Sara Paretsky - Valor seguro

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La investigadora privada V. I. Warshawski, experta en kárate y tiradora mortal, es contratada por el vicepresidente de un importante banco de Chicago para que encuentre a la novia de su hijo Peter, misteriosamente desaparecida.
Cuando Warshawski encuentra el cadáver de Peter, su cliente se esfuma. Sin embargo, la detective se niega a abandonar la investigación, y halla una pista que la convierte en la principal enemiga de una peligrosa organización integrada por asesinos a sueldo y pistoleros sin escrúpulos.

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Miró las fotos durante un rato.

– Creo que no lo he visto nunca. No se parece en absoluto a Anita.

Estuve un rato callada buscando la manera menos dolorosa de decirle lo que quería.

– Creo que el Sr. McGraw y el Sr. Masters son socios en algún tipo de negocio, aunque no sé exactamente cuál. Creo que tu padre también estaba metido en el asunto, a lo mejor sin saber del todo de qué se trataba.

De repente pensé que si Thayer formaba parte del negocio, ¿no se habría confrontado Peter con él primero?

– ¿Recuerdas si Peter y tu padre se pelearon una semana o dos antes de que Peter muriera?

– No. Hacía siete semanas que Peter no venía a casa. Si papá y él se pelearon, tuvo que ser por teléfono o en el banco, pero no en casa.

– De acuerdo. Volvamos a lo del negocio. Tengo que saber hasta dónde estaba implicado tu padre. ¿Puedes pensar en algo que pueda ayudarme? Por ejemplo, ¿tu padre se encerraba en su despacho durante horas con Masters?

– Sí, pero también lo hace, lo hacía, con muchos otros hombres. Papá hacía negocios con mucha gente, y muchas veces venían a casa para hablar de negocios con él.

– Bien. Hablemos de dinero. ¿Sabes si Masters daba dinero a tu padre, o al revés?

Sonrió avergonzada y se encogió de hombros.

– De eso no sé nada de nada. Sé que papá trabajaba en el banco, que era director o algo así, pero no sé lo que hacía exactamente, y no sé nada de dinero. Supongo que debería. Sé que mi familia tiene dinero, que mis abuelos tienen fondos de inversiones, pero no sé nada del dinero de papá.

Era de esperar.

– Si te pidiera que volvieras a Winnetka y que buscaras en su despacho si tenía papeles que hablaran de Masters o McGraw, o de los dos, ¿te sentirías deshonesta?

Negó con la cabeza.

– Si eso puede ayudarte, lo haré. Pero no quiero dejar a los niños.

– Claro.

Miré el reloj y calculé el tiempo que necesitábamos.

– No creo que tuviéramos tiempo de hacerlo antes de la hora de cenar. ¿Qué te parece mañana a primera hora? Y luego volvemos a la clínica a la hora que hay más niños.

– Sí. ¿Vendrás conmigo? Quiero decir que, no tengo coche ni nada, pero me gustaría volver a la clínica, y si me ven allí, seguramente intentarán que me quede.

– Por supuesto.

Seguramente mañana ya no habría policías por todas partes.

Jill se levantó y fue a cuidar a los niños. Oí como decía con voz maternal:

– A ver, ¿a quién le toca?

Me hizo gracia. Me asomé por la puerta de Lotty y le dije que me iba a casa a dormir.

14.- En el calor de la noche

A las siete salí de casa de Lotty hacia la reunión de Mujeres Universitarias Unidas. Había dormido tres horas por la tarde y estaba como una rosa. La fritata, una receta que aprendí de mi madre, quedó muy buena, y Paul se deshizo en elogios. Además, me ayudó con la cena: preparó una ensalada y añadió tostadas a la fritata. Paul creía que su trabajo de guardaespaldas incluía pasar la noche en casa de Lotty, así que se trajo un saco de dormir. El comedor era el único sitio donde podía dormir, le advirtió Lotty.

– Y no te muevas de allí -añadió.

Jill estaba encantada. Me gustaría ver la cara que pondría su hermana si volviera a casa con Paul y lo presentara como su novio.

No había tráfico en la ciudad porque la mayoría de la gente había salido a tomar el fresco a pie. En verano, ésta es la parte del día que más me gusta. Hay algo en el aire que evoca la magia de la infancia.

