Asintió con la cabeza.
– Podría arreglármelas para esconderte en un hotel de Chicago sin que nadie supiera que estás allí. No podrías salir, pero alguien de confianza vendría a hacerte visitas para que pudieras charlar un rato y no volverte loca. ¿Te parece bien?
Hizo una mueca.
– Supongo que no puedo escoger. Por lo menos estaré de nuevo en Chicago, cerca de las cosas que conozco…
– Gracias -dijo al cabo de un rato-. Lo siento, soy muy egoísta. Aprecio mucho lo que estás haciendo por mí.
– No te preocupes por los buenos modales ahora; no lo hago para que me des las gracias.
Volvimos andando al Datsun. Los insectos zumbaban y revoloteaban por el césped, y los pájaros cantaban sin cesar. Una mujer con dos niños pequeños había venido al parque. Los chicos retozaban por el suelo y ella leía un libro y los controlaba de vez en cuando. Tenían una cesta con comida debajo de un árbol. De camino al coche, la mujer gritó:
– ¡Matt! ¡Eve! ¿Por qué no comemos un poco?
Los chicos corrieron hacia ella. Tuve un ataque de envidia. En un día de verano tan bonito, sería agradable ir de picnic con mis hijos en vez de esconder a una fugitiva de la policía y de la mafia.
– ¿Quieres recoger algo en Hartford? -pregunté.
Negó con la cabeza.
– Tendría que pasar un momento por Ronna y decirles que me voy.
Aparqué enfrente del bar y mientras ella iba a despedirse, yo busqué una cabina para llamar al Herald Star. Eran casi las diez, y Ryerson estaba en su despacho.
– Murray, tengo la historia de tu vida si puedes esconder a un testigo crucial durante unos días.
– ¿Dónde estás? -preguntó-. Parece que llames desde el polo norte. ¿Quién es el testigo? ¿La hija de McGraw?
– Murray, tu mente funciona más deprisa que una calculadora. Quiero que me lo prometas y que me ayudes.
– Ya te he ayudado -protestó-. Y muchas veces. Primero te di las fotos, y después te hice el favor de no publicar tu esquela para poder recoger el documento de tu abogado.
– Murray, si hubiera otra persona en quien pudiera confiar, lo haría ahora mismo. Pero sé que tú eres absolutamente incorruptible a cambio de una buena historia.
– Está bien. Haré lo que pueda para ayudarte.
– De acuerdo. Estoy en Hartford, Wisconsin, con Anita McGraw. Quiero llevarla a Chicago y tenerla escondida hasta que solucione el caso. Eso significa que nadie absolutamente puede tener la menor idea de que está allí, porque si lo averiguan, tendrás que escribir su esquela. Yo no puedo llevarla hasta Chicago porque me están buscando. La llevaré a Milwaukee para que coja el tren y quiero que vayas a buscarla a Union Station. Recógela y llévala a un hotel, lo bastante lejos del Loop para que no pueda reconocerla algún esbirro de Smeissen que pulule por ahí. ¿Lo harás?
– Jo, Vic. Todo lo haces a lo grande, tú. Pero ¿qué pasa? ¿Por qué está en peligro? ¿Fue Smeissen el que mató a su novio?
– Murray, te lo digo en serio. Si publicas algo antes de que se haya acabado la historia, encontrarán tu cadáver en el río de Chicago. Te lo aseguro: yo misma lo pondré allí.
– Tienes mi palabra de honor, y cumpliré como un señor a la espera de la exclusiva de la ciudad de Chicago. ¿A qué hora llega el tren?
– No lo sé. Te llamaré otra vez desde Milwaukee.
Cuando colgué, Anita ya había vuelto y me esperaba al lado del coche.
– No les ha hecho mucha gracia que me vaya -dijo.
Me eché a reír.
– Ya te preocuparás por eso de camino a Chicago. Así tendrás la mente ocupada.
