– ¡Por favor! Esto ya es el colmo. Te dijo que parecía algo serio, ¿verdad? Y que ya que tenía que bajar al centro por algún otro motivo, aprovecharía y se pasaría por tu casa para que hablarais. ¿He acertado? -dije furiosa.
– Pues, sí, ¿y qué? -gritón-. Y ahora vete a buscar un perrito perdido y deja de tocarnos los cojones en el Departamento de Reclamaciones.
– Ralph, ahora mismo vengo. Díselo a Yardley cuando llegue, enseguida que entre por la puerta, y a lo mejor consigues salvar tu pellejo durante unos minutos.
Colgué el teléfono con un golpe seco sin esperar su respuesta.
Miré el reloj: las 7.12. Masters llegaría a casa de Ralph en veinte minutos. Más o menos. Pongamos que llegara a las 7.30, o unos minutos antes. Cogí el carné de conducir, la licencia de armas y la de detective, y me las metí en el bolsillo trasero junto con un poco de dinero. No tenía tiempo de coger un monedero. Comprobé que la pistola tuviera el seguro puesto y guardé munición en la chaqueta. Perdí cuarenta y cinco segundos en ponerme zapatillas de deporte. Cerré con llave los relucientes cerrojos nuevos y bajé las escaleras a toda prisa de tres en tres. Recorrí la media manzana a la que estaba mi coche en quince segundos. Lo puse en marcha y me dirigí hacia la avenida Lake Shore.
¿Por qué todo Chicago se había puesto de acuerdo para salir a la calle aquella noche? ¿Y por qué casi todos estaban en la avenida Belmont? Estaba furiosa. Parecía que los semáforos estuvieran cronometrados de forma que cuando estaba a punto de llegar al cruce, el capullo que tenía delante no se decidía a pasar en ámbar. Di unos cuantos porrazos al volante, pero no conseguí que el tráfico disminuyera. Ponerme a pitar como una loca tampoco tenía ningún sentido. Respiré hondo un par de veces para calmarme. Ralph, mira que eres gilipollas. Regalarle tu vida al tipo que ha matado a dos hombres en las dos últimas semanas… Sólo porque Masters es de tu gremio y trabajáis en equipo, no puede hacer nada delictivo. ¡Ya! Adelanté a un autobús y tuve el camino despejado hasta la calle Sheridan y el principio de la avenida. Eran las 7.24. Recé al patrón que protege a los conductores suicidas de los peligros de la velocidad, y pisé el gas a fondo. A las 7.26 salí de la avenida y giré por La Salle, y por la calle paralela llegué a Elm. A las 7.29 dejé el coche enfrente de una boca de incendios que había al lado del bloque de Ralph y corrí hacia la puerta.
No tenían portero. Pulsé todos los timbres de los interfonos en cuestión de segundos. Muchos me preguntaron: «¿Quién es?», pero al final alguien abrió. Aunque se hayan cometido un montón de robos de esta forma, siempre habrá algún imbécil que te abrirá sin saber quién eres. El ascensor tardó un siglo o dos en bajar. Cuando por fin llegó, me subió al séptimo piso en un momento. Corrí por el pasillo hasta llegar a la puerta de Ralph y aporreé la puerta con la Smith & Wesson en la mano.
Me arrimé contra la pared cuando se abrió la puerta, y después entré en el apartamento protegiéndome con la pistola. Ralph me miraba desconcertado.
– ¿Pero qué coño estás haciendo? -dijo.
No había nadie más en el piso.
– Buena pregunta -dije relajando la tensión.
Llamaron abajo y Ralph fue al interfono para abrir.
– Preferiría que te fueras -me dijo.
No me inmuté.
– Al menos esconde la cosa esta.
Me la metí en el bolsillo de la chaqueta pero no dejé de agarrarla ni un momento.
– Hazme un favor -dije-. Cuando abras la puerta, protégete, ponte detrás. No te quedes en el umbral.
– Eres la tía más chalada que…
– Si vuelves a llamarme chalada, te disparo. Cúbrete con la puerta cuando abras.
Ralph me fulminó con la mirada. Cuando llamaron a la puerta al cabo de un rato, se quedó expresamente en medio del umbral. Me arrimé a la pared y me preparé para actuar. No oí ningún disparo.