No tuve ningún problema para aparcar en el campus, y entré en la sala de la asociación antes de que empezara la reunión. Habría una docena de mujeres vestidas con camisetas enormes y pantalones desteñidos o faldas tejanas hechas de retazos de pantalones y cosidas con las costuras fuera. Yo llevaba tejanos y una camiseta ancha para disimular la pistola, pero aun así, iba más arreglada que cualquiera de ellas.

Gail Sugarman, que se encontraba entre el grupo de mujeres, me reconoció enseguida y dijo:

– ¡Eh! Te has acordado de la reunión.

Todos los ojos se pusieron en mí.

– Se llama… -y se quedó cortada-. He olvidado cómo te llamas, pero me acuerdo que tenías un nombre italiano. Da igual. La conocí el otro día en la cafetería, le hablé de las reuniones, y aquí está.

– No serás periodista… -dijo una mujer del grupo.

– No -dije en un tono neutral-. Estudié filosofía y letras en esta universidad, una licenciatura que ya no existe. La semana pasada vine a hablar con Harold Weinstein y conocí a Gail por casualidad.

– Weinstein -rezongó otra mujer-. Se cree radical por llevar camisetas y despotricar contra el capitalismo.

– Es verdad -dijo otra-. Lo tuve en «El poder de las empresas y el poder de los sindicatos». Dijo que la opresión dejó de existir cuando Ford perdió la batalla contra el sindicato de trabajadores de automóviles en los años cuarenta. Si le decías que las mujeres estaban marginadas, no sólo en las empresas, sino también en los sindicatos, te contestaba que esto no era opresión, que sólo era un reflejo de las costumbres sociales de hoy en día.

– Con este argumento justifica todo tipo de opresión -dijo una mujer rechoncha con el pelo corto y rizado-. Claro, los campos de trabajo de Stalin reflejaban las costumbres soviéticas de los años treinta. Y qué decir del exilio de Scheransky condenado a trabajos forzados…

La delgadita y morena Mary, la mujer que estaba en la cafetería con Gail el viernes pasado, intentó poner orden en el grupo.

– No tenemos nada preparado para hoy -dijo-. En verano somos tan pocas que no podemos justificar la presencia de un conferenciante. Pero podemos sentarnos en círculo y hacer un debate.

Mary daba unas caladas interminables al cigarrillo, como si quisiera succionarlo entero. Tuve la impresión de que no se creía mi historia, pero a lo mejor era cosa de los nervios.

Me senté en el suelo de inmediato y doblegué las piernas hasta tener las rodillas a la altura de la barbilla. Me dolía un poco la pantorrilla. Las otras mujeres se fueron sentando poco a poco después de coger una taza de café con una pinta horrible. Cuando entré en la sala me fijé en aquel brebaje requemado y pensé que no era imprescindible tomar una taza para demostrar que formaba parte del grupo.

Cuando sólo faltaban dos mujeres para sentarse, Mary propuso que nos presentáramos.

– Hoy han venido dos compañeras nuevas -dijo-. Yo me llamo Mary Annasdaughter.

Se giró hacia la mujer que estaba sentada a su derecha, la que se había quejado por la exclusión de las mujeres en los sindicatos. Cuando me tocó presentarme, simplemente dije:

– Me llamo V. I. Warshawski, pero casi todo el mundo me llama Vic.

Cuando se acabó la ronda de presentaciones, una mujer se había quedado con la curiosidad.

– ¿Te identificas con las iniciales o Vic es tu nombre verdadero?

– Vic es un apodo -dije-. Normalmente me presento con las iniciales. Cuando empecé a trabajar de abogada descubrí que si mis colegas y oponentes de sexo masculino no conocían mi nombre de pila, no se atrevían a tratarme con tanta condescendencia.

– Muy bueno -dijo Mary retomando las riendas de la reunión-. Me gustaría ver qué podemos hacer para respaldar la caseta de Igualdad de Derechos en la Feria del Estado de Illinois. La Asociación Nacional de Mujeres monta todos los años una caseta y vende libros, pero este año quieren hacer algo más; han pensado organizar un pase de diapositivas y necesitan ayuda. Gente que pueda ir uno o más días a Springfield durante la segunda semana de agosto para ayudarlas con las diapositivas y la caseta.

– ¿Nos dejarán un coche? -dijo la regordeta del pelo rizado.

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