16.- El precio de una reclamación
Tuvimos que esperarnos en Milwaukee hasta la 1.30 a que llegara un tren con destino a Chicago. Dejé a Anita en la estación y fui a comprarle unos pantalones y una camiseta. Después de lavarse y cambiarse en el lavabo de la estación, parecía haber rejuvenecido y haber recobrado parte de la salud. Cuando se quitara aquel tinte negro que le sentaba tan mal, estaría mucho mejor. Pensaba que su vida ya no valía nada; pero aunque entonces le pareciera que no tenía remedio, sólo tenía veinte años: se recuperaría.
Murray aceptó ir a buscarla a la estación y llevarla a un hotel. Había escogido el Ritz. «Si va a tener que estar encerrada unos días, por lo menos que esté cómoda», me dijo. «El Star te pagará la mitad de la factura.»
«Gracias, Murray», le dije un poco seca. Tenía que llamar a mi contestador y dejar un mensaje: sí o no, sin dejar ningún nombre. «No» significaría que algo había salido mal en la estación o de camino al hotel y que tenía que llamarle. Yo no iría al hotel. Murray pasaría un par de veces al día para traerle comida y conversación; los dos acordamos que Anita no llamara al servicio de habitaciones.
En cuanto el tren arrancó, me dirigí a la autopista de peaje que llevaba a Chicago. Tenía casi todos los cabos atados. El único problema es que no podía demostrar que Masters hubiera matado a Peter. Que lo hubiera hecho matar. La historia de Anita lo confirmaba: Masters había quedado con Peter en su piso. Pero no teníamos ninguna prueba, nada que justificara que Bobby pusiera una orden de arresto y esposara al vicepresidente de una empresa tan importante de Chicago. Tenía que alborotar el gallinero para provocar al gallo.
Cuando entré en la autopista Edens, me desvié hacia Winnetka para comprobar si Jill había vuelto a casa y si había encontrado algo entre los papeles de su padre. Paré en la gasolinera de la calle Willow y llamé a casa de los Thayer.
Jack se puso al teléfono. Sí, Jill había vuelto a casa, pero no iba a hablar con los periodistas.
– No soy periodista -dije-. Soy V. I. Warshawski.
– Menos aún hablará con usted. Ya ha causado bastante sufrimiento a mamá Thayer.
– Thomdale, eres el tío más gilipollas que jamás haya conocido. Si no me pasas a Jill ahora mismo, me plantaré en el barrio en cinco minutos y molestaré a todos los vecinos hasta que alguien acceda a llamar a Jill para que yo pueda hablar con ella.
Estampó el auricular contra una mesa, supongo, porque la línea no se cortó. Al cabo de un rato Jill se puso al teléfono con su clara y aguda voz.
– ¿Qué le has dicho a Jack? -dijo entre risas-. Nunca lo había visto tan enfadado.
– Ah, nada. Le he amenazado con involucrar a todos los vecinos en el tema -contesté-. Aunque en realidad ya lo están. Seguro que la policía ha ido casa por casa para interrogarlos. ¿Algún problema para llegar a Winnetka?
– Ah, no. Y fue genial. Paul consiguió un escolta de la policía para que nos acompañara a la clínica. Lotty no quería, pero Paul insistió. Fue a buscar tu coche y luego nos acompañó la policía con las sirenas y todo. El sargento McGonnigal es muy, muy guay.
– Qué bien. ¿Y qué tal andan las cosas por casa?
– Bien. Mi madre me ha perdonado pero Jack se comporta como el idiota y falso que es. No para de decirme que he dado un gran disgusto a mamá. Le pedí a Paul que se quedara a comer y Jack lo trató todo el rato como si fuera el barrendero del barrio o algo así. Me enfadé muchísimo, pero Paul me dijo que ya estaba acostumbrado. Odio a Jack -dijo para concluir.
Me reí de su arrebato.
– Eres genial. Paul es un buen chico. Has hecho muy bien saliendo en su defensa. ¿Has podido mirar los papeles de tu padre?
– Ah, sí. Lucy me montó uno de sus numeritos, pero actué como si fuera Lotty y no le hice ningún caso. No sabía exactamente lo que estaba buscando -dijo-, pero encontré un documento en el que aparecen los nombres del Sr. Masters y el Sr. McGraw.
De repente sentí una inmensa paz interior. Como si hubiera sufrido una crisis y me hubiera recuperado sin secuelas. Se me escapó la risa.
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