Tendrían que quedarse en casa, pero seguro que entonces se cortarían las piernas con el cortacésped y tendríamos que indemnizarles de todas formas.

– ¿Devolviste la reclamación a su sitio sin problemas?

– De hecho, no. No encontré el archivo. Pero he mirado en su cuenta bancaria. Tuvo que pasarle algo grave porque hace cuatro años que le mandamos un cheque semanal -dijo, y se le escapó la risa-. Quería fijarme en la cara de Yardley para ver si era culpable de asesinato múltiple, pero se ha tomado la semana libre, supongo que por el disgusto de la muerte de Thayer.

– Vaya.

No iba a molestarme en contarle que había descubierto una relación entre Masters y McGraw; estaba cansada de discutir con él sobre si tenía un caso o no.

– ¿Cenamos juntos mañana por la noche? -preguntó.

– Mejor el jueves -sugerí-. Mañana no sé cómo voy a acabar el día.

Cuando acababa de colgar, llamaron.

– Residencia de la Dra. Herschel -contesté.

Era mi periodista favorito: Murray Ryerson.

– Me han soplado que Tony Bronsky seguramente mató a John Thayer.

– ¿Ah sí? ¿Y vas a publicarlo?

– Creo que sólo publicaremos una foto de una banda de gángsters. No tenemos pruebas, nadie lo vio en el escenario del crimen, pero huele a chamusquina. Nuestro asesor legal dice que es mejor que no pongamos su nombre porque nos podrían llevar a juicio.

– Gracias por mantenerme informada -dije educadamente.

– No he llamado sólo por caridad -dijo Murray-. Aunque no sea muy astuto, he caído en la cuenta de que Bronsky trabaja para Smeissen. Cuando charlamos ayer en el restaurante, mencionamos a Smeissen varias veces. ¿Qué pinta en este asunto? ¿Por qué mataría a un respetable banquero y a su hijo?

– No tengo ni pajolera idea, Murray -dije, y colgué.

Volví al salón para ver el final de la película, Los cañones de Navarone, con Lotty, Jill y Paul. Estaba inquieta y con los nervios a flor de piel. Lotty no tenía scotch. No tenía nada de alcohol excepto brandy. Fui a la cocina y me serví un buen trago. Lotty me miró inquisitivamente pero no dijo nada.

Alrededor de medianoche, cuando la película estaba a punto de acabarse, sonó el teléfono. Lotty lo cogió desde su cuarto y volvió angustiada. Me hizo una señal para que la siguiera hasta la cocina.

– Era un hombre -susurró-. Preguntó si estabas aquí, y cuando le dije que sí, colgó.

– Mierda -musité-. Ahora no podemos hacer nada. Mañana por la noche mi piso ya estará listo. Me iré de aquí y me llevaré esta bomba de relojería de tu casa.

Lotty movió la cabeza de un lado para otro y torció el gesto.

– No te preocupes, Vic. Sé que algún día harás una donación a la Asociación de Médicos de América.

Lotty mandó a Jill a la cama sin miramientos. Paul desplegó su saco de dormir. Le ayudé a arrimar la pesada mesa de nogal a la pared, y Lotty le trajo una almohada de su habitación y se fue a dormir también.

Hacía mucho calor. Las delgadas paredes de ladrillo de casa de Lotty resguardaban un poco del bochorno y los ventiladores removían el aire sin cesar en la cocina y en el comedor para facilitar el sueño. Pero para mí, el aire era irrespirable. Tumbada en el sofá-cama en camiseta, sudaba, dormía un poco, me despertaba, daba vueltas y volvía a dormirme. Al final me levanté enfadada. Quería hacer algo, pero no podía hacer nada. Encendí la luz. Eran las 3.30.

Me puse unos tejanos y caminé de puntillas hasta la cocina para prepararme un café. Mientras el agua goteaba a través del filtro de porcelana blanca, busqué en el salón algo para leer. De madrugada, todos los libros parecen igual de aburridos. Al final me quedé con Viena en el siglo diecisiete, de Dorfman, me serví una taza de café y fui pasando páginas que hablaban de la devastadora peste que siguió a la Guerra de los Treinta Años, y de la calle llamada Graben, «la tumba», porque en ella habían enterrado a mucha gente. Aquella terrible historia me puso más nerviosa de lo que estaba.

