Lo miró y le dijo en voz alta:
– ¡Eh, soy yo! Anita. Me he teñido el pelo.
El hombre se quedó atónito.
– Me han dicho que te habías escapado, que alguien quería matarte. ¿Estás bien?
– Sí. ¿Está mi padre?
– Sí, está ahí arriba, solo.
Entramos en la casa, un pequeño rancho construido en un gran terreno. Anita me llevó al salón, que estaba dividido en dos ambientes. Andrew McGraw estaba mirando la televisión. Se dio la vuelta cuando nos oyó entrar. Al principio no reconoció a Anita con el pelo negro y más corto. De repente dio un salto.
– ¿Annie?
– Sí, soy yo -dijo en voz baja-. La Srta. Warshawski me ha encontrado, tal como le pediste. Rompió el brazo del matón de Earl Smeissen e hirió a Masters. Ahora los tres están en prisión y podemos hablar.
– ¿Es verdad? -preguntó-. ¿Disparó a Masters y le rompió un brazo a Tony?
– Sí -dije-, pero sus problemas no se han acabado, ya lo sabe; en cuanto Masters se recupere, hablará.
Nos miraba intermitentemente a Anita y a mí con sus facciones cuadradas y la expresión incierta.
– ¿Qué sabes? -dijo al fin.
– Muchas cosas -dijo Anita.
Su tono de voz no fue hostil, pero sí distante, el tono de alguien que no conoce a la persona con la que está hablando y no está segura de querer conocerla.
– Sé que has utilizado el sindicato como tapadera para conseguir dinero a través de reclamaciones al seguro falsas. Sé que Peter lo descubrió y se lo contó a Masters. Masters te llamó y tú le diste el nombre de un asesino a sueldo.
– Escucha, Annie -dijo en un tono calmado, muy distinto al tono de gallito al que yo estaba acostumbrada-. Tienes que creerme. No sabía que se trataba de Peter cuando Yardley me llamó.
Ella se lo miraba desde el umbral de la puerta con desprecio. Me hice a un lado.
– ¿No lo entiendes? -dijo con la voz entrecortada-. Eso da igual. No me importa si sabías que se trataba de Peter o no. Lo que me preocupa es que te ampararas en el sindicato para estafar y que conocieras a un matón cuando Yardley necesitaba uno. Ya sé que no habrías dejado que mataran a Peter a sangre fría. Pero todo esto no habría pasado si no supieras cómo eliminar a alguien.
McGraw se quedó pensando, sin decir nada.
– Te entiendo -dijo al fin con la misma voz calmada de antes-. ¿Crees que no lo he estado pensando estos últimos diez días, aquí encerrado, pensando que a lo mejor encontrarían tu cadáver, y que en el fondo te habría matado yo?
Anita no dijo nada.
– Mira, Annie. Tú y el sindicato habéis sido mi vida en estos últimos veinte años. Durante diez días pensé que os había perdido a los dos. Ahora tú has vuelto. Tendré que dejar el sindicato. ¿Me obligarás a prescindir de ti también?
A nuestras espaldas, una mujer con una sonrisa exagerada nos animaba a comprar champú desde el televisor. Anita miró a su padre fijamente.
– Nunca volverá a ser lo mismo. Nuestra vida, los cimientos que nos unían, se han roto.
– Mírame bien, Annie -dijo con la voz quebrada-. Llevo diez días sin dormir, sin comer. Estoy todo el rato mirando la tele para saber si han encontrado tu cadáver en alguna parte. Le pedí a Warshawski que te encontrara cuando pensaba que podía adelantarme a Masters. Pero cuando me dejaron claro que si aparecías te matarían, le dije que dejara de buscarte.
McGraw se dirigió a mí.
– Acertó en casi todo. Usé la tarjeta de Thayer porque quería que se fuera a por él. Fue estúpido por mi parte. Todo lo que he hecho esta última semana ha sido estúpido. Cuando me di cuenta de que Annie estaba en apuros, enloquecí y me dejé llevar por impulsos. No estaba furioso con usted. Sólo rezaba a Dios para que no la encontrara. Si Earl la estaba vigilando, lo habría llevado directamente hasta ella.
Asentí con la cabeza.
– Ya sé que nunca tendría que haber conocido a gángsters -dijo mirando a Anita-. Pero esto empezó hace tanto tiempo… Incluso antes de que tú nacieras. Cuando te mezclas con esta clase de gente, ya no puedes deshacerte de ellos. Los Afiladores éramos un sindicato muy violento hace unos años. Si crees que ahora lo somos, tendrías que habernos visto entonces. Los grandes empresarios contrataban a gángsters para eliminarnos y derrocar al sindicato. Nosotros empezamos a contratarlos para tener más poder. El único problema es que cuando te haces amigo de esa gente, ya no puedes pasar sin ellos. La única forma que tenía de salir de este círculo era dejar el sindicato. Pero no podía hacerlo. A los quince años ya era un representante sindical. Conocí a tu madre en un piquete que hicimos a Western Springs Cutlery, donde ella trabaja montando tijeras. El sindicato era mi vida. Y los tipos como Smeissen eran la parte oscura del negocio.
– Pero traicionaste al sindicato. Lo traicionaste cuando empezaste el negocio de las reclamaciones falsas con Masters -dijo Anita con lágrimas en los ojos.
– Tienes razón -dijo pasándose la mano por el pelo-. Seguramente la estupidez más grande que he hecho en mi vida. Lo conocí un día en el parque Comiskey. Me lo presentaron. Masters tenía esa idea en la cabeza desde hacía años, supongo, pero necesitaba a alguien de fuera que le mandara las reclamaciones. Estaba ciego. Sólo me importaba el dinero. No pensé en las consecuencias que eso podía tener. Es como una historia que me contaron una vez. Había un hombre, griego, creo, que era tan avaricioso que pidió a los dioses que todo lo que tocara se convirtiera en oro. Pero los dioses son muy listos: te dan lo que pides pero al final resulta que no es lo que quieres. En resumen, este hombre era como yo: tenía una hija a la que amaba por encima de todas las cosas. Pero no pensó en las consecuencias, y cuando la tocó, se convirtió en oro. Esto es lo mismo que me ha pasado a mí.
– El rey Midas -dije-. Pero se arrepintió, y los dioses lo perdonaron y resucitaron a su hija.
Anita no sabía con qué cara mirar a su padre. McGraw se la miraba con ojos de súplica. Murray estaba esperando mi historia. No dije adiós.
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