– Hola, Yardley. ¿Qué significa todo esto? -dijo Ralph.
– Te presento a mi vecina, Jill Thayer, y a unos socios que me han acompañado.
Me quedé atónita y me acerqué a la puerta.
– Jill? -dije.
– ¿Estás aquí, Vic? -dijo con un hilillo de voz-. Lo siento. Paul me llamó esta mañana para decirme que cogería el tren para venir a verme y salí para recogerlo en la estación. Pero por el camino me encontré con el Sr. Masters, se paró y me dijo que me llevaba en coche. Le pregunté por el papel y me obligó a venir con él. Lo siento, Vic. Sé que no tendría que haber dicho nada.
– No te preocupes, cariño -empecé a decir, pero Masters me interrumpió.
– Ah, estás aquí. Pensábamos venir a verte, a ti y a la doctora que Jill admira tanto, un poco más tarde, pero nos has ahorrado un viaje.
Miró hacia mi pistola, que ya le estaba apuntando, y sonrió de una forma insultante.
– Yo de ti la guardaría. A Tony no le cuesta disparar, y sé que no soportarías que le pasara algo a Jill.
Tony Bronsky había entrado detrás de Masters. Earl también iba con ellos. Ralph sacudía la cabeza como si intentara despertar de un sueño. Guardé la pistola en el bolsillo.
– No culpes a la chica -me dijo Masters-. Pero no tendrías que haberla involucrado. Cuando Margaret Thayer me dijo que había vuelto a casa, intenté encontrar la forma de hablar con ella sin que se enterara su familia. Pura casualidad que anduviera por Sheridan cuando yo pasaba por allí. Pero conseguimos sacarle algo, ¿verdad, Jill?
Entonces vi que tenía un moratón en una mejilla.
– Qué bueno eres, Masters -dije-. Qué valiente pegando a las niñas. Me gustaría verte con una abuela.
Tenía razón: era una estúpida por haberla traído a casa de Lotty y haberla involucrado en cosas que ni Masters ni Smeissen querían que se supieran. Pero me guardé los reproches para más tarde. Ahora no tenía tiempo.
– ¿Quieres que la liquide? -dijo Tony con los ojos brillantes de felicidad, y su cicatriz en forma de Z tan intensa que parecía una herida reciente.
– Todavía no, Tony -dijo Masters-. Primero tenemos que averiguar lo que sabe, y a quién se lo ha contado. Lo mismo digo, Ralph. Es una lástima que te hayas traído a la polaca a casa. No queríamos matarte a menos que fuera absolutamente necesario, pero me temo que tendremos que hacerlo.
Masters se giró hacia Smeissen.
– Earl, tú tienes más experiencia en estas cosas que yo. ¿Cómo lo hacemos?
– Quítale la pistola a la Warchoski -dijo Earl con su aguda voz-, y después que se siente en el sofá con el tipo este para que Tony pueda apuntar a los dos a la vez.
– Ya le has oído -dijo Masters dirigiéndose hacia mí.
– No -gritó Earl-. No te acerques más. Que tire la pistola. Tony, apunta a la niña.
Tony apuntó a Jill con la Browning. Yo tiré la Smith & Wesson al suelo. Earl se acercó y le dio una patada para apartarla. Jill estaba pálida como un muerto.
– Al sofá -dijo Masters.
Tony seguía apuntando a Jill. Me senté en el sofá. Era muy cómodo, no te hundías cuando te sentabas. Distribuí el peso del cuerpo en ambas piernas.
– Vamos -dijo Earl a Ralph.
Ralph estaba aturdido. Le caían gotas de sudor por la frente. Se tropezó con la gruesa alfombra cuando vino a sentarse a mi lado.
– Masters, huele tan mal tu negocio, que si quieres cubrirte las espaldas, tendrás que matar a todo Chicago -dije.
– ¿Ah sí? ¿Quién más lo sabe? -dijo con aquella sonrisa insultante.
Estuve a un tris de romperle la mandíbula.
– El Star está más o menos al caso. Mi abogado también, y algunas personas más. Ni siquiera el gran Earl podrá sobornar a toda la pasma si os cargáis a todos los miembros de la redacción de un periódico.
Читать дальше