Por encima del zumbido de los ventiladores, oí el teléfono que sonaba en la habitación de Lotty. Habíamos desenchufado el de la habitación de Jill. Pensé que tenía que ser para Lotty, una mujer a punto de parir, el aborto de una muchacha, pero estaba tensa y no me sorprendió ver que Lotty venía hacia mí con el batín rayado.

– Es para ti. Una tal Ruth Yonkers.

Me encogí de hombros; el nombre no me decía nada.

– Siento haberte despertado -dije y caminé por el pasillo hasta la habitación de Lotty. Pensé que toda la tensión que había acumulado aquella noche se basaba en aquella llamada inesperada de una mujer desconocida. El aparato estaba en una pequeña mesa indonesia al lado de la cama de Lotty. Me senté en la cama y contesté.

– Soy Ruth Yonkers -dijo una voz ronca-. Nos conocimos hace unas horas en la reunión de la universidad.

– Ah, sí -dije calmada-. Ya me acuerdo de ti.

Era la rechoncheta que me hizo todas las preguntas al final.

– Hablé con Anita después de la reunión. No sabía si creerte o no, pero tenía que consultarlo con ella de todas formas.

Me aguanté la respiración y no dije nada.

– Me llamó la semana pasada, y me dijo que había encontrado el ca…, que había encontrado a Peter. Me hizo prometer que no le diría a nadie dónde estaba sin consultárselo antes. Ni siquiera a su padre, o a la policía. Me pareció muy extraño…

– Entiendo -dije.

– ¿De verdad? -preguntó con recelo.

– Pensaste que mató a Peter, ¿verdad? -dije sin usar un tono amenazador-. Y te sentiste atrapada cuando decidió confiar en ti. No querías traicionarla pero tampoco querías tener nada que ver con un crimen. Cuando yo aparecí en escena, te sentiste aliviada de poder recurrir a la promesa.

Ruth suspiró levemente y se le escapó una risa a medias.

– Exactamente. Eres más lista de lo que creía. No había pensado que Anita pudiera estar en peligro realmente. Ahora entiendo por qué estaba tan asustada por teléfono. Bueno, la cuestión es que la llamé y estuvimos hablando mucho rato. Nunca ha oído hablar de ti y hemos estado discutiendo si podíamos confiar en ti.

Hizo una pausa pero no la interrumpí.

– En realidad, todo se reduce a eso. Si es verdad que un grupo mafioso la busca, aunque parezca surrealista, dice que tienes razón.

– ¿Dónde está? -pregunté con suavidad.

– En Wisconsin. Te llevaré hasta ella.

– No. Dime dónde está y ya la encontraré. Me están siguiendo, y sólo empeoraría las cosas si tuviera que encontrarme contigo.

– Entonces no te diré dónde está -dijo Ruth-. Le he prometido que yo te acompañaría.

– Ruth, te has comportado como una buena amiga y has cargado con un gran peso, pero si los que persiguen a Anita descubren que tú sabes dónde está, tu propia vida correrá peligro. Deja que me arriesgue yo sola; es mi trabajo, al fin y al cabo.

Estuvimos discutiendo un rato, pero Ruth se dejó convencer. Había acumulado mucha tensión desde que Anita la llamó por primera vez, y estaba contenta de cargarle el muerto a otro. Anita estaba en Hartford, un pueblecito al noroeste de Milwaukee. Trabajaba de camarera en una cafetería. Se había cortado el pelo y se lo había teñido de negro, y se hacía llamar Jody Hill. Si me iba ahora, podría llegar a Hartford justo a la hora de abrir.

Eran más de las cuatro cuando colgué. Me sentía como nueva y con los cinco sentidos, como si hubiera dormido ocho horas plácidamente, en vez de dormitar tres miserables horas.

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